Ricardo García Cárcel (Requena, Valencia, 1948) no abandona su tono didáctico, el que le ha llevado a ejercer de maestro de la Historia en las aulas de la UAB. Catedrático de Historia Moderna, ha sido Premio Nacional de Historia por su libro La herencia del pasado. Las memorias históricas de España (2011). Es autor del enorme Felipe V y los españoles. Una historia periférica de España (Plaza&Janés), donde recorre la imagen del monarca en el llamado “problema de España”, al proponer una “tercera España” constitucional. Ahora, con todo lo ocurrido en los últimos años en Cataluña, le queda a García Cárcel, un referente para todos los historiadores en España, un sabor agridulce. Destacó una “modernidad” catalana que ahora ya no defiende, como explica en esta entrevista con Crónica Global. El especialista en la Guerra de Sucesión, en Cataluña y en Valencia, señala que en Cataluña las cosas siguen enfangadas en el terreno de juego político que marcó Jordi Pujol: “Todavía no hemos salido de la programación nacionalista del pujolismo" y considera que el mito de la burguesía "ha caído por los suelos". El 25 de abril, García Cárcel participará en un diálogo con el también historiador Manuel Peña, a partir del libro de éste último: Historia no oficial de Cataluña, editado por Crónica Global, en la Antigua Fábrica Damm.
--Pregunta: El nacionalismo catalán se ve a sí mismo como un elemento determinante para la modernización de España. Con un proceso histórico encamindo a ese objetivo, como explicó Vicente Cacho Viu. Pero, ¿se puede interpretar al revés, como un elemento que ha lastrado, en determinados momentos, esa modernización del Estado, pensando en el siglo XVIII o con el proceso independentista?
--Respuesta: Yo soy valenciano. Fui educado en la Universidad de Valencia, con maestros como Joan Reglà, discípulo de Vicens Vives. Había una fascinación por el mundo catalán, por la modernidad que representaba, en un país como España. Teníamos la figura de Francesc Cambó, que había intervenido en España como un agente de modernización en un país atrasado como España. Llegué a Barcelona en 1972 y soy profesor desde entonces. Y lo que he registrado, y es algo bastante compartido, es un cierta decepción con esa presunta modernización que Cataluña ha podido representar. La experiencia del proceso independentista ha sido la de constatar que el mito de la burguesía catalana ha caído por los suelos. La burguesía que sublimó Antoni de Capmany o Vicens Vives, con Industrials i polítics, comparada con la actual, me lleva a la decepción, porque ahora supone un retorno al carlismo, un nacionalismo adherido a paradigmas eclesiásticos, xenófobos, que nada tiene que ver con la Cataluña moderna que habíamos soñado.
--Porque, ¿Cataluña no se modernizó en el siglo XVIII, tras los hechos de 1714?
--La experiencia borbónica, de Felipe V y de Carlos III, en la segunda mitad del XVIII, constituye el escenario de un crecimiento económico como nunca había llegado a tener. Deja atrás el bandolerismo, desaparece ese lastre, y Cataluña se abre al mercano americano, con el tratado de libre comercio de 1778. Hay una burguesía floreciente, beneficiaria del impulso ilustrado, que había destacado Capmany. Frente a esa realidad incuestionable, de crecimiento económico, a lo largo del XVIII, se ha impuesto el mito de 1714, de carácter insurreccional, que pretende recuperar una Cataluña machacada. Se ha impuesto el discurso sentimentalista, llorón, de una Cataluña aherrojada por una España tiránica. Ahora se aplica en la misma medida que se aplicó en la Guerra Civil, con una supuesta Cataluña ideológicamente pura, homogénea, con un discurso radical frente a una España zafia, despótica, que encarnaría Franco. Es un modelo falso, porque sí existió una Cataluña que colaboró con el franquismo, con apellidos ilustres que fueron colaboradores. Es una lista enorme, que no tiene nada que ver con esa idea de que hubo una minoría de botiflers, casi residuales. Es una de las distorsiones más evidentes que se han realizado.
--En aquella Cataluña de 1714 hubo muestras de fanatismo, con la Barcelona sitiada. ¿Se repite ahora esa fe, ese cierto fanatismo por la independencia?
