No figura en la agenda política inmediata, pero es uno de los grandes problemas sociales de España. La OCDE hizo público hace una semana un informe que desvela que un tercio de los jóvenes entre 25 y 34 años --el concepto juventud se extiende hasta el infinito en un mundo que deja morir a sus viejos y considera un mérito la adolescencia perpetua-- carecen del título de bachillerato o de cualquier equivalente profesional. El diagnóstico establece una obvia vinculación (negativa) entre esta ausencia de formación y la dificultad para trabajar. En una era donde la idea misma de empleo --una ocupación estable que permita sobrevivir-- ha pasado a la historia, este diagnóstico no es que no sea bueno. Es que es un augurio fatal.
Los optimistas (institucionales) nos explican que debemos valorar el elemento positivo que existe en cualquier estadística: la diacronía. Hace diez años el porcentaje de jóvenes (maduros) carentes de estudios era todavía superior, alcanzando el 35%. Vano consuelo para imbéciles, porque el número de jóvenes sin formación en los 38 países que forman parte de esta asociación no sobrepasa el 14%. En España tenemos el doble de ninis, un indicador de los problemas del presente y anuncio de los conflictos sociales del futuro más cercano.
No se trata, en todo caso, de un mal contemporáneo. En la antigua Atenas los filósofos censuraban el insoportable egoísmo de muchos de sus jóvenes que, habiendo alcanzado la edad necesaria de trabajar, no lo hacían y tampoco agradecían a sus progenitores que cada día les pusieran por delante la comida o les dieran un techo. Un signo de las sociedades ricas es la prolongación casi vitalicia de las redes de apoyo familiar, cosa que también sucede en las culturas que profesan devoción a la institución de la propia sangre, donde los hijos, incluso aquellos que se han emancipado y cuentan con recursos, disfrutan del padrinazgo paternal, especialmente en los hogares con un nivel de renta alto, hasta la madurez más tardía.
La formación en nuestro país tiene un perfil bifronte: muchos jóvenes que estudian no encuentran trabajo --uno de nuestros males perpetuos es la sobrecualificación de las generaciones que accedieron a la universidad a comienzos de los noventa-- mientras otros no lo tienen y no lo tendrán nunca por sus carencias formativas. La educación pública, pese a reducir el analfabetismo que nos acompaña desde el XIX, no ha revertido la situación. El punto de partida era, por decirlo de algún modo, tercermundista.
En las últimas cuatro décadas en España se ha consumado también un cambio social cuyos signos más obscenos son el desprecio de la cultura, ignorada o convertida en un mero escaparate social, y el mediocre número de lectores en comparación con el contexto europeo. En los albores de la Transición, con la democracia todavía en pañales, la mayoría de la sociedad española aún pensaba que la formación era una herramienta para alcanzar la prosperidad.
A medida que lo conseguía, aunque fuera de forma efímera, como demostró la crisis de 2008, la cultura fue perdiendo trascendencia, salvo en su variante subvencionada y frívola. Para los nuevos ricos continúa siendo un aderezo de su fortuna económica. Algunos dejaron de comprar enciclopedias por entregas para adquirir bibliotecas enteras, cuadros y productoras. Sus niños bien acudían a Nueva York a estudiar cine de arte y vanguardia. Todos querían ser artistas, pero sin asumir que el camino exige un esfuerzo y una capacidad que nunca comprará el dinero de papá y mamá.
Lo asombroso es que, mientras este vaciamiento cultural acontecía, el paradigma digital ha hecho infinitamente más accesible (y más barato que nunca) las obras culturales. Estos días oímos a muchos docentes decir que, fascinados por los espejismos de la pantallas, en las aulas ha menguado hasta desaparecer la capacidad para comprender textos escritos y escribir con corrección, no digamos ya con solvencia. Todo se ha hecho mal, aunque los pedagogos insistan en que el modelo educativo tradicional era una fábrica de frustraciones y los colegios debían ser espacios de felicidad cósmica.
La educación primaria, debido a los caprichosos y constantes cambios legislativos, es ahora una platea de sucesivos adoctrinamientos (de un signo y del contrario) mientras las tasas de fracaso escolar se maquillan con órdenes administrativas que decretan un aprobado general. La devastación cultural se percibe incluso entre las nuevas generaciones de políticos: aquellos que venían de la noche más oscura del franquismo, especialmente desde los ámbitos de la izquierda, concebían la cultura como algo sagrado. Sus herederos, nacidos en la era de abundancia, han recortado el gasto público por alumno --gastamos 1.300 euros menos que la media de la OCDE--, desprecian las Humanidades y desconocen el valor del mérito y el esfuerzo.
Se ve si analizamos la evolución de la lectura en los últimos tiempos. Si nos creemos lo que dicen las encuestas, el 61% de los españoles lee al menos un libro al año, aunque el 39% restante no lo haga ni piense hacerlo. De nuevo encontramos una España dual: las mujeres leen mucho más que los hombres y quienes tienen formación y recursos lo hacen con mayor intensidad. Éste es el mercado potencial del sector editorial, que parece haber resistido la competencia digital. La incógnita es durante cuánto tiempo más podrá hacerlo.
Los sellos editoriales, separados por el inmenso abismo que va desde los grandes trust a las iniciativas independientes, muchas de ellas empresas unipersonales, invierten poquísimo en comparación con cualquier otro sector económico --incluida la prensa-- en su producto: el libro. El sector mueve en España un negocio de 2.576 millones de euros. ¿Cuántos recursos propios destinan a los autores? Apenas 217 millones de euros. Un mísero 8,4%. La cifra, siendo baja, es asombrosamente superior a hace 15 años, cuando los tiempos eran de bonanza y el 93% de la facturación era el monopolio de editores, distribuidores y libreros. Para los escritores, convertidos en galeotes perpetuos, la ganancia potencial no pasaba de un 6,3%.
Así que no se entiende qué va a celebrar la literatura oficial en la inminente Feria de Frankfurt. En España se lee mucho menos que en Europa, pero este inquietante ocaso de la lectura y el deterioro de la cultura no obedece exclusivamente a este factor. Responde a la acción combinada de parte de sus actores institucionales y a la valoración social de las Humanidades. Para muchos alumnos con más de 12 años leer ha pasado de ser una actividad habitual a un ejercicio de arqueología. En este cambio tiene que ver la emergencia de la cultura digital, que da preferencia a lo audiovisual y relega a la letra impresa. El libro ya no es visto como un tesoro maravilloso; ahora es un objeto decorativo y una reliquia del pasado.
Tenemos una industria editorial sustentada en las falsas apariencias, que hace mucho tiempo renunció a calibrar la verdadera influencia cultural de lo que publica, que confunde la literatura con las últimas tendencias sociológicas (siempre cambiantes), que confía en que las plataformas digitales pueden reemplazar al análisis crítico y que está convencida de que si encumbra a autores impúberes acercará la lectura a los jóvenes.
Los datos, sin embargo, nos dicen que los niños leen más que en toda nuestra historia, mientras los adolescentes lo hacen menos que nunca. Ni las ferias ni las campañas van a modificar la idea que enjuicia a la lectura como una actividad inútil o sospechosa. Lo único que puede cambiarla es que los adolescentes tengan libros en casa, que vean a sus padres leerlos y adquieran la capacidad de descubrir ese animal mitológico en vías de extinción que es un libro, puerta del conocimiento y el último refugio de la libertad de pensamiento. Los antiguos juguetes de los niños que siempre estuvimos solos.