Ya están a la venta las entradas para poder visitar, a partir del 15 de junio y hasta el 16 de septiembre, el museo de El Bulli (¡y al módico precio de 27´50 euros!). Semejante notición le ha servido a Ferran Adrià para hacerse una ronda de televisiones en las que nos ha explicado, con su particular manera de chamullar, sobre todo en su supuesta lengua propia, el catalán, la maravillosa experiencia que experimentará cualquiera que se acerque por el antiguo restaurante reciclado en museo. Eso sí, ya nos ha advertido el maestro que se toma muy en serio la condición museística de la institución y que ahí no va uno a empapuzarse, sino a alimentarse de…¿Arte? ¿Cultura? Pues no me quedó muy claro, la verdad, pero seguro que, sin papeo de ningún tipo, se acabarán las esporádicas vomitonas que tenían lugar a las puertas del establecimiento cuando echaban de comer, y que conste que no se debían a la calidad de los productos ofrecidos, que era excelente, según me dijeron, sino a que la mezcla de treinta y tantos sabores distintos era idea para revolver el estómago a cualquiera, o eso me contó una amiga que visitó El Bulli en dos ocasiones y en ambas acabó viéndose en tan molesta tesitura.

Al cerrar El Bulli como restaurante (parece que disponer del doble de cocineros y de camareros que de clientes acaba abocando a la ruina: les está sucediendo lo mismo a otras celebrities internacionales del condumio artístico), el pobre Ferran llevaba tiempo sin impartir su filosofía de chichinabo a las masas desde la prensa o la televisión, cosa que ahora puede volver a hacer gracias a la conversión en museo de su antigua casa de comidas vanguardistas, deconstruidas, descodificadas y, de vez en cuando, envueltas en humo. La transformación, pues, del cocinero en artista contemporáneo, que empezó, tal vez, cuando la Documenta de Kassel invitó al señor Adrià junto a pintores, escultores y demás creadores desfasados y reaccionarios, se completa con el museo de El Bulli, con el que, por el mismo precio, nuestro Ferran pasa de artista a curator o comisario de su propia obra. De paso, se echa así una mano para reivindicar la figura del cocinero como artista, teoría que andaba un poco de capa caída últimamente y que incluso ha sido tomada a (necesario) pitorreo desde el cine con la magnífica tragicomedia The Menu, con un brillante Ralph Fiennes interpretando a un marmitón vanguardista que ha enloquecido con los halagos recibidos y solo atisba la redención quitándose de en medio y, ya puestos, llevándose por delante a sus pudientes comensales.

A mí, la verdad (llámenme anticuado, clasista o rancio), nunca me pareció que un cocinero pudiera ser un artista. Ni falta que le hacía. Prefiero comer bien que comer mal, y hasta ahí llego en mi relación con el papeo. Detesto los menús de 30 platitos, entre otros motivos, porque la explicación de cada uno de ellos por el camarero de turno dura más de lo que tardas en comértelo, por no hablar de que no hay manera de mantener una conversación con nadie si cada cinco minutos aparece un propio con un nuevo comistrajo y te interrumpe para explicártelo de pe a pa, te pongas como te pongas. De hecho, la entronización del chef como artista más representativo del presente me llevó a la conclusión de que, para que así fuera, dicho presente tenía que ser lamentable y escasamente propicio a la aparición de literatos, filósofos, cineastas, pintores y demás representantes de lo que se consideraba cultura antes de que los cocinillas con pretensiones se hicieran los amos, respaldados por una corte de sicofantes de la prensa que parecía que no hubieran comido caliente en su vida: de la misma manera que lo peor de García Lorca son los lorquianos, lo peor del bueno de Ferran, contra el que, personalmente, uno no tiene nada, ya que lo único que ha hecho es intentar dotar de cierto glamour a aquel personaje de las aventuras de Asterix que siempre clamaba lo de ¡Fresquito, fresquito, mi pescadito!, son los que podríamos llamar Adrianos, siempre dispuestos desde las páginas del diario que los mantiene a cantar las alabanzas de su Profeta del Papeo como si se tratara del gurú de su particular secta (evidentemente, sobre el espinoso asunto de las vomitonas esporádicas, ni una palabra).

Como consecuencia de mis teorías (o de mis prejuicios, si lo prefieren), nunca puse los pies en El Bulli. Llegué incluso a considerar la posibilidad de seguir el ejemplo del difunto Jaume Perich (que quería que en su lápida pusiera Nunca fue a Andorra, aunque me temo que no lo logró, igual porque se olvidó de consignarlo en su testamento) y dejar instrucciones para que, en caso de mi deceso, alguien tuviera el detalle de clavar en el contenedor de basura al que arrojaran mis restos una placa que pusiera Nunca fue a El Bulli. “¡Tienes que ir! ¡Tienes que probarlo! ¡Aunque solo sea una vez en la vida! ¡Es una fiesta para los sentidos!”… Me machacaron con frases como éstas durante años. Y cuanto más las oía, más manía le cogía al pobre Ferran, quien, por otra parte, no dejaba de ser un tipo indudablemente ingenioso, un maestro en lo suyo (lo suyo iba desde inventar platos originales a vender humo, literalmente), y más manía, sobre todo, les cogía a sus admiradores, en especial a los que lo consideraban no solo un artista, sino EL ARTISTA por antonomasia de la época (de mierda) que nos había tocado vivir.

Evidentemente, si nunca fui a El Bulli cuando echaban de comer, mucho menos voy a visitarlo ahora que, como he visto por televisión, se van a limitar a proyectar sobre unas mesas imágenes de los platos más míticos del difunto establecimiento. Aunque me lleven a la hoguera, seguiré insistiendo en que un cocinero no es un artista ni, mucho menos, un pensador o un filósofo. Considero el museo de El Bulli una versión glorificada del Museu del Calçot (que no sé si existe, pero en la Cataluña actual, no sería de extrañar). Y lamento, sobre todo, que ahora que ya había pasado un poco la histeria artística suscitada por los grandes cocineros internacionales, se intente volver a la carga de la impostura y la pretensión convirtiendo un restaurante ruinoso en un supuesto museo del papeo disfrazado de arte contemporáneo.

Aviso a los de la placa. Ahora debería poner Nunca fue a El Bulli ni al museo de El Bulli. Gracias adelantadas a los buenos amigos que me sobrevivan. Y en cuanto al contenedor para tirarme, vosotros mismos, el que os caiga más cerca.