Eduard Punset, economista, político y divulgador científico, que para regocijo de sus seguidores dejó una nutrida colección de frases ingeniosas, sostenía que las bacterias funcionan por consenso o se extinguen. Si aplicamos esta máxima al tablero político nacional obtendremos una conclusión exacta de lo que nos ocurre: España, sencillamente, no funciona. El país se encuentra paralizado en lo institucional –que nunca ha llegado a funcionar bien– por una crisis política que, a medida que pasa el tiempo y las elecciones se suceden, adquiere el aspecto de una profunda fractura que dejará cicatriz.
El síntoma más evidente de que no avanzamos es que no dejamos de votar lo mismo (a la fuerza). Hay quien piensa que nos encontramos en una encrucijada pavorosa: el desafío de los nacionalismos vasco y catalán, cuyas estrategias son distintas pero complementarias, profundiza en las heridas de la última crisis económica, transformada primero en social, y más tarde en política, con el avance de los populismos, gracias a la gasolina –incendiaria– suministrada por un bipartidismo que vendía como estabilidad el monopolio de la partitocracia.
La sentencia de los ERES en Andalucía, que ha condenado los últimos veinte años de absolutismo socialista en el Sur, de momento, es el colofón al diario acontecer de la corrupción moral que domina la agenda española, donde quienes meten miedo llevan décadas aprovechándose de los privilegios institucionales y los que prometen el paraíso en la Tierra dan pánico. Vivimos dentro de una tormenta perfecta: a la crisis política se suma la nueva crisis económica que se nos viene encima y cuyos signos nos auguran un escenario todavía peor si tenemos en cuenta que el crack de 2008, consumado en 2010 y convertido en tragedia colectiva en 2012, fue el verdadero big bang de este nuevo tiempo marcado por los extremismos.
En esta coyuntura hay quienes postulan –manifiesto mediante– la vuelta al consenso de la Transición, a la que le otorgan el mérito de haber logrado el instante de prosperidad más importante de nuestra historia. Es una forma, como otra cualquiera, de celebrarse a sí mismo y ahuyentar el miedo y la incertidumbre. O ambas cosas. Felipe González lo decía hace días en Buenos Aires: “España está abriendo su propia grieta”. Es cierto: vivimos estancados por una “política de bloques” en la que los discursos dominantes se sitúan en los extremos del espectro ideológico y los acuerdos resultan imposibles. Lo que nadie parece ser capaz de admitir a continuación es que la degeneración del sistema político del 78, que no es exactamente lo mismo que el marco constitucional, tiene sus raíces en la histórica generación política que protagonizó el tránsito de la dictadura a la democracia mediante una reforma que evitó la ruptura y cuyos sucesores, directamente, no dan la talla.
¿No fue el modelo autonómico una forma de dotar de mayor credibilidad un cambio acordado por las élites políticas de entonces? ¿No se instauró en ese momento la ley electoral que amplifica la representación de los nacionalismos, convirtiéndolos en árbitros de todos? ¿No fueron acaso los patriarcas de los dos grandes partidos –PP y PSOE– quienes avivaron, por omisión, los inquietantes proyectos de ingeniería social de los nacionalismos que nos han conducido a la coyuntura actual? Todas estas cuestiones, sumadas a la extensión territorial de la endémica corrupción de la política española, donde el modelo sociológico del siglo XIX pervive mediante nuevas máscaras, siguen presentes en nuestra vida pública.
Pareciera que no hemos salido de la política decimonónica del casino, donde el sectarismo era la trama única del teatro. Que la generación del bipartidismo alerte sobre la pérdida de la centralidad política es un hecho asombroso en un país donde, ni antes ni ahora, se han alcanzado ni respetado los consensos necesarios en materias tan importantes como el empleo, la educación o la sanidad. Un gobierno tras otro enmendaba al anterior, siguiendo el modelo del turnismo canovista, cuyo único punto común consistía en pactar el relevo entre los dos grandes competidores, sin alterar un sistema caciquil que alimentaba el aldeanismo mental.
Cuarenta años después, el resultado de las cegueras interesadas de socialistas y populares es la España fracturada en la que vivimos. El problema no es la pérdida del consenso. Es la ausencia de cualquier rastro de interés general –esa quimera– en un sistema político donde el populismo se ha vuelto transversal. Los bloques no nacieron ayer. Son de siempre. El pacto de la Transición sólo atenuó en el tiempo el viejo frentismo ibérico. El precio a pagar fue una tolerancia infinita con fuerzas políticas cuyo objetivo consiste en negar la viabilidad de España como proyecto común para sustituirlo por distopías identitarias (y patrimoniales) cuya idea de la democracia se basa en cuestionar la ley, en lugar de defenderla.
En paralelo, la brecha social crece: Europa acaba de anunciar que el paro en España no bajará del 12,8% hasta 2021 y que el sistema de pensiones es inviable. La deuda pública se ha situado por encima del 96% del PIB. La desaceleración económica empieza a notarse incluso en el sector inmobiliario y se traducirá, antes o después, en el ámbito financiero. La actividad empresarial vuelve a frenarse. Amplias capas sociales siguen pagando la factura de la cruenta devaluación interna de Rajoy mientras nuestros políticos se gastan en ocho años los 66.815 millones de euros del fondo de reserva de la Seguridad Social para, entre otras cosas, pagarle la extra a los funcionarios. El problema de España es, al mismo tiempo, simple y complejo. Nadie piensa en el mañana. Y nadie sabe cómo diablos exorcizarnos de nuestros demonios.