Cincuenta años después de que Mario Vargas Llosa publicara Conversación en la Catedral, ya podemos responder a la célebre pregunta de Zavalita: el Perú (léase España) se jodió anoche. El 10N, unas elecciones absolutamente innecesarias salvo para la ambición (fundida) del Ciudadano Sánchez, ese iluso aprendiz de estadista en prácticas, nos arroja una nueva foto del escenario político venidero en el que sobresalen dos fenómenos. Por un lado, la desaparición (definitiva) del denominado centro político, ese espacio difuso que desde la Transición se disputaron primero los conservadores de la UCD y, más tarde, de forma parcial, el PSOE del felipismo y el PP del aznarismo. El desastre electoral de Cs, que debería implicar la dimisión de su actual dirección, confirma el sepelio de este utópico punto de equilibrio –algo así como el Aleph de la política ibérica– y la irreparable balcanización del Congreso, que queda constituido como una galaxia de partidos en colisión –en muchos casos directa– con la Constitución.

Los liberales, en la historia política española, han tenido más influencia que relevancia o fortuna.  Y rara vez el poder. En este sentido, todo sigue igual. El hundimiento de Cs, tras su inexplicable viraje hacia la derecha, entierra cualquier esperanza de resurrección del liberalismo, que más bien se ha limitado a ser oportunismo. Lejos de construir un dique frente a los nacionalismos, Cs ha terminado consolidando a Vox, los chusqueros del nacionalismo a la española, que ya son la tercera fuerza política nacional y los verdaderos ganadores del 10N. Hay que ser además un ciego para pensar que el adelanto electoral, acariciado por los socialistas, les otorga algún tipo de victoria. Tienen menos escaños. Su mayoría es más débil. Sí: aún son la lista más votada y quizás podrán continuar (ya veremos cuánto tiempo) en la Moncloa, pero el coste de la operación es fatídico si lo medimos en términos de interés general.

Ni la exhumación de Franco, concebida por los socialistas como un elemento emocional para movilizar a su electorado, ni la “contención” en Cataluña han servido para que los socialistas obtengan lo que buscaban: una mayoría más holgada. El resultado electoral del 10N devuelve a Sánchez a la casilla de salida, no dejándole más opción –salvo un improbable acuerdo PSOE-PP– que pactar con Podemos (con quien pudo hacerlo en abril sin necesidad de desgastarse) y los nacionalistas vascos y catalanes. Todos sabemos cuál va a ser el precio de esta alianza: una propuesta inaceptable en términos legales, políticos y sociales. Un referéndum en Cataluña.

España queda así atrapada en un tiovivo parlamentario cuyo movimiento ha pasado de ser centrípeto a convertirse en centrífugo. No se trata de un cambio de eje, sino de la resistencia de éste ante la intensa tensión combinada entre recentralización (nacionalismo español) y secesión (nacionalistas vascos y catalanes). La victoria de Vox es consecuencia directa de la tibieza de los grandes partidos en Cataluña. Es una ley tan exacta como la de la gravedad: el nacionalismo sólo genera más nacionalismo. El populismo –de mayor o menor grado– contamina ya por completo el nuevo arco parlamentario, lo que augura una legislatura corta y marcada por el enfrentamiento entre estos distintos ismos. El cuadro es inquietante: los populismos –sean del signo que sean– no resuelven ningún problema. Más bien los agravan o los cronifican. Es justo lo que va a ocurrir.

Cabe preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí. Una primera conclusión de urgencia: nuestra partitocracia no se sostiene ni ampliando el número de actores. La segunda cae por su peso: el avance del extremismo político (que iguala a Vox con los independentistas) responde a la falta de credibilidad de los partidos constitucionales, que han jugado (por interés partidario) a la desestabilización desde el centro, dejándolo al cabo huérfano y provocando que el descontento ciudadano –mayúsculo, justificado, salvaje– haya convertido a España en un país preso de sus propios demonios.