El fascismo es la sociedad del espectáculo. El nacionalpopulismo catalán es el espectáculo en el corazón de la política, con escenas que se suceden y que nos inmovilizan; la última es la imagen de Puigdemont y sus defensores delante de la justicia en Bruselas, que aplaza la decisión sobre su inmunidad. El continuum procesal de Puigdemont y Junqueras es el proscenio que nos quiere convertir a todos en meros espectadores. En otra versión del mismo espectáculo, la calle se incendia o los comandos de Tsunami Democràtic rodean el Camp Nou para internacionalizar su protesta, en el Barça-Madrid de esta noche.
En la sociedad del espectáculo, el mensaje es paralelo al espectáculo en sí mismo; manda aunque no le prestemos atención. El último mensaje es económico y nos llega de la mano de la consultora Savills Aguirre Newman, que, en su informe anual, revela el éxito del año inmobiliario en Barcelona, con una inversión en oficinas que suma 1.700 millones de euros. El 2019 está marcado por grandes operaciones emblemáticas, como los 147 millones de la venta de la sede de Telefónica en Diagonal, pagados por el grupo filipino Emperador Properties; la nueva desinversión de Telefónica de 100 millones por su antigua sede en Portal de l’Àngel; la venta por parte de Iberdrola de la Torre Auditori por 98 millones de euros al grupo británico Aberdeen; la venta de Torre Tarragona por UBS al fondo Blackstone y la venta por parte de Axa de ocho edificios ocupados por la Generalitat por otros 100 millones. Y ante esta euforia desmedida, la conclusión era inevitable: la reacción social contra de la sentencia del procés no ha afectado al ritmo de la economía real.
¡Mentira! La vida ha sido sustituida por su imagen representada; el espectáculo es la imagen invertida de una sociedad en la cual las relaciones entre grupos de interés (lobbies) han suplantado las relaciones en el mercado minorista. Las grandes operaciones son capturas de fondos internacionales que compran edificios emblemáticos a precio rebajado (que nadie se engañe, con caídas de un 30% respecto a 2010) y ¡a tipos de interés negativos! Hasta aquí, la verdad, aunque los consultores vendan un espejismo.
Una aproximación más detallada nos da la imagen real de un mercado de edificios emblemático, que liquida sus existencias y cuya caza bajista ha permitido a la inversión internacional tomar posiciones estratégicas, pensando en que un día recuperará los precios históricos para superarlos ampliamente. El sector inmobiliario es el dinero que duerme el sueño de los justos y sin prisa. Primero compra y a continuación va superando barreras de precios, arrojando en silencio plusvalías tácitas, pero no actúa hasta llegado el momento. Esta situación de tránsito hincha contablemente la economía, pero no la enriquece. Las operaciones entre los grandes son transferencias contabilizadas en los balances de estas firmas, no dinero contante y sonante que volverá a los mercados y hará crecer el PIB.
Este mismo fenómeno ya ocurrió en la Alemania de la República de Weimar, cuando la economía germánica cayó en su propia trampa nominal: no aceptó su realidad, deslumbrada por la prolongación en el presente del brillo del pasado, que todavía mantenían las clases favorecidas; este sector calculaba su riqueza en propiedades invendibles, mientras vivía confortablemente de los altos empleos de los mánager, que estaban a punto de ser eliminados por la nacionalización de la industria, con la irrupción de los nazis.
Cuando el Reich dio el golpe de mano, la República de Weimar dormitaba en brazos de la autocomplacencia. Hace pocos días, el economista Thomas Piketty, profesor asociado de la Escuela de Economía de París, se sorprendió en Barcelona al comprobar que, entre las gentes del procés, abundan ciudadanos con rentas altas. Pero de su observación se desprende una falsedad. Porque la situación es otra: el soberanismo apoyado por algunos segmentos con más visibilidad que buenas rentas, nos dice que aquí no pasa nada, que la economía va bien y que la independencia es nuestra mejor salida. Por su parte, las altas rentas de verdad, las que desconoce Pikkety, han cumplido casi una década de silencio e incomodidad frente al procés.
Los alemanes que votaron a Hitler, nos recuerda el historiador Christopher Clark en Tiempo y poder (Galaxia Gutenberg), “no lo hicieron por el discurso milenarista del líder nazi, sino porque estaban furiosos por las consecuencias del Tratado de Versalles, que puso fin a la primera Gran Guerra y que solo favoreció a los aliados”. Aunque el discurso del fascismo sea mitológico, siempre se mueve sobre la casuística económica. El caso catalán ya es hoy un doble, a escala, de aquella Alemania de Weimar, anterior a Hitler. Nuestro Tratado de Versalles son el Estatut frustrado y el precario sistema de financiación autonómica. Y sobre esta frustración, el independentismo ha sembrado la espita de su afirmación republicana. Los mercados lo captan y cuando una multinacional adquiere parte del capital de una empresa catalana lo hace intercambiando acciones; incrementa su valor, amplía su consolidación contable, pero no aumenta la inversión. Como país industrializado, caemos lentamente, aunque los agregados no lo digan todavía. Caemos invisiblemente en términos de competitividad y de prestigio internacional. La complacencia es la muerte dulce de la acumulación bruta de capital.
Mientras nuestra economía vive de alucinaciones al estilo de Aguirre Newman, por muy selectiva que sea esta firma, la dirigencia política del soberanismo aprieta el paso en dirección a la confrontación con el resto de España. Además, la sociedad del espectáculo nos tiene reservadas unas cuantas sorpresas, que hoy desconocemos. Sabe que el tiempo asusta porque está hecho de saltos inesperados, de decisiones irreversibles (el Brexit lo demuestra) y de ocasiones, que nunca regresarán.
Weimar vive en el corazón de Cataluña; mientras, a su alrededor, el soberanismo teje una ideología autoritaria para que un día la gente se agarre a ella, como a un clavo ardiente.