Si gira el rostro para mirar al pasado se convertirá en estatua de sal. Ruiz-Gallardón, edil de las autopistas-boulevard de Madrid, a las que ahora tiene que rescatar el Estado con 7.000 millones de euros sobre el lomo de los contribuyentes (nosotros), fue en su día un moderado en el equipo rampante de Aznar. Pero se entregó a las iglesias de Karol Wojtyla, comandadas entonces por Doña Ana en la capilla de Moncloa. Después de la era ZP (siete años), desembocó en Justicia sin advertir que Rajoy había viajado al centro, de la mano de Soraya. Tuvieron que echarle; y lo hicieron con elegancia galaica el mismo día en que se retiraba la Ley del Aborto. Gallardón salió del Palacio de la Marquesa de la Sonora, sede de Justicia, con los rizos como escarpias y al grito de ¡lesa humanidad!, para refugiarse bajo la púrpura flamígera de Rouco Varela.
Se hizo abogado del líder venezolano Leopoldo López por mor del chavismo canalla y apechugó tres años con su cliente en la sombra. Suerte que la oposición venezolana externalizó en Rodríguez Zapatero el caso López, hasta que, el pasado fin de semana, se le conmutó la celda por su domicilio. La esposa del político opositor, Lilian Tintori, fue así de rotunda: "Zapatero ha sacado a mi marido de la cárcel".
Pero Gallardón, herido en su orgullo, le mete un rejón al expresidente socialista: "ZP ha hecho una mediación que no resulta totalmente satisfactoria". Será desagradecido; si la envidia fuera tiña. Y es que la teodicea de los romanos da para eso y para negar la comunión a los celíacos que no pueden tomar hostias con gluten. Otro renuncio y otro sapo en el gaznate por orden indirecta de Rajoy. El presidente salió para poner las cosas en orden; dijo que ZP muy bien y que estaba coordinado con el ministro de Exteriores, Alfonso Dastis. Y, a las pocas horas, Gallardón se lo comía en TVE: "Tengo que felicitar a Zapatero, bla, bla".
Gallardón, herido en su orgullo, le mete un rejón al ex presidente socialista: "ZP ha hecho una mediación que no resulta totalmente satisfactoria". Será desagradecido; si la envidia fuera tiña
Sobre la cabeza del exministro ronda la maldición de Blas de Lezo, aquel almirante español que defendió la plaza de Cartagena de Indias y que ha dado nombre al caso de corrupción pepera del Canal de Isabel II. Gallardón no moldea; es un código de barras que remite a su heráldica personal (hijo de). Odia el sesgo comandantoide de los venezolanos (se comprende) y le cuesta acercarse por allí (no tanto). Sobre aquella república apodada Canaima, señorea hoy el drolático Nicolás Maduro, un político a medio camino entre la malicia y el chusco, un populista remendón desprovisto de honor y capaz de alternar la charrera abotonada del Estado Mayor con el chándal acolchado del cabo de guardia.
ZP es paciente. No perdió los nervios hace pocos días, cuando Aznar le despidió de la reunión a tres (Zapatero, Felipe y Aznar se juntaron en público, bajo la égida de Vocento, el pasado día 4 de junio, en el 40 aniversario de la democracia) con un "¿Te vas a Venezuela no? Ten cuidado". ZP, ya de salida, en medio del aforo y de espaldas al proscenio, solo se giró por educación. Dos días después, Leopoldo López salía del penal de Ramo Verde rumbo a su casa. ¡Chupa del frasco Carrasco! Fue una de esas tardes frescas, borgianas, que "parecen amaneceres". Nos alegramos todos de la salida de López, aunque al profesor Juan Carlos Monedero le sobren cortapisas ante la cachaza del charlatán del Palacio Rosado de Caracas y a los ministros de Rajoy les falte el temple de su jefe, siempre seguro en el campo de las medias verdades.
Venezuela crece inmune como su río, el Orinoco. Avanza frente a la quietud mineral de los humedales que descubrió Orellana. Rómulo Gallegos le llamó a su paisaje "el alba de una civilización frustrada". Su tiempo es el tiempo propio de la naturaleza, "el paisaje inquietante" que ha pillado Maduro sin saber cómo para perpetuarse a costa del espanto. Empezó rezando sobre el cadáver bolivariano de Hugo Chávez y ha acabado canonizándose a sí mismo; ahora ha convocado a la Asamblea Nacional para modificar la Constitución y hacerse eterno. La oposición, que no es manca, lleva en la calle un mes y un centenar de muertos: se los tragó la selva, diría alguno de los chamanes que acompañan al presidente telúrico. Maduro es el chivo Trujillo, el mojón brasileiro, el Fujimori encarcelado en el valle sagrado del Inca, el hermanazo Raúl, titán de La Habana; es Tacho el chirín de Managua, el coronel penacho de Tegucigalpa, el hombrón que acabó con Ellacuría y con monseñor Romero en la catedral de San Salvador; posee el aliento luciferino que cruza los narcocorridos mexicanos de los Tigres del Norte. Es la América parca que quiere matar la invención y sustituirla por la magia, el vudú perruno de los lagos negros. Maduro es el artista adolescente de Wilde, tan seguro de sí mismo que, al desconocer el arte de la política, se proclama simplemente artista.
Gallardón desafió al destino y ha acabado saboreando la envidia como proceso de demolición
Este autor de una neolengua, capaz de invertir la semántica y abolir la esfera privada, ha levantado a su alrededor a los cien mil hijos de San Luis embebidos por el sometimiento que les protege. Sus cárceles son un no lugar jurídico, como Abu Ghraib o Guantánamo; ni más ni menos. Mientras Gallardón y Javier Cremades, como abogados de López, trataban (y tratan) de procesar a Venezuela en una Corte internacional, llegó la excarcelación de López conmutable por arresto domiciliario. El exalcalde Madrid miró de reojo a Moncloa, donde bajo los arcos y los zaguanes habita ella, Soraya, la muñeca diabólica que le persigue desde el estallido del caso Bárcenas.
El encono entre ambos proviene de cuando se conocieron los pagos en B como práctica habitual en Génova. Gallardón divisó su salida del laberinto ante la debilidad aparente del jefe, al descubrir un saliente que le permitiría volar hacia metas más altas, con el mando a distancia de Aznar en la rebotica de la Fundación Faes. Fue entonces cuando Rajoy trazó su línea divisoria que dejaría fuera a Gallardón y a otros más despiertos, pero igual de imprudentes, como Margallo, el excanciller políglota, un liberal profundo que conoció la afición de la derecha española por el deleite mortuorio del éxito.
En las profundidades del poder solo sobreviven los incondicionales (Moragas y Báñez, entre otros matices del gris, pongamos por caso). Salir a la luz en un régimen galaico es más peligroso que visitar a la Santa Compaña sobre los peñascos atlánticos de Costa da Morte. Gallardón desafió al destino y ha acabado saboreando la envidia como proceso de demolición.