Gabriel Rufián ha conseguido esta semana lo que llevaba tiempo persiguiendo, que lo expulsasen del hemiciclo del Congreso. De hecho, lo buscaba desde que fue elegido diputado por ERC en diciembre de 2015 porque toda su actividad en la Cámara ha estado basada en la provocación, el insulto, el histrionismo y las ganas de llamar la atención y conseguir titulares.

 

 

Aunque haya intentos de diluir su comportamiento con referencias a que no es el único que emponzoña la vida política y a que la historia del parlamentarismo está llena de exabruptos y descalificaciones personales –lo que es cierto--, el caso de Rufián supera todos los precedentes precisamente porque nunca nadie, una sola persona en concreto, se había dedicado tan intensamente al oficio de provocar e insultar a sus adversarios. Solo ha habido un precedente de expulsión, la del diputado del PP Vicente Martínez Pujalte, en mayo de 2006, por una bronca con el entonces ministro de Defensa del PSOE, José Antonio Alonso, ya fallecido. Quienes disculpan los excesos de Rufián se comportan como los que no aprecian la singularidad insuperable de Donald Trump –otro tuitero impenitente-- en el ranking de la zafiedad, la estulticia y la falta de respeto entre las instituciones.

Cuando fue elegido, Rufián manifestó que solo estaría 18 meses en el Congreso porque lo abandonaría para vivir en la “República catalana”, pero ha seguido en su escaño para, entre otras muchas barbaridades, calificar ahora a Josep Borrell de “fascista”, “hooligan” y “el ministro más indigno de la democracia”; y antes presentarse en el hemiciclo con una impresora para imprimir las papeletas del 1-O, con unas esposas para detener a Mariano Rajoy y con una camiseta con la foto de Rodrigo Rato entrando en prisión. A José María Aznar le ha llamado “señor de la guerra”, “carcelero” y “ladrón”; a María Dolores de Cospedal, “mentirosa” reiteradamente; a Daniel de Alfonso, exdirector de la Oficina Antifraude de Cataluña, “mamporrero”, “gallo”, “lacayo”, “conspirador” y “gánster”; a la diputada del PP Beatriz Escudero, “palmera”; a los diputados del PP, “miserables” y “fascistas”; a los de Ciudadanos, “cuñados”, “embusteros”, de “extrema derecha” y miembros de un “partido fake”; y a los miembros del PSOE, “traidores” y “vendidos”, con una dedicatoria especial para Susana Díaz: “cacique”.

Alguna culpa de la fama de Rufián la tienen quienes le han reído las gracias, cuando no tiene ninguna, y los que han analizado sesudamente sus sentencias del mismo modo que alguien quiso hacer una tesis doctoral sobre Belén Esteban. Pero el principal responsable de la irrupción de Rufián en la vida pública es quien lo puso como cabeza de lista de ERC en las elecciones generales de diciembre de 2015, Oriol Junqueras, que decidió incluso que pasara por delante del veterano Joan Tardà, un republicano de expresión arrebatada pero simpático y mucho más respetuoso que su colega. Junqueras quería que un xava de Santa Coloma que predicaba el independentismo en castellano consiguiera votos en el cinturón industrial de Barcelona, pero el resultado, pese a un cierto crecimiento, no ha colmado las expectativas.

No se puede decir que Junqueras desconociera al personaje, que era dirigente de Súmate –un chiringuito montado por ERC para reclamar la independencia en castellano— y ya daba mítines de la ANC, en los que, por cierto, un día citaba una frase atribuyéndosela a Oscar Wilde y otro decía que el autor de la misma era Eduardo Galeano. Junqueras decidió además que Rufián volviera a encabezar la lista de ERC en la repetición de las elecciones en junio de 2016.

Ahora, algunos miembros de ERC deslizan que Rufián va por libre y destroza la estrategia republicana basada en el pragmatismo y la moderación. Pero ¿no será que Rufián encarna la otra cara de la doblez de Junqueras que denunciaba recientemente Joaquim Coll en un artículo en Crónica Global? Como ha analizado con precisión Joan Llorach en el libro colectivo Anatomía del 'procés', Junqueras ha sido uno de los dirigentes independentistas que más han mentido durante todo el proceso. Así que es perfectamente compatible que mientras se predica el pragmatismo en Barcelona, se agite el radicalismo en Madrid. Y si no es así, ¿por qué sigue Rufián en el escaño o por qué no se le llama al orden?