--A mí me recuerda mucho la Cataluña de 1711 a 1714 a la de ahora. Se produce una realidad en 1711, cuando el candidato austracista, por el que había luchado gran parte de la sociedad catalana, decide ser emperador para irse a Viena, y deja desairada a esa sociedad. Y frente a las propuestas que hace Inglaterra a esa sociedad austracista, en la línea de conceder derechos económicos sobre el mundo americano que hubieran permitido estimular la naciente burguesía catalana, los austracistas optan por un fanatismo religioso, psicodélico, que hace imposible cualquier vía de concordia, que lleva a la situación trágica del sitio de Barcelona. La pregunta que no se hacen los independentistas es si era evitable aquel desenlace. A mí me parece que sí, que era evitable, y no sólo hay que imputar aquello a Felipe V, sino a la irresponsabilidad del austracismo.
--¿Entonces, hay una constante histórica, de irresponsabilidad, una especie de nervio que lleva a la cerrazón?
--Esa es la sensación, comparado lo que pasó en 1714 con la Guerra Civil española. Parece que se impone la rauxa frente al seny. Uno constata, frente a esos dos arquetipos de los que hablaba Vicens Vives, que la rauxa es más propia, y que el seny se convierte en la desembocadura obligada, el raciocinio obligado, después de experiencias enloquecidas. Después de la locura, siempre se impone el seny, que se vincula al coste inevitable de errores garrafales y estratégicos. La conclusión, y el independentismo lo refleja, es que se impone un variante del carácter catalán, que es la variante surrealista: situarse fuera de la realidad. Eso se ve en el presidente Quim Torra o en el expresidente Carles Puigdemont. No es un criterio ideológico, es que no resiste el análisis mínimamente objetivo de lo que estamos viviendo. Descubrimos la vocación surrealista de la sociedad catalana.
--No sería la primera vez, entonces.
--Hay algo estructural. Dalí no es fruto de una circunstancia. Hay una vocación daliniana notable.
--Lo que se ha vivido estos años en Cataluña, ¿responde a un plan trazado ya en 1980 con Jordi Pujol?
--En los años ochenta, lo que recuerdo es una experiencia de algunos historiadores de Cataluña, que vivíamos en Cataluña, como Martínez Shaw o yo mismo, que queríamos iniciar un cierto revisionismo, frente a la visión de Ferran Soldevila. Teníamos como referencia a Pierre Vilar, y constituimos el Centro de Historia Moderna Pierre Vilar. Era una labor voluntarista para replantear las constantes sentimentales de aquella historiografía romántica. Como resultado surgió el libro Historia de Catalunya, del siglo XVI al XVII. Y lo que podemos decir es que fracasamos en el intento.
--¿Cómo fue?
--Es significativo que pudiéramos contar con el apoyo de revistas como L’Avenç, que dirigía, entonces, Ferran Mascarell. Él nos dio apoyo, con dosieres que eran críticos con los mitos de la historia de Cataluña. Prueba de ese fracaso, el nuestro, es la propia trayectoria de Mascarell.
--¿A qué se debió ese fracaso?
--La causa principal de nuestro fracaso es que creímos contar con el apoyo socialista, pero luego el PSC evolucionó por otros derroteros. Fue engullido por el pujolismo. Pero echamos de menos, también, un apoyo real de los partidos estatales. Nosotros no estábamos ahí como defensores del Estado, lo que queríamos era proyectar un revisionismo sobre los mitos del nacionalismo, pero constatamos que no pudimos contar, en ningún momento, con la cobertura oficial del llamado Madrid. Nos encontramos solos y quedamos en una posición marginal en ese empeño revisionista.
--¿Y la izquierda catalana?
--No tuvimos el apoyo ni de la izquierda catalana ni de la derecha madrileña, si se puede decir así. Nos apoyó al principio Mascarell, y hemos visto su trayectoria política reciente, que se ha deslizado por caminos que nos eran completamente ajenos. No pensábamos, en ningún momento, que todo pudiera evolucionar como lo ha hecho en los últimos años.
--¿El terreno de juego lo marcó Jordi Pujol y seguimos en él?
--Estamos completamente en ese terreno de juego. Todavía no hemos salido de la programación nacionalista del pujolismo, que iba absorbiendo todo lo que tuviera por delante.
