Cuando la consellera de cultura sostiene que en TV3 se habla demasiado en castellano, el dogma nacionalista del monolingüismo catalán de nuevo viene a agravar las muchas incertidumbres que vive Cataluña. ¿Sería ilusorio esperar que los grupos en ciernes que optan a cubrir el espacio centrista del catalanismo reconozcan de una vez que la sociedad catalana es bilingüe y que ya es hora de adaptar toda normativa a esa realidad?

La consellera es una virtuosa firmante del manifiesto Koiné y, por eso, su política consiste en ignorar que, junto al catalán, el castellano es lengua oficial de Cataluña. Eso va más allá de negar que para la mitad de la ciudadanía catalana la lengua propia –la de todos los días- es el castellano. Por el contrario, es una falacia muy tosca dar por supuesto que reconocer la realidad bilingüe disminuye la capacidad del catalán como lengua de uso social y como lengua de cultura. Es una cuestión de derechos, de una parte, y también la confluencia de dos vitalidades lingüísticas que son parte indistinta de la cultura de Cataluña, desde hace más de cinco siglos aunque, según los firmantes del manifiesto Koiné, el castellano entró en Cataluña con las tropas de Franco.

El monolingüismo es una entelequia corruptiva y una estrategia sin sustento de inteligencia porque de lo que se trata es de seducir y no de normativizar. La tesis monolingüista es el búnker. Quien pretenda formular un catalanismo renovado difícilmente acertará si no entra en rectificaciones y matices que pongan fin a las políticas divisivas y negativistas. Una cosa es proteger según derecho una lengua con la dimensión demográfica que tiene el catalán y otra muy distinta es que, con las políticas intervencionistas del pujolismo, se iniciase la construcción imaginaria de una Cataluña en la que el castellano sería residual.

Los problemas sanitarios acuciantes, el impacto económico de la crisis pospandemia y un mapa político desquiciado no son como para dedicarse a postular el fundamentalismo de una hegemonía total de la lengua catalana en Cataluña. Más bien sería una oportunidad para armonizar la vigencia irrefutable de una sociedad bilingüe. Incluso es postulable que la cultura catalana, desprendiéndose de tanta prótesis, así recuperaría soltura creativa.

Quienes, del lado que sea, niegan las diferencias que existen entre el catalanismo clásico y el nacionalismo unilateralista pudieran ser los causantes de una división dramática entre las dos lenguas, con consecuencias sociales aún más irreparables que las actuales. Puede decirse que la actitud de la consellera de cultura y de quienes la comparten son la expresión de una Cataluña ultra que nunca ha existido y que es del todo improbable que vaya a existir. Los efectos reactivos son reconocibles. Parcelen Cataluña en comunidades lingüísticas y el populismo más retrógrado va aplaudir.