La Crida de Puigdemont cercena las mejores intenciones y destruye las últimas esperanzas. En los años felices de la cultura política, conocí a jóvenes recién adolescentes, atrincherados en el pudor por miedo a mostrar sus enormes capacidades; a hombres de corazón, que tal vez no compartan hoy mi punto de vista, aunque yo lo considero probado. Entre ellos me vienen a la memoria Rafael Argullol, Lluis Boada y Ferran Mascarell. Argullol, (su última entrega, Poema; Acantilado, esta todavía calentita), actual profesor de Humanidades en la Pompeu, estudió economía, medicina, filosofía y otras disciplinas para meterse algún día en la simbología del Renacimiento o ser capaz de tumbarse boca arriba en el suelo de la Capilla Sixtina para sentir la epifanía en el pincel de Miguel Ángel;  Boada, un líder estudiantil de los 70 (el rubio de Económicas) que lo pagó con el destierro, un pensador Fenix (acaba de publicar La senectud del capitalismo), cruce único entre la antropología, la economía y las ciencias de la conducta; un individuo solar cegado por las playas de Copacabana y la luz del Mediterráneo; y Ferran Mascarell, un historiador sabio, seguidor de maestros, como Nadal y Fontana, caminante en la Toscana, navegante en el Egeo y mejor gestor de la Barcelona de Pasqual Maragall. Y sin embargo hoy, Mascarell es un exsocialista reconvertido a la religión del nacionalismo excluyente. Un agustiniano que un día afirma su nada ante la plenitud divina de la patria, hidra de mil cabezas.

Ferran Mascarell

Ferran Mascarell

Ferran Mascarell

Mascarell ha demostrado que es capaz de lo mejor y lo peor. Es un retórico contumaz capaz de desbordar la Europa cristina con la elocuencia de los clásicos y de morir intelectualmente en la trinchera de Blanquerna, sede de la representación de la Generalitat en Madrid, junto al Paseo de la Castellana. Cuando era concejal, reinventó el Grec, con sus noches de drama y Dionisos, y montó una red de bibliotecas públicas en el área metropolitana de Barcelona, digna del mejor regeneracionismo. Creó el Festival Internacional de Poesía, remodeló la Virreina y el Espacio Miserachs, fue crucial en la creación del Centro de Cultura Contemporánea (CCCB) e influyó en la refundación del Ateneu. Entendió su país antes de conocerlo a fondo, como “Vespucio narró América sin haberla descubierto” en palabras lejanas de Stefan Zweig (Américo Vespucio; relato de un error histórico; Acantilado). Pero parece haberse olvidado de todo. Me pregunto de qué hablaba Mascarell con Artur Mas, cuando fue consejero de Cultura del president de la radicalidad democrática, un camino torticero hacia ninguna parte.

En el PDeCAT su nombre es visto con reservas porque dio luz a la presentación del manifiesto de la Crida Nacional per la República y por ser uno de los encargados de las ponencias en la asamblea neoconvergente, que se estrena en congreso este fin de semana. En el partido de Toni Morral, a Jordi Sánchez (el ex presidente de la ANC) se le reserva la presidencia, con el trasfondo honorífico de Puigdemont. Pero Mascarell se hunde entre medianías, las (los) Calvet, Borràs, Artadi, Geis o el mismo Batet, el alcalde Valls, un hombre silvestre de instinto hechicero. Si se confirma la candidatura de Ferran Mascarell a la alcaldía de Barcelona, de las siete fuerzas políticas representadas en el consistorio, cuatro estarán encabezadas por un dirigente político procedente de la órbita socialista. Tres de ellos --Ernest Maragall, Jaume Collboni y Ferran Mascarell-- han convivido no hace tanto bajo las siglas del PSC, el partido de la maldita implosión. La batalla por la alcaldía de Barcelona será fratricida entre ex miembros de lo que fue una congregación sin ideología, a la luz de su diáspora posterior. Barcelona es el ojo del huracán soberanista que decidirá la hegemonía política en Cataluña; y por cierto, al candidato Manuel Valls, en la órbita de Ciudadanos y voz de las élites, le será difícil combinar el mensaje progresista con el discurso actual de Albert Rivera. Por lo que dicen las encuestas, Ernest Maragall (ERC), el malquerido en la Barcelona brillante de Pasqual, es quien tiene más posibilidades de sustituir a Colau.

Desde los tiempos en que admirábamos la llamada cultura política han pasado demasiados años de un camino cada vez más angosto. Fue Enrique Vila-Matas (en su libro, El mal de Montano; Anagrama), quien desveló con bellas palabras el tránsito entre el misterio de ciertos adolescentes y la destrucción de la monótona madurez. Vila-Matas pertenece a la misma generación antes referida, peo no está en la lista porque los escritores no tienen vida propia, viven de prestado; inventan corazones para poseerlos, como los dioses omniscientes; o mejor dicho: crean, luego no existen. Algo parecido a lo del fagocitado Mascarell, que dejó huella pero se ha quedado sin presente en manos de carceleros de la mente. Quienes sostienen las ilusiones municipales (previstas para mayo) del candidato Mascarell persiguen el fruto de su esfuerzo, tal como lo cuenta con amargura W.G.Sebald, en su libro Pútrida patria (Anagrama), un estudio genial sobre la infelicidad, referido a las letras de su país, Austria.

En la mirada al pasado, alguien le dice a Mascarell que el brillo de su trayectoria no es nada a los ojos de la República celestial que nos espera. En sus palabras de hoy, alejadas de sus escritos de ayer --fue el editor de la revista Avenç--, se hace evidente la extinción del yo como el privilegio de una élite moral, que tiene la pretensión de salvar al país hundiendo sus raíces en un lodazal. Su muerte analítica será una ascesis imparable en brazos de Sánchez y Puigdemont. En el caso Mascarell, la casuística del científico se ahoga en un soberanismo de piñata, llamado a llenar unos cuantos bolsillos.