--El proceso independentista, sin embargo, ¿ha podido generar un acicate para pensar y proyectar algo distinto a lo programado por Pujol? ¿Se puede decir que el proceso ha tenido algún elemento positivo?
--La parte positiva, para mí, es lo que yo llamo la ley de rendimientos decrecientes, que es un principio imperativo de la historia agraria. Se puede dar en situaciones con una predicación tan obsesiva y neurótica como la que ha recibido la sociedad catalana. En un mundo de creyentes fanáticos, con esa predicación tan enorme, en algún momento la rentabilidad de este territorio puede que no dé para más. Eso me lo hace pensar una educación como la mía, marcada por el españolismo rancio del franquismo. Consideramos que estábamos agotados por ese discurso y pudimos hacer un revisionismo de la vieja mitificación del romanticismo español. Éramos jóvenes progresistas de los 60, que despoblamos los altares del discurso nacionalista español. Lo hicimos, y, sin embargo, han crecido los altares del nacionalismo periférico, con homenajes y figuras de los mitos del nacionalismo catalán que permanecen enhiestos. El libro de Manuel Peña, precisamente, contribuye a cuestionarlos.
--En el prólogo del libro de Manuel Peña, siguiendo esa idea, usted dice que los privilegios se convirtieron en derechos.
--Sí, es una de las grandes distorsiones. Se ha producido una visión narcisista del constitucionalismo catalán, frente al absolutismo español, que arrancaría con las Cortes de 1238, y que consagraría una serie de derechos que se mantendrían incólumes a lo largo de los siglos. Sin embargo, esas Cortes, con los tres brazos característicos de la época, no eran en ningún caso el pueblo catalán. El pueblo catalán es una invención absoluta y total del siglo XX, que se proyecta en el tiempo.
--¿No existe?
--Lo que existe es una sociedad catalana muy fragmentada, de la misma forma que no podemos hablar de España, sino de los españoles. Entre los catalanes hay muchas identidades, todo queda lejos de la idea de pueblo catalán. Hay dos Cataluñas, pero hay más Cataluñas, con los inmigrantes, los nietos de la inmigración de los años 60, pero también los adscritos a etnias o religiones como la musulmana. Sólo desde lo fantasioso se puede hablar de la unidad del pueblo catalán.
--¿No hay un demos catalán?
--Es un demos que se consulta a diferentes niveles. No hay un demos inmóvil.
--¿Hay, por tanto, un demos español?
--Hay un demos del Estado, que es plural. No es un concepto de España solidificado en el franquismo. Lo que arrastramos es esa ecuación, que hay que enterrar, entre franquismo y nacionalismo español. Si no desligamos una identidad española plural, lejana a una grande y libre, o los himnos, no se podrá avanzar. En la medida en la que no seamos capaces de romper eso, el nacionalismo español estará hipotecado. Y si no se generan cosas diferentes al Viva España, de Manolo Escobar, como la España camisa blanca, --que representa otra cosa-- recibirá España o los que nos sentimos ciudadanos españoles el mantra acusatorio de la España despótica o la cutre de Alfredo Landa, que son los dos estigmas que destaca el nacionalismo catalán. Es eso lo que nutre al nacionalismo catalán: la fanática España inquisitorial y la cutre y rancia de Landa o López Vázquez, cuando hay una España liberal, abierta, progresista, dialogante a lo largo de su historia. Es una reivindicación que tenemos que hacer los historiadores.
--Pero el independentismo señala que España, si no se reforma, puede tener problemas serios, y recuerda que la Constitución de 1876 no se quiso tocar, y todo fue a peor, con la dictadura de Primo de Rivera, la II República, la Guerra Civil y la dictadura. ¿Es un defecto, la imposibilidad de reforma, que España debería superar?
