Una de las desgracias de esta pandemia es que carece de dimensión trágica, apenas es capaz de generar alguna mitología, aparte de la de los abnegados médicos y enfermeros robando horas al sueño y exponiéndose al contagio. En esta “guerra” estamos encogidos, retráctiles, pasivos y obedientes, y no hay lírica. El tipo libertario que se sale de las filas, el que se rebela contra la autoridad, aquí no hace figura de héroe sino de imbécil. (Véase Los exentos). En esta circunstancia no es fácil generar ninguna mitología que dignifique nuestra desairada situación. Ningún relato de grandeza o de heroísmo que pueda servir como placebo consolador o para contar a nuestros nietos, en caso de tenerlos o esperarlos. ¿Y qué les vas a decir? “Fue terrible, tuve que quedarme todo el día en casa. Y luego, ir a todas partes con mascarilla. ¡Y venga lavarme las manos! Y… ah, sí, también me arruiné.”? Te responderá el nietecito: “¡Puá!”
Para darle cierta dimensión legendaria a esta triste pandemia yo modestamente sugiero potenciar la figura del “supercontagiador”, del que inexplicablemente se habla poco, aunque es característico del coronavirus y presenta interesantes resonancias literarias, dentro del género del “terror”.
La más famosa supercontagiadora hasta la fecha se remonta al mes de febrero: es la llamada “paciente 31”, una beata de 61 años de una ciudad de Corea del Sur, perteneciente a la secta cristiana Shincheonji, que continuó haciendo vida normal, o sea asistiendo a misas, bodas y funerales y visitando a enfermos en dos hospitales, pese a que presentaba síntomas de la enfermedad y fiebre alta.
Hubo, mediado el verano, un supercontagiador en una planta cárnica de Gütersloh (oeste de Alemania) que diseminó la enfermedad nada menos que entre 2.100 personas. Parece que era un trabajador de origen rumano, lo cual está muy bien porque le da al caso cierta resonancia carpática, draculina.
El mes pasado, en Garmisch-Partenkirchen, una idílica localidad turística bávara a los pies de los Alpes, una estadounidense de 26 años llamada Yasmin A. que tenía síntomas de la enfermedad, en vez de respetar la cuarentena fue a trabajar al hotel que la empleaba, y luego salió de fiesta por las discotecas: infectó a medio pueblo, que ahora está sumido en el miedo.
Por norma general, según el perfil médico-sociológico que se ha dibujado, el supercontagiador no suele ser una persona adusta, solitaria y hogareña, cuyo potencial contagioso se queda estéril por falta de contacto, sino al contrario, una persona extrovertida, expansiva, que se relaciona con mucha gente, que le gusta “ir a los sitios” y hablar con todo el mundo. Asiste a ceremonias multitudinarias, a banquetes, a fiestas. Va con la sonrisa por delante, aunque a lo mejor por dentro arda de fiebre. Perfiles como este en España tenemos muchísimos, y seguro que aquí tenemos tantos supercontagiadores como en Alemania o Corea, por lo menos, si no más. Pero como tecnológicamente vamos retrasados, pues no se ha identificado a ninguno en concreto. Es una lástima.
En muchos casos, lo curioso del supercontagiador es que sabe, o los síntomas le hacen sospechar, que está infectado, pero eso no le frena en sus expansiones; al contrario, incluso parece que le impulsa a multiplicar febrilmente --nunca mejor dicho-- su actividad social. ¿Cómo se explica esto? Puede ser que el temor a permanecer solo luchando contra el virus le empuje a “compartirlo” con otros. Puede ser que quiera diseminarlo por un oscuro rencor a la humanidad. Puede ser que no quiera reconocer que está enfermo, creyendo supersticiosamente que si no lo admite y sigue comportándose alegremente, no lo estará.
Veo al supercontagiador como al “hombre de la multitud” en el famoso cuento. El narrador, o sea Edgar Allan Poe, seguía por la calle a un hombre intrigante que parecía ir sin rumbo fijo, hasta que al final comprende que aquel hombre va siempre en pos de las multitudes, para mezclarse con ellas. Cuando la calle está a rebosar, el hombre parece diligente, animoso, pimpante. Cuando la gente se dispersa y desaparece, por ejemplo a la hora de comer, y las calles quedan vacías, aquel extraño “hombre de la multitud” demora el paso, parece perder vitalidad, parece encoger... hasta que llega a alguna avenida concurrida, o llega la hora en que abren los teatros, y entonces alarga el paso, apresurándose a sumarse a los flujos de la gente. Es un personaje inquietante, ominoso. No cabe duda de que el genio visionario de Poe inventó en ese cuento al primer supercontagiador.