Los vocablos diálogo y negociación se repiten continuamente en las declaraciones públicas del Gobierno central y del Govern de la Generalitat. No obstante, una duda con fundamento enturbia la credibilidad y, en definitiva, la viabilidad de tales propósitos. Se negocia entre adversarios. Las posiciones de unos y otros no pueden ser más adversas, luego por ese lado las cosas están claras, ambas partes son potenciales sujetos de una negociación.
Pero, ¿quiénes serán llamados a negociar? El Gobierno central no ofrece dudas como institución. Sus actuales representantes, Mariano Rajoy y los ministros de turno, solo tienen que abandonar el diletantismo que les ha caracterizado hasta ahora, cambiar el registro anodino, verbal y político, y dotarse de una estrategia inteligente, sincera, respecto a Cataluña, revitalizando un proyecto común capaz de seducir a muchos catalanes y haciendo propuestas concretas, no solo sobre las reclamaciones pendientes, sino avanzando otras que desborden el marco de lo material reclamado por la Generalitat. Hay margen constitucional para todo ello, aunque tal vez resulte un programa demasiado exigente para las luces políticas del actual Gobierno central.
El Gobierno central estaría dispuesto a hablar de casi todo menos del referéndum, y el Govern de la Generalitat de casi nada salvo del referéndum. Ahora bien, el qué formaría parte ya de la negociación
En cuanto al Govern de la Generalitat y los partidos que lo sostienen, las dudas son serias. Raül Romeva, que encabezó la lista de JxSí, no cuenta, se le utilizó como simple comodín. Tampoco cuentan otros segundones: Francesc Homs, Neus Munté, Jordi Turull, Joan Tardà, Marta Rovira... El presidente de la institución, Carles Puigdemont, no da la talla política, sigue siendo el alcalde independentista de Girona. Oriol Junqueras se autoexcluye --se le supone sincero-- al declarar en repetidas ocasiones que no participará en la negociación de una reforma constitucional y que la exigencia de la soberanía de Cataluña es irrenunciable. Y, por supuesto, toda la CUP está en otra orbita.
Quedaría Artur Mas, un veleta político. Si se convirtió al independentismo desde el autonomismo de la era Pujol sin otra razón fundada que el cálculo personal, ¿por qué no se reconvertiría ahora al federalismo por la misma razón? De hecho, ha insinuado un amago de negociación al sugerir que el Estado, no el Gobierno --¿qué entenderá por Estado?--, debería hacer una propuesta a modo de "tercera vía". En política, el cinismo es un componente más del pragmatismo.
Solo que Artur Mas tendría previamente que vencer escollos que parecen insalvables, incluso para su proclamada astucia: una posible inhabilitación por el 9N y un título que le legitime para la negociación --no basta con la presidencia del débil PDECat-- , para lo que tendría que ganar unas elecciones, cosa harto difícil por la competencia de ERC y, secundariamente, por los casos de presunta corrupción que le acechan.
Sin negociación, subterránea o al aire libre, los independentistas arrastrarán a Cataluña hasta el borde del precipicio
No se vislumbra pues quién puede dirigir con autoridad una negociación desde el Govern de la Generalitat. Y, además, está la cuestión de qué negociar. El Gobierno central estaría dispuesto a hablar de casi todo menos del referéndum, y el Govern de la Generalitat de casi nada salvo del referéndum. Ahora bien, el qué formaría parte ya de la negociación.
Y sin negociación, subterránea o al aire libre, los independentistas arrastrarán a Cataluña hasta el borde del precipicio. Al interpretar que lo peor es lo mejor para ellos, pueden tensar la cuerda hasta proclamar a lo loco una seudo independencia, una desconexión nominal del Estado o alguna otra variante de su provocativo repertorio, instando a los ciudadanos a acatar la "nueva legalidad", lo que obligaría al Estado a una intervención legítima, pero políticamente costosa para todos.
Pero, que no se engañen los independentistas, la Unión Europea y la comunidad internacional respetarían la intervención constitucional del Estado, amparada además por el artículo 4.2 del Tratado de la Unión Europea, que garantiza la integridad territorial de los Estados miembros, e ignorarían o condenarían las chapuzas del independentismo.