Si para algo ha servido la crisis final de la presidencia de Trump es para prestar especial atención al control de los votos emitidos. Ya sabemos que el sistema electoral de EEUU es peculiar, por su estructura federal. Los estados marcan la pauta y en su inmensa mayoría los electores que han de designar al presidente se corresponden con los del partido que ha conseguido la mitad más uno de todos los votos emitidos. No existe proporcionalidad, es un sistema mayoritario global que no abarca solo a un distrito, sino a todo el estado. Es un ejemplo de norma electoral mayoritaria que predomina en el Reino Unido. Tiene sus ventajas, según algunos, analistas puesto que sirve para delimitar las dos principales opciones políticas y facilita la gobernabilidad, aunque en ocasiones el voto popular no se corresponde con el gobierno elegido, como ocurrió con Hilary Clinton, quien sacó más de dos millones de votos globales (48,17%) que Trump (46,15%) en 2016, y en esta última de 2020 Trump obtuvo 74 millones de sufragios superando la proporción de la primera (46, 91%) frente a los 81 de Biden, (51,38%) con una población de 328.239.523 de habitantes y 231.884.208 inscritos. Hubiera podido ser reelegido si estados como Pensilvania o Georgia hubieran inclinado la balanza hacia el actual mandatario donde la diferencia de votos no sobrepasó los 50.000.
En cambio, en la mayoría de los países europeos existen fórmulas proporcionales que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, han ido corrigiéndose. Italia llegó a tener una proporcionalidad muy alta, lo que provocaba un parlamento muy atomizado. Francia lo modificó implantando las dos vueltas y Alemania estableció unos parlamentarios elegidos globalmente por todos los alemanes --como ocurre en las elecciones al Parlamento europeo-- y otros de acuerdo con lo votado en los Länder. Recuerdo que Martín Toval explicaba en el grupo parlamentario socialista como no existe ningún sistema electoral perfecto y que todos ellos eran discutidos por quien no conseguía gobernar y proponían alternativas. Pero, elijamos un modelo u otro, en general refleja, con todas las precauciones teóricas, el sentir mayoritario de una sociedad. De hecho, cuando se produce un cambio significativo en el aumento de votos para aquellos que antes lo habían criticado, su reivindicación pasa a un segundo término. En EEUU, en las elecciones de 1992, se presentaron tres candidatos cuando se enfrentaron Bill Clinton por los demócratas y George Bush por los republicanos junto a Ross Perot, un empresario texano que por libre compitió con la misma base electoral de Bush padre --quien había incumplido durante su mandato su promesa de rebajar impuestos. Perot obtuvo más de 19 millones de votos, el 18,91%, pero sin conseguir la mayoría en ningún estado, lo que permitió que Clinton fuera el candidato mayoritario en muchos estados. De un total de 255.407.000 estadounidenses se habían inscrito 189.044.000, pero votaron 103.758.133, el 55.2%; en 2020 votaron 158.219.978, un 66,7 % del global electoral. La población total oficial de EEUU entre 1992 y 2020, en 28 años, había crecido en 72.832.523 habitantes, es decir, una media del 0,9% anual, y la diferencia de los inscritos entre ambas fechas era de 42.840.208. La proporción de inmigrantes entre 1990 y 2019 había pasado del 9% al 15%, sin contar los más de 10 millones de ilegales que no cuentan con un respaldo estadístico oficial. En total existen unos 50 millones de inmigrantes.
A partir de los años 90 las tendencias electorales de algunos estados se prefiguraron hasta la actualidad, y así el voto demócrata predomina en la costa del Pacífico, con California como abanderado, mientras que, en los estados del Centro, “el profundo Oeste”, hay una mayoría de votos republicano. En la costa atlántica se da una mayor pluralidad en uno u otro sentido. El aumento de la población se sustentaba en una emigración creciente, de Sudamérica, principalmente, Asia, África y en menor medida de Europa. Fue un tiempo en que crecieron las teorías de que la población tradicional blanca iría disminuyendo con respecto a otras etnias, alterando el hábitat cultural predominante de EEUU. Es lo que Samuel P. Huntington describió después, en una de sus obras clásicas más famosa, El choque de las Civilizaciones, y también en ¿Quiénes somos? donde analiza las características de la identidad estadounidense.
La emigración, desde hace ya al menos una decena de años se concebía como algo negativo incluso desde en sectores de la izquierda intelectual estadounidense, al contrario que en Europa donde los partidos de izquierdas o los sindicatos hasta hace poco han defendido el derecho a emigrar. El profesor de Harvard, George J. Borjas, hijo de exiliados cubanos, consideraba en 2008, en su libro publicado en catalán A les portes del cel, que la emigración beneficia a los ricos y clase media alta y perjudica a los sectores sociales menos favorecidos. Apuntaba que para paliar el déficit de mano de obra barata y de trabajos desechados por la población autóctona los japoneses invertían en la robótica.
El tema central es la emigración por cuanto se la considera el elemento esencial de la desestabilización de lo que se estima tradicional en la composición etnológica y cultural. Y eso no es de ahora. Aquí expulsamos a los judíos y a los moriscos en pos de una unidad religiosa que se convirtió en étnica. La asimilación y el multiculturalismo tiene problemas de convivencia no resueltos, como ocurre en Francia o en Bosnia con la población musulmana de origen turco. Junto a la globalización económica, la competencia comercial y la deslocalización, Trump consiguió articular el miedo a la pérdida de lo que consideraba la identidad “natural” norteamericana y para ello no entró en ningún debate intelectual, porque en ese caso el debate estaba perdido, sobre las ideas base de una población que en general entiende que en teoría no deben existir diferencias, siguiendo la parte de la Ilustración que desembocó en la Independencia y la Revolución Francesa. El predominio blanco no se defiende mayoritariamente por una superioridad racista como en los años 30 sino por el derecho histórico de conquista. Pero, como siempre, el problema se presenta cuando la realidad se enfrenta con las ideas.