A veces el descaro es una virtud. Una de estas veces se llama Arcadi Espada, un excelente escritor al que se relacionó con el impulso fundacional de Ciudadanos, aunque no se le vea en los jubileos del camarada Rivera. Como buen exizquierdista, Arcadi sigue siendo un liberal, porque los peores catarros se curan con dulzura. Y también por ser un señor del No en un país en el que, hace más de dos siglos, el liberalismo de origen puritano desembarcó por mar en Cádiz, cubierto de pelaje anglosajón, para ser vertido sobre una sociedad pacata. Acuérdense del libelo del jesuita Sardà i Salvany, titulado El liberalismo es pecado. Y volvamos sobre nuestros pasos, a la Barcelona autocomplaciente del 92 olímpico, moralmente violentada cuando Arcadi Espada denunció en un libro, Raval, del amor a los niños (Anagrama), un escándalo de pederastia en el Distrito V barcelonés, del chino y la Sexta Flota. En medio de los fastos, un intelectual a contracorriente, como debe ser, abofeteó a la fanfarria y conmocionó a la ciudad oficial hasta sacarle las vergüenzas. El demonio yace en nuestra amnesia interesada.
Hace pocos días, Arcadi Espada ha rozado el éxtasis en los mentideros de villa y corte al verse relacionado, en el papel cuché, con Cayetana Álvarez de Toledo, primera en la lista de Pablo Casado por Barcelona para compensar el mal fario del PP en las urnas catalanas. No hacen falta desmentidos. Solo digo que la querencia por las Cayetanas no es nueva. Podría haberla empezado Rilke en el Hotel Reina Victoria de Ronda, escenario de Mejías Bienvenida, donde el poeta alemán buscó a la amada perdida de antemano (verlorne geliebte Nimmergekommene ), entre el rumor del agua del Gualadevín y la esquila de los rebaños. Sea como sea, el Cayetano emblemático de nuestros días fue el filósofo y editor, Jesús Aguirre. El esposarse con Cayetana de Alba, grandeza de España insuperable, el llorado jesuita rojo se sumergió en el Palacio de Liria, para perderse entre los lienzos de Tintoreto, Velázquez o Rubens.
En el Madrid actual, lo realmente bello no son precisamente los palazzetos del marqués de Salamanca (nada que ver con el Liria de los Alba y a otros), sino la fusión; laten todavía la escuela de Vallecas y El Puente; allí se democratiza todo de la mano de Antonio López, pintor de Granvias y familias reales, además de un infinito mundo de paleta y acuarelas, y de prodigios de la piedra cincelada hasta el pálido. Al margen de las porras matutinas, la capital ha perdido el reloj al convertirse en megalópolis; al revés de lo que ha ocurrido en Sevilla, donde todo empieza todavía a las cinco de la tarde, desde la taleguilla torera del Hotel Colón, con sus zahones monteros, hasta el puntual té del Palacio de Dueñas. Así lo contó Manuel Vicent, no hace tanto, en la biografía, Aguirre al magnífico (Alfaguara), prosa redonda e indiscutible.
Arcadi nació con el flequillo pintado; ha publicado un montón de libros (Contra Cataluña, El nombre de Franco, Periodismo práctico, etc.), luce pelazo desde el primer día (hoy puntillado solo de blanco opalino) y no tiene ninguna culpa del abuso generalizado del presente continuo, donde el hoy se confunde a menudo con el ayer de un tiempo hecho de estrellas en la bocamanga y timbres del Estado. Si se diera el caso de Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos, pasaría el listón con nota, mejor que el difunto Aguirre, “un señorito gitano, como mucho arte” al decir de los limpiabotas del Tiro de Pichón y del cuartito remendón del Palace. A fin de cuentas, el consorte y XVIII marqués de Alba no pisaba la calle, como bien supieron sus compañeros de la editorial Taurus, al inspeccionar su despacho forrado de solemnes libros de ensayo, protegido en la puerta por un imponente perro dálmata.
Sea por el lado de los duques de Alba o por el marquesado de Casa Fuerte, el Madrid de las cayetanas sabe a bombón de fresa. No es ninguna adulación, como no es tampoco ningún desdoro evocar el Madrid de los ramones (referido a Valle Inclán y Gómez de la serna), envuelto en olor penetrante a tinta y a refajo. Metido sin saberlo en el universo líquido que ha acabado por ahogarnos, Jesús Aguirre entró en la Academia de Bellas Artes en 1984, con un discurso sobre las habilidades de la duquesa a la hora de organizar su propia pinacoteca y sobre la aptitud, en el mismo arte taxonómico, del afrancesado conde Aranda, un título que se llevó a la tumba el propio arcipreste secularizado. Después de ser investido por su correspondiente, Aguirre invitó a los académicos a una cena en Liria, dejando en una pizzería cercana a sus hermanos de letras y exponiéndose al rencor siempre indisimulado de Camilo José Cela: “Que disfrute de su sillón este autor de prólogos”. Lo que subestimó Cela, novelista y censor, es la capacidad de un hombre que corre a refugiarse bajo las faldas de una dama, que ha roto todos los jarrones de tresillo con donceles de yugo y flechas y que utiliza el doble rasero de la sotana y la Academia para limpiar su presente.
Cayetana de Alba no fue precisamente una mujer prescriptiva, como mandaron los cánones de Pilar Primo de Rivera, Mercedes Sanz --esposa pía de Onésimo Redondo-- o la mismísima Carmen Polo. La duquesa de Alba supo mantenerse al margen de esta trilogía de alcoba, glosada en la España de sus años mozos. Evitó rechazar la identidad de género para sumergirse, como lo hicieron en París la Pompadour o la Sévigné, en la filosofía de tocador, un género libre, que permite despellejar sin consecuencias el encaje ajeno. A la Cayetana de hoy, la Álvarez de Toledo, se la conoce por su discurso y el porte airoso de cuello cisne. Hay que desearle suerte con la no exhumación (dijo ella) del caudillo del Valle de los Caídos, porque “está bien donde está”, olvidando el kitch sobrecogedor, digo, de semejante mausoleo. Será el precio de sus debut político, un circo en el que nadie advierte las joyas de Ferragano que calza la marquesa, al estilo de Ava Gardner en los papeles de Fiesta.