Resulta desconcertante que el presidente de ERC aparezca en estos momentos como alguien moderado y fiable a ojos de personas destacadas del mundo empresarial y sindical, dirigentes de la izquierda española y el nacionalismo vasco, economistas de prestigio, periodistas y hasta obispos. Parece que todos quieren visitar al líder republicano preso en Lledoners, cuya liberación inmediata y absolución en el juicio (o posterior indulto por parte del Gobierno de Pedro Sánchez) sería lo mejor que podría pasar para que el diálogo diera sus frutos y se pudiera normalizar la situación política en general, sostienen en privado algunos de los que en estas últimas semanas se han entrevistado con él. Frente al irredentismo de Carles Puigdemont, el tono moralista de Junqueras atrae a los que gritan la necesidad de encontrar un interlocutor. Su llamamiento a ensanchar la base social del independentismo es visto como una renuncia al unilateralismo. Sin embargo, un examen a la trayectoria de Junqueras demuestra que no es un político moderado ni fiable. Durante estos años, sobre todo en los momentos más críticos del procés, se ha comportado con una imperdonable doblez y su responsabilidad no es menor que la de Puigdemont.
El analista Joan Llorach ha calificado en el libro Anatomía del procés (2018) lo sucedido en Cataluña como “el triunfo de Junqueras”. Cuando a partir de 2011 asumió el control del partido republicano, logró en poco tiempo un doble objetivo: colocar la independencia en el centro del debate de la política catalana y hacerse con la hegemonía ideológica del soberanismo. Junqueras supo entender mejor que nadie hasta qué punto la idea de una Cataluña económicamente agraviada se había convertido en un poderoso argumento. Por mucho que deformase en sus intervenciones públicas la magnitud del “expolio”, nadie iba a afeárselo en el campo nacionalista porque se trataba de una verdad indiscutible desde los tiempos del pujolismo. Como consecuencia de ello, Junqueras pudo arrastrar tanto a los votantes de ERC como a los de CiU al límite de sus contradicciones, concluye Llorach. Si los catalanes sufrían una merma tan importante de su riqueza, una cifra que la Generalitat fijó en sus cálculos sobre las balanzas fiscales en 16.000 millones anuales y que Junqueras repetía en cada ocasión, la consecuencia lógica era hacerse independentista.
Ahí no existe doblez en Junqueras sino contumacia porque estamos ante un separatista cuyo ideal no cambiaría aunque “España fuera el país más próspero del mundo”, ha confesado en algunas entrevistas. Su habilidad consistió en detectar que para derribar el muro de la identidad dual de los catalanes, hacía falta convertir el deseo secesionista en una “necesidad” social urgente para “asegurar el futuro de Cataluña” y “ayudar a la gente”. Sus declaraciones están salpicadas de radicalismo en el marco de la dinámica de competición electoral entre republicanos y convergentes desde el inicio del procés. En noviembre de 2013, por ejemplo, amenazó con parar la economía catalana durante una semana para disparar la prima de riesgo española y obligar al Gobierno de Mariano Rajoy a aceptar un referéndum de autodeterminación. Y un año después, tras la consulta del 9N y las vacilaciones de Artur Mas en convocar elecciones “plebiscitarias”, reiteró que si él tuviera 68 diputados no dudaría en proclamar la independencia.
Sin embargo, a partir del momento en el que se convirtió en el número 2 del ejecutivo catalán, en enero de 2016, pasó a desarrollar un rol mucho más pasivo y ambiguo. Eso dio lugar a que, en contraste con la agresividad creciente de Puigdemont, que había anunciado su voluntad de dejar la política tras esa legislatura excepcional de 18 meses, Junqueras fuese visto como alguien más pragmático en tanto que responsable de la consejería de Economía. Siempre ha llamado la atención que para la vicepresidenta española Soraya Sáenz de Santamaría, el dirigente republicano apareciese como un político sensato con el que se podía hablar de todo, más interesado en garantizarse su futuro como president que en una independencia imposible. Pero ahora sabemos que, bajo su responsabilidad, la Generalitat estuvo intentando construir una base de datos fiscales para hacer posible la ruptura y que su número dos en Economía, Pere Aragonès, quiso garantizar la financiación internacional del nuevo estado independiente.
El exconsejero Santi Vila ha descrito en De héroes y traidores (2018) la actitud de Junqueras como el “extraño caso” del hombre que durante meses “se paseó por los principales despachos empresariales, financieros y políticos de Barcelona y Madrid, atribuyéndose la representatividad del nuevo centrismo destinado a sustituir la corrupta CiU; el político que les imploraba que ejercieran su influencia moderadora sobre Puigdemont, al que desde ERC describían como un radical descontrolado”. Y que, sin embargo, cuando llegó el momento de la verdad, hizo todo lo contrario de lo que dio a entender que defendía en sus conversaciones con destacadísimos dirigentes financieros catalanes, según relata el periodista de Oriol March (Los entresijos del procés, 2018), cuyo independentismo está fuera de toda duda. Lo cierto es que cuando llegó el momento de la verdad, Junqueras boicoteó la convocatoria de elecciones anticipadas. En junio de 2017, exigió a Puigdemont y Mas que los consejeros del PDeCat que no estuvieran dispuestos a ir hasta el final con el referéndum fueran cesados. A partir del 6 y 7 de septiembre, y sobre todo tras el 1-O, entró en una especie de “resignación” ante los acontecimientos, dejando que estos discurrieran en lugar de redefinir una estrategia posibilista, tal como postulaba el consejero de Justicia, Carles Mundó, que discrepaba de la obstinación unilateralista de Marta Rovira, secretaria general de ERC.
Otro de los observadores privilegiados de aquellos acontecimientos, el exdiputado Joan Coscubiela, ha situado el papel de Junqueras como “uno de los factores más distorsionadores en los momentos decisivos” (Empantanados, 2018). Lo retrata con el apodo de “cardenal Mazarino” por su capacidad de disimular lo que pensaba y enorme ambición. Hoy sabemos que en un debate en el seno del Govern tras el 1-O sobre la conveniencia de llevar a cabo la DUI, no se quiso posicionar, alegando que “todo el mundo sabía lo que él pensaba”, para sorpresa de la consejera Clara Ponsatí, cuyo reiterado testimonio sobre esos días incide en el extraño comportamiento de Junqueras. Finalmente, el dirigente republicano dejó solo a Puigdemont en la decisión de llamar a las urnas la noche del 25 de octubre y, aunque le urgió a firmar el decreto de disolución, haciéndole creer que asumiría parte de la responsabilidad en esa decisión, en las horas siguientes amenazó con abandonar el Govern si se convocaban elecciones autonómicas. A ello le siguió el famoso tuit de Gabriel Rufián sobre las 155 monedas de plata.
En conclusión, la estrategia del líder republicano siempre fue la misma: empujar el tren independentista hacia el choque, esperando que los convergentes --primero Mas y luego Puigdemont-- pusieran el freno de mano, y él pudiera salir indemne ante los suyos, mientras en otros círculos vendía una imagen de moderación y sensatez. Por eso desconcierta que ahora, en lugar de exigir que alguien así sea apartado como interlocutor, algunas élites políticas y económicas lo tomen nuevamente en serio, olvidando tanto su esencialismo como la acreditada capacidad para la doblez de la que ha dado pruebas.