Los políticos conservadores de todo el mundo tienen sus propias especialidades. En España, lo normal es haber formado parte en su juventud de alguna banda de la porra de extrema derecha, dedicada en sus ratos libres a aporrear rojos y dar vivas al Caudillo (a veces el remedio es peor que la enfermedad: véase el caso del errático Jorge Verstrynge). La especialidad británica se centra en la homosexualidad juvenil, que se abandona en la madurez para casarse con una mujer fea, fabricar a medias un par de críos horribles y hacerse fotos con la familia poniendo cara de pilar de la sociedad y defensor de la ley, el orden y los valores tradicionales del imperio (solo los más recalcitrantes insisten en recurrir a los servicios de un chapero de vez en cuando). En Estados Unidos, la especialidad conservadora consiste en haber pasado por la universidad sin aprender nada, pero bebiendo como esponjas, ejerciendo de matón desde alguna fraternidad siniestra y, tal vez, participando en algunas violaciones múltiples: sin este último elemento, George W. Bush es un ejemplo clarísimo de esta tendencia, que suele incluir un descubrimiento tardío de la obra de nuestro señor Jesucristo.
El representante más reciente de esta manera de ir por el mundo en sus años mozos es Brett Kavanaugh, candidato de Donald Trump al Tribunal Supremo de los Estados Unidos --solo por eso ya merecía que se le corte el paso--, quien ha tenido la inmensa desgracia de que su candidatura coincida con el MeToo, movimiento sin duda necesario pese a Asia Argento y los sorprendentes casos de amnesia milagrosamente curada que se registran entre algunas supuestas víctimas de abusos sexuales. Una de esas víctimas es Christine Blasey Ford, que le acusa de haberla violado, convenientemente cocido, cuando ambos iban a la universidad. Otra, en grado menor, es Deborah Ramírez, quien asegura que el joven Kavanaugh se sacó la chorra en su presencia y se la puso en las narices. ¿Inocentes locuras de juventud? Hay dudas al respecto.
Como el español que de joven fue de extrema derecha y el inglés que le comía el rabo a su compañero de cuarto en Oxford o Cambridge, el señor Kavanaugh niega o tamiza las acusaciones, pero todo parece indicar que se portó como un gañán beodo y salido en su paso por la universidad. Ahora va de hombre de orden al que hay que perdonarle sus travesuras juveniles, pero de ahí a dejarle ocupar una plaza en el Supremo hasta que se muera hay un largo trecho. Seguro que había otros candidatos con un pasado un poco más presentable, aunque a Trump no le gusten tanto. Y si a Trump le gusta Kavanaugh es porque le recuerda a sí mismo y lo considera una pieza fundamental para solidificar esa república de los patanes en que se ha empeñado en convertir a su querido país.
Las apariciones en televisión de Kavanaugh con cara de yo-no-fui no convencen a nadie. Y el tipo que le protege ha sido visto recientemente subiendo a un avión con un trozo de papel higiénico enganchado a la suela del zapato (¿ves lo que pasa por tuitear desde el retrete, Donald?). Trump y Kavanaugh son tal para cual, pero eso debería servir, por el bien de América, para que uno se quedara sin su sillón en el Tribunal Supremo y al otro le aplicaran el impeachment lo antes posible. O, como dicen por allí, the sooner the better.