Nuestros representantes han convertido las sesiones de control al Gobierno en un pabellón de deportes bullanguero, en una plaza de toros con sillas en el ruedo o un vistalegren multicolor y huero. El guion de los miércoles es siempre el mismo: el líder de la formación correspondiente sube al estrado y lanza una soflama mitinera, le responde el presidente del Gobierno lo que le apetece, interviene desde el estrado el diputado anterior reiterando la pregunta no respondida o acumulando más cuestiones, y el presidente tiene la última palabra para decir lo que le viene en gana. Lamentable.
Como muchas de esas actuaciones se realizan con unas notas y las respuestas se improvisan, las intervenciones ponen al descubierto las pésimas retórica y oratoria de sus señorías. La última aportación de Pablo Casado resume muy bien el nivel del parlamentarismo actual. La conocida expresión sanchista ¿qué coño tiene que pasar para…? ha sido el último hit del líder de la oposición conservadora, y se suma a los reiterados y cansinos calificativos de fachas que emplean los ultras periféricos para dirigirse al Estado, al PP, Cs, Vox o a cualquier humano que dice ser español. Esta ramplona terminología no suena bien en el debate público. Estamos a un paso de que el infantil caca, culo, pis pase a los anales del parlamentarismo como la principal aportación de sus señorías en esta legislatura.
Es difícil cuestionar que, cada miércoles, las sesiones de control ponen en evidencia la incapacidad parlamentaria del presidente del Gobierno para contestar preguntas no registradas. Puede que exista un pacto no escrito por el cual si la oposición cambia dichas preguntas, el presidente y sus ministros tienen vía libre para responder lo que les sale de los imperativos categóricos de la entrepierna o del bajo vientre. Hasta la prometedora y vaticana Yolanda Díaz ha entrado en este juego, leyendo el programa electoral y “antilaboral” de Vox para no contestar a Macarena Olona lo que le había preguntado sobre los impagos de los ERTE.
Sin respuestas, las sesiones de control no sirven para nada, ni siquiera para la opinión pública que contempla día a día cómo se va deteriorando la imagen del Congreso. La pérdida de credibilidad de los representantes comienza a ser algo más que preocupante. El hartazgo es generalizado ante el tono y la falta de respeto a los votantes. La frustración democrática va en aumento y los principales responsables son, paradójicamente, los que viven en exclusiva del ejercicio de la política.
Las sesiones de control han de ser tensas, dialécticas, atractivas e instructivas. Si el registro previo de las preguntas no se cumple, anúlese. La oposición ha de hacer valer la sorpresa bien hilvanada y argumentada, nunca se han de acumular acusaciones, y menos aún si son inconexas. Respétese que el presidente y los ministros tienen ventaja, porque manejan la mejor información y porque tienen la última palabra sin derecho a réplica. Si aún con este beneficio previo son incapaces de responder, cállense y asuman la lección, pero no conviertan las sesiones en debates bizantinos o en sesiones de control a la oposición.
A fines de 1902, durante sus últimos días como presidente del Gobierno, el octogenario y algo más que cansado Práxedes Mateo Sagasta tuvo que escuchar a un diputado republicano que, con una oratoria magnífica, pronunció un discurso cargado de violencia contra la monarquía y sus defensores. Toda la bancada gubernamental estaba temblando. Sagasta se levantó balbuciente, no era ni sombra de aquel gran orador que había sido, y aún así respondió: “Las palabras que acaba de pronunciar su señoría son de tal gravedad y atacan de tal suerte instituciones y personas, que la Constitución y el respeto hacen inviolables, que he resuelto imponerle una sanción: no contestarle”. Y se sentó. Todos asintieron que era el mejor discurso que Sagasta había pronunciado en su vida. En sede parlamentaria la palabra no es lo único más preciado, cuando no hay respuesta el silencio también.