Hay señorías que tienen poder; otras, no. Cuando se forma parte de un Gobierno se detenta la autoridad que convierte el lenguaje premeditado en una suerte de dominación simbólica, y con ese fin se pueden lanzar calificativos despectivos sobre los contrarios. Ya lo advirtió Michel Foucault, los discursos que se imponen desde el poder son coerciones constantes que pretenden condicionar procesos más que resultados.
Desde hace años, pero sobre todo durante la actual legislatura, el Congreso de los Diputados se ha convertido, en ocasiones, en un escenario que raya lo grotesco o carnavalesco, en tanto que no parece representar a la ciudadanía, sino su revés: la masa vocinglera y chulesca que no respeta al adversario. Cuando sus señorías emplean, una y otra vez y de manera muy simplista, determinados términos como fascistas, comunistas, golpistas, filoetarras…, la sede la soberanía nacional queda descalificada.
La actitud censora de la presidencia de la Cámara, con el argumento de la falta de ejemplaridad y la necesaria convivencia, no parece ser la solución si, además, se ejecuta de manera parcial. El uso reiterado de esos términos es una prueba fehaciente del desprecio que muchos diputados sienten, en primer lugar, por dicha autoridad, nada menos que por prelación la tercera del Estado. Y, en segundo lugar, sus señorías al utilizar con tanta insistencia dichos vocablos descalificatorios optan por abandonar cualquier atisbo de inteligencia o, como mínimo, de sentido común.
Todo apunta, sin embargo, a que ese abusivo recurso a la palabrería insolente y simplista es consciente. Recuerda la dureza de expresiones que, siglos atrás, era tan frecuente en sermones y escritos de predicadores y teólogos. Ese uso de la imprecación constante ha mutado, como entonces, en una competición de términos de desacreditación superlativa.
Este uso de improperios como armas arrojadizas con fuerte carácter despectivo y despreciativo generalizado tiene una consecuencia aún más grave: la palabra crea sospecha. Aquel a quien se señala como fascista, comunista, filoetarra… se le aplica la presunción de culpabilidad. Todos quedan marcados a ojos de la ciudadanía y, por tanto, inhabilitados de facto como representantes para una parte del electorado.
Las tensiones, acusaciones e insultos que se vivieron en las últimas Cortes de la Segunda República son un buen ejemplo sobre cómo una democracia puede perder su legitimidad en muy poco tiempo. Solo un pacto de Estado entre los principales partidos actuales puede frenar esta degeneración de la convivencia parlamentaria. En este bucle autoritario en el que los diputados parecen instalados solo sonríen como hienas los fascistas, comunistas y filoetarras –de haberlos entre nuestras señorías—. De la degradación de la convivencia al triunfo electoral de esos ultras solo hay un paso, porque cuando los insultos políticos descalificatorios entran por la puerta, la democracia corre riesgo de saltar por la ventana. Un peligroso cambio que se normaliza porque se considera parte de un proceso, no como un resultado.
No todo está justificado para alcanzar y ejercer el poder, ni siquiera el uso desvergonzado de palabras con un significado intencionado. Esta deriva autoritaria de la semántica la resumió muy bien Lewis Carroll en su Alicia a través del espejo: “Cuando yo uso una palabra –espetó Humpty Dumpty en tono bastante despectivo— significa lo que yo quiero que signifique… ni más ni menos. La cuestión es –observó Alicia— si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión es quien tiene el poder –respondió Humpty Dumpty—; y punto”.