Este hombre sabio convirtió los platós de televisión en proscenios, con piezas como su Medea, interpretada por Nuria Espert en la versión de Terenci Moix, sobre el texto original de Oscar Wilde. Sergi Schaaff sabía vincular arte, tecnología, imagen e invención. Se confabuló con la Espert, que había estrenado la obra en el Teatro Romano de Mérida, donde se ganó la fama de ser la heredera de la Xirgu. A Schaaff le salió una Salomé tan cruel como lo quiso Terenci, quién entonces difundía con desgarro los efectos de su libro La torre dels vicis capitals. El llorado novelista formaba parte de los amigos de Schaaff, en la colla de Ventalló (Alt Empordà), junto a Benet i Jornet, Enric Majó, Angels Moll o la misma Rosa Naría Sardà, que para Schaaff era la única Xirgu, después de aquella Bernarda Alba lorquiana compartida con la misma Espert, en el TNC.
En aquellos tiempos transitivos, en la tele se podía escandalizar, siempre que el asunto tuviese un toque culterano como lo tiene el poema bíblico de la bella Salomé obsesionada con Jokanaan (Juan), quien rechaza su amor, por lo que ella, despechada, exige su decapitación. La sangre llega al río en la escena thanatos del Nuevo Testamento en la que Salomé besa los labios de la cabeza cortada de Juan; finalmente, Herodes, por celos, ordena matarla.
Crear y dinamizar concursos como Saber y ganar, 3x4, La ruta Quetzal o Si lo sé, no vengo, es como desplegar un argumento a partir de un guion. Schaaff lo tuvo siempre así de claro desde su primer paso por los estudios de TVE en el Paseo de la Habana de Madrid, durante sus primeros años de joven periodista. Su vida ha sido un slalom de curiosidad infinita. Julia Otero habla de su descubridor -¿se acuerdan de La Luna?- como de su único mentor y lo sitúa en lo más alto del panteón televisivo junto a Chicho Ibáñez Serrador. Schaaff, fallecido el pasado día 3 de diciembre, ha sido el dinamizador indudable del laboratorio Sant Cugat, donde hierven tantas ideas adaptadas por TVE.
El realizador optó por lo contemporáneo a partir de lo foráneo; se anticipó a la nueva tele, elegida a la carta por la audiencia; trató de introducir con fórceps la creación de plataformas capaces de ofrecer entretenimiento e información, en el universo funcionarial de la Casa Grande. Rompió estándares en momentos de aparente calma antes de que los buscadores de las redes localizaran respuestas a preguntas intrincadas en la voz inolvidable de Constantino Romero, en aquel El tiempo es oro, que acabó en canto de cisne. Después de mucho bregar, llegó el momento de Estudio Uno, Crónicas fantásticas, Gran teatro y Novela, programas dedicados a la ficción, lo mejor de Schaaff.
Su tele enterró las enciclopedias mucho antes de la irrupción de Wikipedia. Era el corredor de fondo que lleva varias leguas de ventaja y en vez de aminorar la marcha, se sienta junto a una fuente a contemplar el paisaje. Sus alumnos de la Pompeu le ametrallaban a preguntas y cuentan que, en sus clases, Sergi solo atendía el salto clarividente del estudiante despierto, pero no con una respuesta individualizada, sino con un argumento coral. En sus programas, más que un detallista, era un pulidor, aquel que encuentra el spleen -la melancolía del actor- en un mar de combates embravecidos, entre litigantes y figurantes, para hacerse con el papel. Sabía que el más competitivo no era el simple competidor.
Con sus amigos de siempre estableció sin palabras el acomodo barcelonés del NY de Abel Ferrara, Spick Lee o Woody Allen; montó un pequeño Bloomsbury catalán sin el esplendor del londinense, pero con más retranca; estableció un refugio tribal para los amantes de la distancia crítica y el trabajo medido. Se fajó en los platós, en la ironía autocrítica, en los espacios abiertos y en el mundo de la cultura. Se distanció de la chispa para abrazar el conocimiento y la cordialidad.