El debate entre los tres candidatos a la secretaria general del PSOE mostró que la guerra entre Susana Díaz y Pedro Sánchez es total, altamente tóxica y un suicidio para los socialistas porque responde a un enfrentamiento irreconciliable de origen personal. Revestir la lucha por el poder, siempre legítima aunque en este caso particularmente encarnizada, de insalvables diferencias ideológicas es una gran impostura. Tras las segundas elecciones, Sánchez estaba dispuesto a negociar la abstención, o a dejar pasar la investidura de Mariano Rajoy solo con la mínima, si no hubiera tenido la certeza absoluta de que los barones le querían colgar ese sambenito para luego cortarle el cuello. Y Díaz nunca fue capaz de defender públicamente que no quedaba otra alternativa, pues la peor opción para España y el PSOE era ir a terceras elecciones. En lugar de debatir políticamente cómo gestionar ese escenario, sin duda traumático por lo que significaba dejar gobernar al PP, instrumentalizaron los sentimientos de la militancia. Como reconoció hace unos meses Javier Fernández, presidente de Asturias y de la gestora socialista, "al día siguiente de las elecciones de junio la inmensa mayoría de dirigentes sabíamos lo que había que hacer, pero que lo que no sabíamos era cómo ganar el congreso del partido después de hacerlo". Ahí está todo explicado.
Dejemos a las naciones, y lo que creamos cada uno que sean, en paz. Y, por favor, que a nadie se le ocurra el disparate de intentar constitucionalizar los sentimientos
El lunes no hubo un debate de ideas sino de reproches entre Díaz y Sánchez. Solo Patxi López, que lució veteranía y argumentalmente fue el mejor, apuntó algunas propuestas sobre fiscalidad para las rentas más altas y una mayor integración económica de la Unión Europea. El resto fueron pullas sobre lo sucedido en ese aciago comité federal del octubre pasado, en torno a la política de alianzas con Podemos o sobre la traída plurinacionalidad. En este punto el debate tuvo su minuto de oro que se ha difundido muchísimo por las redes sociales cuando López le pregunto a Sánchez con un aire un poco sobrado, "Pedro, ¿sabes lo que es una nación?". Y este le contestó vagamente que es "un sentimiento que tiene mucha gente en Cataluña o el País Vasco por razones culturales, históricas o lingüísticas". Muy bien, contra los sentimientos no hay nada que objetar, le vino a decir el exlendakari, para concluir enfadado "¿pero de verdad que este es el debate de los socialistas?".
No creo que sea justo machacar al anterior secretario general del PSOE por manejar conceptos como nación de naciones o plurinacionalidad. No es el primer socialista que lo hace, y la hemeroteca demostraría que también Díaz y López han hablado de ello. En realidad, todos los socialistas han abusado, creo que manera ingenua, de conceptos que son necesariamente vaporosos, discutibles, y que su principal problema es que no resuelven nada. Hablar del "carácter plurinacional de España" no está ni bien ni mal, solo que no nos dice nada sobre cómo se reconoce ni para qué. Excepto que seas nacionalista y quieras la independencia de Cataluña, claro está. Pero si realmente nos tomamos en serio la pluralidad española, haríamos mucho mejor en centrar el debate en las culturas y lenguas españolas, en los derechos que tienen sus hablantes y los deberes de las administraciones. Pero dejemos a las naciones, y lo que creamos cada uno que sean, en paz. Y, por favor, que a nadie se le ocurra el disparate de intentar constitucionalizar los sentimientos. "Meter muchas naciones en un Estado es como llenar de escorpiones una botella", ha escrito en Twitter el ensayista y diplomático Juan Claudio de Ramón. Huyamos, como de la peste, del jardín de las naciones. Son debates que son identitarios, excluyentes, a las antípodas de lo que de verdad debería interesar a los socialistas.