“Las mujeres son las que más sufren en cualquier conflicto bélico”, ha declarado la ministra Irene Montero y, horas después, remarcó el “más” Ángela Rodríguez, su secretaria de Estado. Durante el 8M se ha repetido, no sin razón, que la mujer es triple víctima en las guerras: mueren, pierden y son violadas. Algunas han subrayado el “más” como exclusivo y diferenciador, otros y otras han eludido emplear ese adverbio comparativo y han preferido la inclusión, sin distinción de género.

Escena cotidiana: 14.30 horas, comedor universitario, un grupo de cinco estudiantes, todos varones, se sientan con su bandeja. Acaban de salir de clases, y el primero pregunta al resto por las declaraciones de Irene Montero. Los comentarios se suceden con argumentos extraídos de las redes: el 80-90% de las víctimas en las guerras son hombres, cómo es posible que una mujer sin un mínimo de conocimiento histórico sea ministra...

A continuación, pasan al debate de las etiquetas: soy feminista pero no hembrista; no soy feminista, soy humanista... Comentan las innumerables charlas sobre feminismo y violencia de género que recibieron en sus años de instituto, y cómo poco a poco las compañeras los fueron señalando como machistas si discrepaban en algún detalle o si no coincidían de pleno con el discurso impartido.

Los puntos de vista se retroalimentan y, el primero sugiere que no es de derechas, pero que estas políticas excluyentes le cabrean mucho, y que en las próximas elecciones votará a Vox para tocar a las feministas el imperativo categórico del bajo vientre. El resto asiente y concluye con un sonoro: “Síiiii tío, yo también”.

¿Qué está fallando en la educación? Son muchos los factores que interaccionan y generan un efecto contrario al objetivo del feminismo. Los jóvenes asumen la igualdad, pero consumen de manera habitual música con letras que sexualizan, con violencia y como seres pasivos, a las mujeres. Las denuncias por acoso van en aumento. ¿Se está extendiendo una nueva forma de lucha de géneros?

Declaraciones como las realizadas por la ministra no ayudan nada al inexcusable e imperioso objetivo de la igualdad, al contrario, fomentan el enfrentamiento y la desinformación. Quizás no sólo haya que transmitir valores, sino también conocimiento. En el contexto bélico actual, un modo de aunar voluntades y generar solidaridad es precisamente la transferencia de información sobre el brutal impacto de las guerras en los seres humanos, con detalle, pero sin manipular diferencias por género.

La escritora bielorrusa Svetlana Alexievich, Premio Nobel en 2015, reconoció en su primer libro (La Guerra no tiene rostro de mujer) la participación femenina en igualdad de condiciones y exigencias en el ejército soviético durante la Segunda Guerra Mundial. La paradoja de estas vencedoras fue que en el frente fueron tratadas como iguales en relación con los hombres, y “después tuvieron que luchar en otra guerra”, la cotidiana, con un rol inferior y ocultando su pasado militar, mal visto porque podían ser calificadas como prostitutas por esa participación. Una francotiradora confesaba en una entrevista que, si “antes había tenido miedo a la muerte, ahora temía a la vida”. Ni épica ni gloria femenina por el triunfo: machismo comunista en estado puro.

Margaret Macmillan, en su magnífico ensayo titulado La guerra: cómo nos han narrado los conflictos (2021), dedica numerosas páginas a las víctimas, combatientes y civiles, que “pagan un alto precio por la derrota, en forma de hambre, muerte, violaciones, esclavitud, trabajos forzados o deportaciones en masa”. Al tratar sobre las violaciones de mujeres (guerra de Bosnia; ocupación soviética de Alemania...) subraya que, además de vivir con las heridas físicas y psicológicas, “deben de cargar con el estigma en su propia comunidad”. Es decir, los vencidos y las vencidas suelen ejercer también de vencedores con sus esposas o vecinas violadas. El caso de la Francia liberada es paradigmático: “A las mujeres que habían tenido relaciones con alemanes se les afeitaba la cabeza en público”.

Las cifras de muertos civiles en las guerras totales del siglo XX oscilan entre los 50 y 80 millones. Sólo en el saqueo que hicieron los japoneses de Nankín en 1937 mataron a unos 300.00 chinos y violaron a 20.000. En muchos de nuestros conflictos pasados, como reconoce Macmillan, las primeras víctimas no son los combatientes, sino los niños, los ancianos y los pobres.

Afirmó Tucídides, con toda crudeza, que en las guerras “los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben”. Lamentablemente, la brutalidad bélica de la democrática Atenas continua muy vigente en pleno siglo XXI. Y sigue siendo cierto que cuando la atrocidad entra por la puerta, nadie, ni siquiera el género, puede saltar con éxito por la ventana.