Mientras leía la enésima noticia demonizando al plástico en el mundo, decidí levantar la mirada del ordenador para ver si me rodeaba mucho de ese “maldito e infernal” material. Al comprobar que el teléfono, la calculadora, la mitad de mi coche, los electrodomésticos, la impresora, el bote de jabón o el propio bolígrafo con el que escribía este artículo tenían mucho plástico pensé que seguramente no debía ser un material tan malo como lo pintan, que tendría algunas ventajas y que estaba siendo objeto de una interesada campaña de desprestigio que obviamente beneficiaba a alguien (casi nada es casualidad en la vida).
Es obvio que hay que reciclar, el plástico y cualquier otro material que nos permita la tecnología. Es indiscutible que hay que apostar al 1000% por la economía circular y evitar que los plásticos acaben en el medio ambiente. Es también incontestable, que hay que recordarle a la sociedad que es necesario el reciclaje y que debe hacer todo lo posible para evitar que restos plásticos acaben en nuestros mares. Diré otra perogrullada más: los plásticos no llegan al mar por arte de magia, igual que tampoco se pega solo el chicle en la baldosa de la calle. Hay que seguir apostando por la educación y la concienciación de la sociedad, en Europa y en el resto del mundo.
A estas alturas del artículo alguno ya me estará fusilando o acordándose de todos mis antepasados. Esto suele ocurrir cuando uno osa refutar una idea que ahora está políticamente de moda. Sé que lo más cómodo es siempre seguir al rebaño, decir que hay que acabar con el plástico, pegar tres brochazos más al asunto y ya está. El reduccionismo domina el debate. La sociedad, para hablar con propiedad, debe hacer un análisis concienzudo y pormenorizado, basado en el análisis de ciclo de vida de los materiales, de las consecuencias ambientales de usar una u otra alternativa. Pero no me parece intelectualmente justo demonizar a un producto que ha sido la base de buena parte de nuestros progresos como sociedad en el último siglo.
Los plásticos son materiales regulados, reciclables, sometidos a normativas muy exigentes. Son materiales que reducen el brutal desperdicio alimentario mundial. Ahorran costes, energía y agua en sectores tan estratégicos como la agricultura, el transporte, el packaging, la electrónica, la construcción, automoción, aviación, paneles solares y dispositivos médicos. Sustituir en muchos sectores este material por otras materias primas dispararía automática y exponencialmente las emisiones mundiales de CO2.
Además de estas innegables bondades técnicas que han permitido mejoras importantísimas en términos de calidad de vida en todo el mundo, déjenme que como economista también ponga encima de la mesa algunos datos económicos. Me parece irresponsable demonizar a un sector económico que, sólo en Europa, da empleo a más de un millón y medio de personas, en más de 60.000 empresas, con una facturación de 350.000 millones de euros y que ha pagado más de 30.000 millones en impuestos a los respectivos gobiernos. La industria plástica europea es la segunda más importante del mundo y es el séptimo sector industrial en importancia por su contribución en valor añadido a la economía. En España, las casi 5.000 empresas que operan les dan trabajo a 100.000 personas y facturan más de 19.000 millones de euros.
En definitiva, creo que hay que poner siempre las cosas en su punto de equilibrio. Machacar y perseguir con propaganda ecologista de dudoso respaldo científico a un sector como el plástico me parece irresponsable, injusto y kamikaze. Creo que antes de prohibir hay que estudiar con rigor científico las cosas y sus efectos reales. La mejor solución es trabajar en positivo: promover la triple R (reducir, reutilizar y reciclar), la valorización, hacer más estudios científicos antes de prohibir, concienciar mucho más a la sociedad y premiar el uso de productos reciclados y compuestos con carga mineral.