Van ustedes a disculparnos, queridos indígenas, si hoy nos ponemos ácidos, pero el ensayo general del desconfinamiento que tuvo lugar ayer, con los niños, nos induce a despedirnos definitivamente de la escasísima confianza que –lo reconocemos– teníamos en la condición humana y, más en concreto, en esa institución, nunca suficientemente elogiada, flor de bondades infinitas, que es la familia, clave de bóveda del sistema social que nos acoge a todos and all these stuff.
Lo decimos así, sin anestesia, porque la primera escapada tolerada –repárese en la rima natural– de la cárcel del hogar, ese hábitat donde uno aprende lo mejor y lo peor de la vida, ha sido un absoluto fracaso (en términos cívicos), aunque para la sentimentalidad a flor de piel de los progenitores –un equipo en el que no militamos– parezca un oasis tras más de cuarenta días de encierro durante los cuales muchos están engordando, una mayoría disfruta del insomnio y los realmente afortunados están conociendo las secretas maravillas de la misantropía, religión que nosotros ya profesábamos con indudable entusiasmo.
Quienes nos dedicamos a escribir estamos acostumbrados al confinamiento recurrente. Las licencias a esta regla (voluntaria) suelen ser hedonistas o tóxicas. Dependiendo del día. Suponemos que muchos hogares españoles deben estar hoy muy felices tras disfrutar de lo que en Sicilia se conoce como la passiata, pero el problema es que han dejado el oasis sin una gota de agua, condenándonos a los que no tenemos ni perro ni tampoco niños a padecer una sed infinita.
Vaya por delante que lo que más nos inquietaba de la pandemia no era el confinamiento en sí mismo, sino el hecho de que todo el mundo se pusiera a hacer lo mismo que nosotros: quedarse en casa y limitar los contactos sociales –esa molestia– a los estrictos canales digitales. Lo admitimos: no estamos cómodos en el lado de la mayoría. Nuestro lema existencial es el de Ignatius J. Reilly, el personaje de La conjura de los necios, la novela de John Kennedy Toole: “Sólo me relaciono con mis iguales, pero como no tengo iguales no me relaciono con nadie”. Silvio Melgarejo, el gran rockero sevillano, lo expresó de forma más certera: “Todo el mundo va a lo suyo, menos yo, que voy a lo mío”. Pues eso.
Obviamente, se trata de una elección personal. Nadie debería emularnos. Por otro lado, nos gusta seguir siendo originales. Quizás por eso creímos ver un rayo de esperanza cuando Pedro I, El Insomne, en su habitual mensaje semanal, anunció que la operación desescalada comenzaría con los niños (y sus padres). ¡Por fin íbamos a volver a ser los bichos raros que, frente a la gente de orden, siempre elegimos la dirección prohibida! Quiá. Visto el resultado del experimento, que ha llenado los parques y las calles de familias que, en lugar de ejercer con responsabilidad la libertad recobrada, se han tomado el régimen abierto como una verbena, nos tememos que pronto llegará el desconfinamiento interruptus.
El Gobierno tendrá que volver a encerrarnos ante el riesgo de que los contagios se disparen. Básicamente porque una familia –de cualquier tipo– tiende a pensar que, por hecho de ser el núcleo social básico, no debe rendir cuentas ante nadie. Y mucho menos a los apocalípticos hemos elegido la soledad voluntaria frente al hermoso proyecto comunal que consiste en vivir juntos y, cuando pisas la calle con la prole, reproducir ante los demás la vida (no siempre edificante) que acontece en tu hogar. Ya se sabe: de cerca, cualquier existencia es una lástima. No hay regla más universal.
No queremos decir con esto –líbrenos Dios, el Misericordioso– que el modelo familiar de las sociedades mediterráneas no pueda ser (en ciertos casos) una bendición, pero la experiencia propia y ajena nos vacunó hace décadas contra la cursilería de quienes ven en la conducta de las estirpes familiares un ejemplo ante los desastres. Lo resumiremos a la manera de Allen Ginsberg, el poeta beat: “He visto a las familias más ideales de mi generación destruidas por la impaciencia, la irresponsabilidad y la inconsciencia”.
Una familia-prototipo pueden ser el infierno en la Tierra. La urbanidad no siempre es su fuerte. Muchas aparcan el coche familiar en zonas prohibidas –o directamente encima de las aceras–, no acostumbran a respetar los pasos de cebra –un conductor siempre cree que su vehículo es el corcel de Amadís de Gaula–, están convencidas de que tener una segunda residencia es un derecho constitucional y piensan que sus hijos son dioses griegos. Comprendemos que el amor paterno es desinteresado y admirable, pues no siempre se corresponde con la devoción filial, pero de ahí a que se acepte lo que sucedió ayer en muchas ciudades dista un abismo. La responsabilidad social fue barrida del mapa por el borreguismo familiar, que interpretó la tímida apertura del confinamiento igual que las autonomías: como un menú a la carta. La libertad vigilada o es para todos o no es de ninguno. Disculpen ustedes la impertinencia. Enseguida se nos pasa.