Recordemos lo elemental, que acostumbra a ser lo que antes se olvida. En democracia tan legítima es la oposición como el Gobierno, mientras sean constitucionales. Es más, ambos forman un todo democrático con un reparto de papeles intercambiables por el principio de la alternancia, que ya no es un “turno” decimonónico, sino la decisión de los ciudadanos.
El Gobierno debe abstenerse de impedir desde el poder gubernamental que la oposición le releve, y ésta debe prepararse con honestidad y transparencia como alternativa al Gobierno. Dos deberes que constituyen el eje en torno al cual gira la democracia política.
Hace un tiempo que en nuestra democracia española, por otra parte con un balance general notablemente exitoso, chirría la relación entre el Gobierno y la oposición. Los papeles no están bien ajustados, ni bien interpretados.
El Gobierno actual y los anteriores, del signo que fueran, flaquea y flaquearon al no escuchar suficientemente a la oposición, puesto que la democracia es siempre y a todos los niveles un “sistema de diálogos”. En descargo del Gobierno habría que señalar que a menudo la oposición no se presta al diálogo. Encima, en nuestro Estado autonómico la situación se complica por lo que es de facto un “sistema de oposiciones cruzadas”.
Los gobiernos autonómicos se forman por partidos políticos que pueden coincidir o no con los que sostienen al Gobierno. Cuando no coinciden, con demasiada frecuencia desde las Comunidades Autónomas y utilizando sus poderes se practica una oposición frontal al Gobierno de España y, si se tercia, se oponen entre ellos, como ocurre con el reparto de los 16.000 millones del “fondo Covid-19”. Destaca en esta multioposición la Generalitat de Cataluña presidida y gobernada por partidos independentistas; por definición, insolidarios, rompedores de cohesión e inútiles para el Estado.
No es esa la función de un gobierno autonómico. La suya es gobernar en el territorio de la Comunidad y en el marco de las competencias transferidas. Ninguna lo ampara para hacer de oposición al Gobierno; al utilizarlas con esta finalidad se produce una desviación de poderes y recursos, que vulnera el espíritu de la Constitución, o su misma letra como ha sido el caso extremo de la Generalitat de Cataluña, que obligó al Gobierno a aplicar el artículo 155.
Los partidos políticos como instrumento fundamental, pero no único, de la formación de la voluntad popular y de la participación política sirven principalmente a la oposición para “su oposición”. El Gobierno, como institución enmarcada en los límites constitucionales, en el ejercicio de sus funciones no debe recurrir al partido o partidos que lo sostienen parlamentariamente.
La oposición aprovecha su ventaja, también con demasiada frecuencia, de manera desleal y abusiva utilizando al partido como ariete para intentar demoler al Gobierno. Si además el líder del primer partido de la oposición --que es quien marca el tono opositor general-- añade una impronta de dura crispación al ejercicio de la oposición, entonces se produce una disfunción que lastra la gobernabilidad del país. Algo grave en circunstancias normales y extraordinariamente grave en la excepcionalidad actual.
Porque la gobernabilidad del país la aseguran tanto la acción del Gobierno como la acción de la oposición, que goza de la potestad de controlar al Gobierno en sede parlamentaria y, cuando difiera de sus políticas, viene obligada a presentar alternativas comprensibles y factibles. “Miente, “miente”, “miente”, no es un esbozo de alternativa, todo lo más es una apreciación personal pendiente de prueba.
El debate en el Congreso que precedió a la votación sobre la cuarta prórroga del “estado de alarma” ha sido un ejemplo mayúsculo de erosión gratuita del Gobierno por parte del primer partido de la oposición. Mucha pólvora en salvas, crispación al límite, ninguna alternativa a la propuesta del Gobierno y, finalmente, una abstención, que es la expresión de abandonar la necesaria responsabilidad en este momento delicado, cediendo a otros partidos de la oposición la decisión sobre la prórroga. Con lo que ha desvalorizado su condición de alternativa.
Más que la deslealtad de las oposiciones de Gobiernos autonómicos y partidos en la oposición, --deslealtad de una extendida aceptación acrítica-- lo realmente disruptivo es la “inutilidad” de sus acciones, que no aportan gobernabilidad, son un peso muerto o, peor aún, un frívolo juego de zancadillas a la gobernabilidad.
Incidía Giovanni Sartori, lúcido analista de la democracia, que “la oposición es un órgano de la soberanía popular tan vital como el gobierno”. Con su inutilidad, la oposición traiciona a la soberanía popular que representa.
Si el control parlamentario al Gobierno compete a la oposición, el control de la oposición corresponde a los ciudadanos electores como sujetos de la soberanía popular. La madurez del votante resultará ser una garantía para el mejor funcionamiento de la democracia.