--Claro que habría que entonar las críticas duras hacia políticos que no han salido del centralismo mesetario, pero no podemos mirar hacia atrás, porque en la misma línea hay un memorial de agravios que se esgrimen desde el Estado respecto a actitudes catalanas insolidarias, que han tratado de boicotear los intereses del Estado. La historia es útil, pero las lecturas que se pueden hacer en los dos lados no ayudan. Nadie puede caer en el discurso del quién ha tenido la culpa. Hay que superar la idea del reparto de culpas y del permanente memorial de agravios. Tengo la sensación, sin embargo, de que, como historiador, la historia se utiliza menos que hace unos años. El momento orgiástico llegó con el tricentenario de 1714. Después ha habido una cierta saturación, de apelación permanente a la historia, a la apelación esencialista y se ha concentrado más en el agravio fiscal, con más beligerancia a partir de las viejas acusaciones de la pérfida España.
--¿Se puede justificar, desde el punto de vista moral, que se pida la independencia, después de recibir tanta mano de obra barata del resto de España durante los años 50 y 60, teniendo en cuenta que hubo un pacto entre las elites franquistas, las españolas y las catalanas?
--Lo que es indignante es ignorar los signos evidentes de complicidad absoluta de las élites catalanas con el franquismo. Pienso en un Martín de Riquer, y uno se queda alucinado con su descendencia, que no asume esa colaboración del viejo Riquer. Se ha tendido un manto de silencio discreto sobre esa complicidad, y no olvidemos que la burguesía de Convergència, la pujolista, se vio lastrada por infinidad de signos con el franquismo.
García Cárcel, en la redacción de 'Crónica Global'
--¿Cataluña se vio beneficiada económicamente por el franquismo?
--Yo creo que sí, con una idea que denota un cierto complejo, que habría que analizar, por parte del Estado. Se ha reconocido históricamente las capacidades de los catalanes, y se ha relacionado con una idea de inferioridad, de acomplejamiento. Por ello, se aportó dotaciones para la burguesía, que aprovechó e hizo incrementar el distanciamiento de esas élites, gracias al proteccionismo que el estado franquista mantuvo. Un hombre como Cambó fue importante para el alzamiento del 18 de julio. Dicho esto, es evidente que se tiene más empatía por los perdedores que por los ganadores, más allá de las razones objetivas de por qué ganaron o perdieron.
--¿Hubo un diseño inicial desde la Generalitat a partir de las cátedras universitarias, para proyectar un determinado relato?
--Yo hice la carrera funcionarial en el Estado, con oposiciones en Madrid en 1981. Ha sido una carrera arquetípica. Pero luego cambió. El profesorado universitario es contratado por la Generalitat. Y ha habido un progresivo deslizamiento universitario hacia el poder, porque nada es inocente. El profesor universitario no es inocente, y hay becas, plazas docentes… fórmulas para que el poder político más próximo pueda hacer deslizar a profesores afines. La figura de intelectuales orgánicos al servicio directo y supongo que pagado por los poderes políticos de la Generalitat pueden ser unos pocos, pero la mayoría nos dejamos llevar, además, por un clima ambiental que condiciona muchísimo nuestra propia proyección política.
--¿Qué papel debería tener TV3?
--Estos días, con un constante adoctrinamiento, me suscitan ternura algunos políticos del ámbito constitucionalista. Me parecen los héroes de nuestro tiempo, cuando piensas que delante pueden tener profesionales de la tertulia como Pilar Rahola. El problema es pensar cómo se puede acabar con ese adoctrinamiento, vinculado al pujolismo. Es muy difícil, son muchos años. Habría que pensar en otras generaciones. Tampoco se puede pensar en medidas drásticas, que abanderan la supresión de la televisión. Me temo que la ola del discurso victimista sería insufrible. Soy pragmático y espero el agotamiento de los sujetos que reciben ese adoctrinamiento.
--¿Se puede pensar que puede haber un reflujo, una etapa de vuelta al pacto?
--Hemos dicho antes que se pretendió un revisionismo que fracasó. Ahora se podría pensar en un nuevo intento. Hay grupos como Historiadors de Catalunya que propugnan de nuevo esa revisión. Tenemos ahora el libro de Manuel Peña, y las iniciativas de Societat Civil Catalana. Pero no lo sé, lo que tenemos es la angustia de la incertidumbre. Cuando hablo con Francesc de Carreras sale la figura del traidor, que sería necesario que surgiera, como dice también Antoni Puigverd. La única esperanza es que se plantee la rebeldía de algún sector, sobre el sentido que pueda tener que Puigdemont dirija la política catalana. Pero nos queda mucho por sufrir.