Hemos escuchado estupideces varias durante este calamitoso y esperpéntico procés. Imposible relacionarlas sin errar. Por su cuantía es fácil dejarse en el tintero algunos de los episodios más surrealistas a los que hemos asistido impertérritos en los últimos años. El último de todos ellos, todavía calentito, es el escrache que un CDR le infligió en las últimas horas al todavía presidente de la Generalitat, Quim Torra.

La sabiduría popular acuñó que quien a hierro mata, a hierro muere. En síntesis, ahí dormita la esencia de lo sucedido el último sábado. Un grupo de radicales de la extrema izquierda (o derecha, según se mire) independentista boicoteó un acto electoral de Torra en la localidad de Sabadell. Al dirigente que hace unos meses los animó a “apretar” contra el Estado español le apretaron sus huestes. Le recordaban, y ya le hacían responsable por su incapacidad real para la desobediencia, que ni existe ni existirá la república, por más vueltas y cambios de pancarta que se invente el jefe del Ejecutivo catalán para sus balcones de la plaza de Sant Jaume. Incumplir la ley implica que actúe la justicia de un Estado democrático y puede suponer, llegada la ocasión, que se abran las cárceles. Como dice la nueva cabeza de cartel electoral del PP por Barcelona, Cayetana Álvarez de Toledo, la prisión tiene un efecto pedagógico indiscutible.

Con esas presiones andaba el corresponsal de Waterloo en su visita a Sabadell mientras se encontró enfrentado a la muchachada radical. Para salir del paso, a ese político de talla y fuste innegable, no se le ocurrió otra respuesta para acallarlos que atizarles un sorprendente: “Yo soy el pueblo”. Así, tal cual, sin muchos matices ni detalles sobre su mesiánica revelación. Le faltó decir “catalán”, para que así nadie dude de esa apropiación de signos, identidades y lenguaje con la que el nacionalismo nos ha obsequiado estos años. No negarán que esa frase trae de inmediato a la memoria el cartel electoral de Artur Mas en 2012 con los brazos abiertos, cual Moisés que guía a su pueblo por los mares abiertos.

Que Torra se arrogue ese pretencioso papel no revestiría más trascendencia que la de una nueva ocurrencia de un político unido a una ignorancia universal, justo lo que alguien muy sabio me definió tiempo atrás como un tonto ilustrado. Lo más preocupante de su frase es que encierra una suerte de discurso absolutista, una nueva fase de supremacismo en el que parece anegado el secesionismo. Además, después de todo, la surrealista apreciación no tiene más objeto que protegerse ante propios y ajenos del miedo a enfrentar la desobediencia con las pancartas.

Como ya sucedió cuando los animó a subir el diapasón de sus apretones, el mensaje está claro: Torra es el pueblo absoluto, como concepto abstracto y superior, mientras los jóvenes que le aguardan son la plebe que protesta, se manifiesta, corta carreteras y representa con mayor firmeza lo que él a duras penas es capaz de imaginar mientras es trasladado entre algodones y con la seguridad del sueldo público, el coche oficial y los servicios jurídicos institucionales pagados entre todos.

Nada hubiera cambiado, en términos de majadería, si Torra hubiera sustituido la palabra pueblo por rey. O por rey del mambo. Incluso por rey del cachopo. A la postre, debemos admitir que su enajenación política es poco discutible. Lo que debiera preocuparnos en serio son los cientos de miles de catalanes adoctrinados que pueden depositar un voto en una urna a favor de este señor o de su jefe de Bélgica. Sociológicamente, eso sí que empieza a resultar tan sorprendente como inexplicable en una región donde siempre prevalecía un elevado sentido común colectivo.