Cuando has cometido un delito de sangre, una de las consecuencias más ingratas de caer en manos de la leyes es la maldita “reconstrucción de los hechos”, por la que el juez y la policía devuelven al reo al lugar donde cometió el crimen y le piden que repita con la máxima exactitud sus movimientos el día de autos. A veces incluso algún funcionario o funcionaria asume en esa “reconstrucción de los hechos” el papel de la víctima, ofrece el cuello al cuchillo, se pone a disposición del carnicero, en fin.
Es una representación, y una representación para un público muy reducido, escaso, ¡pero con cuánto interés la sigue!
Esta representación se realiza con el objeto de aclarar algunos flecos, algunos aspectos puntuales del caso, aspectos secundarios, pero ese público tan escaso, ¡con qué interés la sigue!
Porque la sustancia fundamental ya está clara: el criminal, la víctima, el sitio el arma empleada, quizá hasta los motivos. Pero al igual que al lector de novela, al aparato de represión del delito la gusta conocer todos los detalles. “Cuidad los detalles, los divinos detalles”, recomendaba Nabokov a lectores y escritores.
Es el aspecto implacable de la Administración de Justicia, frío, mecánico, inevitablemente riguroso, involuntariamente sádico: porque cuando un ser humano ha hecho algo malo, algo delictivo, algo horroroso, cuando ha cometido un error grave por lo que va a ser castigado, lo último que quiere es repetirlo aunque sea fingidamente.
Al contrario, lo que quiere es alejarse lo más posible y lo más rápido que pueda de su error, poner distancia espacial y temporal con el error, hacer cuanto sea posible para que se desdibuje y diluya, y que quede tan borrado, tras la bruma del tiempo pasado, que sea como si el error no hubiera sido cometido.
Aquello sucedió tan lejos que es como si no hubiera sucedido nunca... la distancia es una anulación o sea una exoneración. Bendita sea.
Pero por culpa de “la reconstrucción de los hechos” el homicida vuelve a empuñar el cuchillo, a dejarlo caer sobre la víctimas en el ángulo exacto con el que hace unas semanas o unos meses la apuñaló... luego se vuelve a lavar las manos como entonces... en una alucinante ceremonia ritual de repetición del error.
Al margen de que aquí no se trate de delitos de sangre, la vista oral de ese juicio que se retransmite ininterrumpidamente estas semanas también es una tremenda, minuciosa reconstrucción oral de los hechos, desde diferentes puntos de vista, a la que los inculpados se ven obligados a asistir, en largas sesiones durante largas semanas, con el único aliciente o interrogante de si esos hechos serán castigados con 2, 5 ó 20 años de cautividad, la última humillación para quienes decían hablar en nombre de la libertad de un colectivo, “su pueblo”, y ahora se encuentran ante aquellos datos, aquella escoria de la vida real, aquellos golpes que no es ya que dieran por descontados, ignorados y olvidados, sino por no acontecidos.
Pero lo peor en el juicio es que a diferencia del poeta que tras escribir un verso estupendo se sentía junto al árbol de Apolo, o sea, “bajo el laurel, más cerca del laurel...", el reo en la representación del juicio vuelve a encontrarse, abandonado por quienes allí le empujaron (la trama civil y periodística del golpe, que sigue activa), "junto al error, más cerca del error".