El gesto político es una práctica muy socorrida para cuando no hay política concreta para contar. Algunos incluso acaban por confundir la gesticulación como un objetivo en ella misma y cuando se acomodan, se descubren dando vueltas en círculo. De todas maneras, en algunos momentos, la ceremonia es todo lo que se puede hacer para no perder la esperanza de que más adelante se vaya a materializar algún avance. Un guiño a la buena voluntad. Este es el momentum en el que vivimos: el mensaje es la celebración de una reunión entre Pedro Sánchez y Quim Torra, no tanto lo que vaya a acordarse porque nadie puede hacerse ilusiones de que sea nada substantivo.
Pedro Sánchez no le puede ofrecer a Quim Torra ninguna de las aspiraciones de la media Cataluña a la que representa y el presidente de la Generalitat no le querrá aceptar al presidente del gobierno central ningún acuerdo autonómico que no se corresponda al relato republicano inventado. El tiempo de los grandes acuerdos no ha llegado todavía, los unos están rumiando la conveniencia de aprender del fracaso reciente y los otros no tienen la fuerza política para presentar su oferta a los catalanes. Los independentistas están buscando un plan y un liderazgo y los socialistas una mayoría parlamentaria para sustentar sus reformas constitucionales.
Podría suceder que ambas cosas no se dieran a corto plazo o que no coincidieran en un mismo periodo político. Porque hay otros actores aspirantes a salir a escena con guiones sensiblemente diferentes, muy adecuados para el repliegue sobre las esencias, pero poco propicios al entendimiento. Por eso, finalmente, Sánchez y Torra han aceptado el gesto de mantener vivo el diálogo, para evitar que se apague la lucecita del optimismo, no tanto para alcanzar acuerdos significativos, porque unos no pueden, porque los otros no quieren y porque, probablemente, no se ha producido el proceso de maduración imprescindible para aspirar seriamente a un programa de reencuentro.
Y para llegar a acordar una reunión para salvar el futurible de la negociación, ¿era necesaria tanta representación? Tal vez fuera inevitable. El diálogo no es bien visto por todo el mundo. Es evidente. Hay quienes lo arreglarían todo con el mazo del 155 y otros que creen que no hay nada sobre lo que hablar porque viven en las nubes; por otra parte, los dialogantes también tienen a un público al que agradar, al que se le insinúa que todas sus expectativas van a estar sobre la mesa, aun sabiendo que esta insinuación es solo teórica porque sus interlocutores llegan a la cita previa declaración de obediencia constitucional. Todos saben de las limitaciones y se fuerzan a hablarse porque nadie quiere ser señalado como responsable de la voladura del puente.
Hemos pasado, oficialmente, de cualificar el consejo de ministros de provocación y de exigir una reunión de gobiernos de igual a igual, a glosar el encuentro de los dos presidentes, adornado con algunos consejeros y ministros, como una minicumbre, cuando en realidad se parece mucho a una simple concesión del gobierno central para salvar su bandera del diálogo. Lo que hemos vivido estos días ha sido una auténtica cursilería institucional para consumo de adictos. Y aun así, habrá valido la pena preservar una expectativa de contacto, a menos que la movilización en la calle acabe por hacer saltar las endebles costuras de las conversaciones. Al menos, si de estos contactos saliera un acuerdo para aprobar los presupuestos, el gesto se consolidaría con una prueba de confianza.