Hace poco escuché una interesante discusión entre dos compañeros de trabajo: uno defendía que para para lograr ser bueno en algo --escribir, pintar, tocar bien un instrumento-- es necesario tener cierto talento “natural”, mientras el otro defendía que poniendo mucho esfuerzo y horas de trabajo, todo es posible. Me encantaría creer que el segundo tiene razón. Lamentablemente, mi propia experiencia me confirmó hace tiempo que tener talento es una condición necesaria (aunque no suficiente) para desarrollar una habilidad artística. Por ejemplo, tocar bien el piano. 

A diferencia de mis hermanos, mi talento musical es nulo. De todas formas, mi padre, melómano y optimista empedernido, decidió apuntarme a clases extraescolares de piano. Puedo decir a mi favor que logré terminar el Beyer sin que mi profesora se quedase afónica de tanto corregirme. Pero, por mucho que estudiase, mi falta de agilidad al teclado era evidente. Escucharme interpretar el Claro de Luna de Beethoven o El Murciélago de Strauss era una tortura para todos, incluso para mí. La profesora, sutilmente, me invitó a que cambiase de instrumento, y entonces me apunté a guitarra. La cosa fue a peor: durante varios meses me quedé atrapada tocando en bucle La Trinca con tres acordes: La-Mi-Re, hasta que me aburrí de la guitarra, de la profe y de todo lo que tuviera que ver con aprender algo.   

Fueron pasando los años y con el tiempo llegué a olvidar que en su día había tocado el piano, un instrumento que sigo adorando, a pesar de todo. “El piano es el rey”, me repetía mi padre de pequeña. Pero al alcanzar la treintena, en un arrebato de adolescencia tardía, me dio por recuperar algunas aficiones que había tenido de joven, como jugar al tenis (gracias a Dios, se me da un poco mejor) y apuntarme de nuevo a piano. La culpa de esto último, en realidad, la tuvo una novela que estaba leyendo entonces, Jóvenes Talentos (Libros del Asteroide, 2013) del autor búlgaro Nikolai Grozni. La novela, con tintes autobiográficos, está protagonizada por Konstantin, un estudiante de piano de la Escuela Nacional de Música de Sofía durante los últimos años del régimen comunista. Konstantin tiene 15 años y está dotado de un gran talento musical, pero no soporta la dura disciplina académica a la que él y sus amigos están sometidos y convierte el piano en una forma de rebelarse contra la falta de libertades de su país. 

“Estábamos en guerra con el Estado, y los cigarrillos, el alcohol y el diazepam eran nuestras armas preferidas. Los cerdos comunistas poseían nuestras vidas”, dice Konstantin entre clase y clase. Así, sin querer, Grozni convierte cada lección de piano de Konstantin en una lección de música --le encanta Chopin y nos cuenta por qué--, y sobre la vida misma.  

Me lo pasé bomba leyendo este libro: aprendí de piano, de Bulgaria y de filosofía oriental, sin necesidad de tragarme rollos yogui sobre la reencarnación. Antes de escribir la novela, Grozni estuvo tres años viviendo en Dharamshala con intención de convertirse en monje budista, proyecto que abortó al darse cuenta de que la religión le resultaba igual de opresiva que el comunismo. “¡Qué injusto, qué poco marxista y poco proletario era nacer con talento! Si todos nacíamos iguales, y el talento era simplemente el resultado del esfuerzo, ¿por qué algunos alcanzaban la perfección de manera espontánea, sin tener que practicar nada?”.

Eso mismo pensé yo cuando hace unos años volví a apuntarme a clases de piano. Le pedí al profe que quería tocar algo de Brad Mehldau, mi pianista favorito de jazz. El profe se emocionó --“¡qué buen gusto!”--  y me buscó varias partituras. Pero escuchar el Lament for Linus tocado por mí era demasiado insultante para el mundo en general. Al cabo de un mes me desapunté. 

Todos estos recuerdos volvieron a mi mente el sábado pasado, mientras escuchaba a dos jóvenes pianistas catalanes dar un concierto en la Sala Parés. La actuación formaba parte de Afinitats, un ciclo de conciertos que organiza desde el año pasado la mítica galería de arte barcelonesa, en el carrer Petritxol. 

“Lo llamamos así porque buscamos la afinidad entre la pintura y la música clásica, y "porque los instrumentos se afinan, ¿no?”, me explicó Joan Anton Maragall, presidente de la galería, desviando la mirada hacia el piano de cola colocado en el centro de la sala. 

Maragall, un hombre elegante y discreto, vestido con una americana a cuadros y gafas de pasta azul, me recordó que la Sala Parés tiene una larga tradición con la música clásica. “En esta casa se hacen conciertos desde 1887. Por aquí pasó Pau Casals y también tocó y estrenó obra Federic Mompou”, me dijo, orgulloso. “Hasta se ha interpretado una sonata integral de Beethoven”. 

Al terminar el concierto, el público, en su mayoría gente mayor, se levantó para dar un vistazo a los cuadros y felicitar a los brillantes intérpretes: Joan Espuny y Guillem León, ambos estudiantes de piano en el Centre Superior de Música del Liceu con una beca de la Fundació Ferrer-Salat. “Nuestra idea es apoyar a jóvenes con excelencia de este país”, dijo Maragall. El otro objetivo es acercar la música clásica a un público más amplio, especialmente jóvenes. Aunque eso, por mucho que los conciertos sean gratuitos gracias al mecenazgo de la Fundación Abertis y la Fundació del Conservatori del Liceu, es complicado. 

“La visión de la música clásica sigue siendo un poco elitista. Para atraer a los jóvenes habría que darle un enfoque más desenfadado, no sé... quizás si antes del concierto explicaran más cosas sobre las piezas que se van a tocar, ponerlas en contexto", intentó explicarme Guillem León, de 17 años, sujetando con fuerza el ramo de flores que le entregaron al terminar el concierto (tocó piezas de Chopin, Enric Granados y el argentino Alberto Ginastera). Tenía las mejillas encendidas y sus bonitos ojos azules no miraban a ningún punto en concreto. Guillem es ciego de nacimiento. A su lado, María Luisa, su profesora de piano de toda la vida, en su Badalona natal, lo miraba con orgullo y cuando le pregunté a Guillem cuántas horas de piano practicaba al día, la mujer estalló en una carcajada: “No quiero oír lo que te responde".

Guillem me aseguró que estudiaba unas tres horas al día, “aunque deberían ser cinco” para ir bien. Ahora está en el Conservatori del Liceu ya no da clases con Maria Luisa, pero para él sigue siendo una especie de “padrina”. “Padrina, me gusta como suena…”, sonrió, apartándose el mechón de pelo que le cubría los ojos con un gesto presumido. Guillem es guapo e imagino que lo sabe. No muy lejos, su padre, ex organista de jazz y también ciego, escuchaba disimuladamente nuestra entrevista. "La música siempre ha estado presente en casa, aunque mi padre y yo tocamos cosas muy diferentes”, me dijo Guillem. Después me pidió que cuando publicase esta entrevista se la enviara por Twitter. Igual que muchos adolescentes, León publica comentarios y chistes, aunque él lo hace con la ayuda de un software para invidentes que lee en voz alta lo que pone en la pantalla. 

Algunos de suis tuits son divertidos, y mientras tocaba, retuiteé uno de ellos, le confesé. 

"¡Ups!”, se sonrojó de nuevo, como si tuviera vergüenza. “Creo que debería ser más cuidadoso con lo que publico".