Ha llegado el momento en el que, para no descarrilar, sus señorías han de echar mano del freno de emergencia. O acabamos con la violencia verbal y gestual en el Congreso de los Diputados y el Senado o nuestro futuro político como país será cada vez más sombrío. El ruido asfixia el debate parlamentario y polariza y asquea al hombre de la calle. Son tan persistentes e insistentes los alborotos en las cámaras españolas que uno sospecha que obedecen a una estrategia política premeditada. Demasiado tosca la señora Carla Toscano para ser licenciada en Derecho, y exageradamente teatral e histriónico el diputado de Vox Sánchez del Real, especializado en técnicas de comunicación. ¿Acaso van a consentir sus señorías ir en sede parlamentaria al rebufo de una estrategia aniquiladora de la razón? Espero que no.
Quizás convendría introducir en la cosa pública el bálsamo reparador que, en un tiempo pleno de turbulencias, ya recetaba don Manuel Azaña: “Engastar la racionalidad y el diálogo en la vida política parlamentaria e institucional”. Para que ello sea factible es imprescindible que los partidos, con cultura y vocación de gobierno, condenen el lenguaje tabernario que algunos emplean desde la tribuna de los oradores. No basta con que la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, llame al orden o retire la palabra a los transgresores de las normas. No basta con eliminar las frases malsonantes del Diario de Sesiones. Conviene echarle coraje y sensatez a la cosa. Un acuerdo Núnez Feijóo-Pedro Sánchez tendente a recuperar la harmonía procedimental en las instituciones públicas sería, para la sociedad española, un excelente regalo de Navidad y Año Nuevo.
Hace apenas una semana el Parlamento del Senegal se convirtió en el escenario de una batalla campal sin precedentes. La discusión de los presupuestos culminó con una pelea multitudinaria protagonizada por un número considerable de diputados. Volaron sillas y se prodigaron los insultos y las agresiones. Pero no hace falta cambiar de continente para contemplar cómo puede degenerar la convivencia en cualquier ámbito o zoco de transacciones políticas. Hace un par de años, noviembre de 2019, el Hemiciclo italiano también fue escenario de una pelea en la que se vieron implicados una treintena de diputados. Allí también volaron sillas mientras una diputada grababa, indignada, el triste espectáculo. Todo ello ocurrió ante la mirada asustada de los niños de un par de colegios que visitaban la Cámara. Bochornoso.
En los avatares del parlamentarismo hispano también hallamos incidentes dignos de mención. Cuentan los historiadores que Miguel Primo de Rivera zanjó sus diferencias con el diputado republicano Rodrigo Soriano en un duelo a espada en el que actuó como testigo el general Queipo de Llano. Con anterioridad el republicano ya se había retado, entre otros, con el general Weyler y con Blasco Ibáñez. Cuentan también que Indalecio Prieto se abalanzó, pistola en mano, sobre un diputado de la CEDA que previamente había propinado un puñetazo a uno de sus camaradas. Mal de muchos... ¿Queremos ser un ejemplo más de los males que aquejan al sistema o es nuestra obligación intentar subsanarlos?
Soy consciente de que el nivel de deterioro de nuestra actividad parlamentaria está lejos de los casos que con anterioridad he reseñado. Cierto, pero convendrán conmigo en que a lo largo de los últimos años la crispación ha aumentado y el insulto, o la tergiversación deliberada de los hechos, se ha instalado en la política española. Si esta atmósfera viciada se enquista en nuestras instituciones habremos fracasado como demócratas. Y, lo más preocupante de todo ello, será haber dado argumentos de peso a los cercenadores de libertades.