"El Estado no dispone de tanto poder como para impedir la democracia", fueron palabras del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, pronunciadas el 22 de mayo en Madrid, a donde se desplazó junto al vicepresidente Oriol Junqueras y el consejero de exteriores Raül Romeva para explicar en una conferencia del porqué de su voluntad de un referéndum independentista en Cataluña.
Son palabras tan repletas de épica y falacia como vacías de contenido. No sólo porque el Estado dispone de bastante variedad de recursos para impedir lo que se proponen, sino también porque la democracia de la que nos hablan carece de los más mínimos requisitos para serlo. Es una democracia en la que se asegura que, si no pueden hacer un referéndum de independencia, directamente se separan, aunque las encuestas digan reiteradamente que no tienen una mayoría de catalanes que desee la independencia.
El referéndum de independencia que prepara la Generalitat para finales de septiembre está lejos de ofrecer las garantías mínimas de cualquier proceso democrático. Según el borrador de la Ley de Transitoriedad Jurídica, publicado por El País y que nadie ha desmentido, el bloque independentista acapararía los recursos públicos para la campaña, en detrimento de los eventuales defensores del no. Y deja abierta la puerta a la intervención en los medios, tanto públicos como privados, para “adoptar medidas compensatorias” si no informan con los criterios que considera oportunos.
Esa democracia de la que hablan propone un referéndum sin tener en cuenta la participación y en la que se dice que el voto afirmativo de la mayoría de los votos válidamente emitidos implica la ratificación de la independencia, sin tener en cuenta ninguna de las recomendaciones de la Comisión de Venecia sobre procesos democráticos y la realización de referéndums y con bastantes menos garantías de las que tenemos para cambiar en España la Constitución y en Cataluña el Estatuto de Autonomía.
El referéndum de independencia que prepara la Generalitat para finales de septiembre está lejos de ofrecer las garantías mínimas de cualquier proceso democrático
La ley de transitoriedad, considerada como la ley básica del nuevo Estado, pasaría por el Parlament y se aprobaría por los grupos parlamentarios favorables a la secesión, que representan menos del 50% de los votos ciudadanos, sin haberse conocido con anterioridad, ni haberse discutido previamente, con desprecio absoluto de los grupos políticos contrarios a la secesión y que representan a más de la mitad de los ciudadanos de Cataluña.
En esta nueva tierra tan democrática que ya ha dejado de ser la tierra de promisión y se ha convertido en la de la amenaza, los bienes públicos pertenecientes al Estado Español, es decir, a todos los españoles, pasarán a ser titularidad de la Generalitat.
Ya no existirá separación entre poderes, considerado un requisito de garantía de un Estado democrático y se nos promete que el poder judicial tendrá dependencia directa del político: el presidente de la Generalitat elegiría al fiscal general de Cataluña y al presidente del Tribunal Supremo catalán.
Los jueces deberán concursar nuevamente por sus plazas y sería la Comisión Mixta y el Govern los que participarían en los procesos selectivos de jueces y magistrados en los términos que fije la ley. Dicha Comisión Mixta estará integrada por la sala de gobierno del alto tribunal y una comisión formada por 10 personas, presidente del Supremo, ministro de justicia, 4 jueces de la sala de gobierno del Supremo y 4 personas designadas por el Govern.
Tal como ya nos adelantó el exjuez Santiago Vidal, asesor del consejero de Justicia, ya se han determinado de los 801 jueces españoles en Cataluña, cuáles comparten sus sueños e ideales. “Sabemos perfectamente”, afirmó, “cuáles se quedarán y cuáles se irán; sabemos con qué jueces podemos contar”. Por tanto, la susodicha Comisión Mixta sólo tendrá que consultar la lista y no tendrá dificultades en saber a qué jueces debe dar plaza y a cuáles no.
Como un estado de cosas así, sin contar con la mayoría de la población, sólo se puede mantener con amenazas y castigos, los voceros del nuevo régimen ya se encargan de difundirlas para que nos vayamos acostumbrando: el exjuez Vidal a los jueces con quedarse sin plaza, el diputado Lluís Llach a los funcionarios que no se adhieran al nuevo régimen y el periodista Vicent Partal amenazando con cerrar los bancos que no estén a favor de la independencia.
Según sus propios documentos, la democracia de la que nos hablan estos señores es en realidad un plan orquestado para despojar de derechos, servicios, libertades y capacidad de expresión a más de la mitad de los ciudadanos catalanes
Según el borrador de la ley de transitoriedad jurídica, la Generalitat sancionará a los funcionarios que no acaten esta ley, pendiente de aprobación en el Parlament y que pretende romper con el sistema legal español. Lluís Llach, diputado de la coalición de gobierno Junts pel Sí, en varias conferencias públicas celebradas en los últimos tres meses ya nos dijo que los funcionarios que no cumplan la ley serán sancionados y que muchos de ellos sufrirán.
El documento de desconexión recoge que "la incorporación del personal del Estado español a la Administración General de Cataluña requiere la posesión de la nacionalidad catalana en aquellos puestos de trabajo que impliquen el ejercicio de poder o autoridad pública". Por tanto, el personal sanitario como autoridad pública, designado así tras la reforma del Código Penal de 2015, solo podrá seguir desarrollando su actividad si solicitan la nacionalidad catalana.
Curioso y profundamente democrático resulta el artículo que habla de la retirada del pasaporte y la retirada de la nacionalidad catalana: por condenas por delitos contra el orden público, los que pongan en peligro la paz, y los acusados de “traición” o de cometer delitos “contra la independencia de Cataluña”. Con esto ya no hacen falta cárceles, a los reos les quitamos la nacionalidad y los expulsamos del territorio. A los que no estén a favor de la independencia, como no serán ciudadanos, no sólo no podrán acceder a ningún cargo público, tampoco podrán votar y por tanto no tendrán representación en el Parlament, ni derecho a la sanidad, ni derecho a becas. Tampoco existirán medios de comunicación con ideas perniciosas. Todo saldrá barato y los adictos al régimen se quedarán con los recursos a los que ahora todos tenemos derecho, independientemente de nuestras opiniones.
En conclusión, según sus propios documentos, la democracia de la que nos hablan estos señores es en realidad un plan orquestado para despojar de derechos, servicios, libertades y capacidad de expresión a más de la mitad de los ciudadanos catalanes.
Esto no sólo no va a ninguna tierra maravillosa llamada Ítaca, más bien parece que nos quieren hacer subir a una patera, con intenciones de echar por la borda a la mitad de los ciudadanos, que habrán subido de buena fe. Por cierto, en el poema de Cavafis, el camino a Ítaca tiene el significado del viaje de la vida hacia la muerte. Lo importante es lo que aprendemos mientras llegamos. No hay palabras.