¿Dónde está el pueblo español?
Todo problema político encubre un problema cognitivo y otro afectivo. El conocimiento pende, no solo del azar que nos sitúa ante una realidad, sino de nuestra voluntad guiada por la emoción. Ortega y Gasset afirmaba que el ojo ve, pero el corazón pone los acentos.
Cuando se debate sobre el aborto vemos que las dos posiciones son acertadas y, a su vez, incompatibles. Unos depositan su atención sobre la mujer embarazada y otros sobre el concebido. El corazón decide qué ser merece nuestra simpatía, si la gestante o el gestado. Si nos comparecemos de la carga que pesará sobre la mujer prestaremos oídos a los proaborto. Si sentimos compasión por el feto abrazaremos la causa de su vida.
El secesionismo puede plantear sin ambages su proyecto maximalista: el otro ser que podemos contemplar desde nuestro balcón (“pueblo español”) está muy difuminado
Cuando nos asomamos a una balconada contemplamos pasivamente un paisaje, pero nuestro afán conduce nuestras pupilas a un objeto determinado, que se convierte en el elemento dominante. La percepción de ese dato esencial no es un hecho objetivo. Somos nosotros quienes aislamos dicha figura conforme a nuestra atención y necesidades. En el caso del aborto, cada posición es correcta: los proabortistas convierten a la mujer en el ser principal y al feto en el paisaje pasivo; los provida hacen lo contrario.
Hace treinta años era imposible que alguien planteara seriamente la secesión de Cataluña. Josep Tarradellas, presidente provisional de la Generalitat y militante de ERC, concluía sus discursos con un “¡visca Catalunya i els altres pobles de Espanya!”. Era imposible el separatismo. La gran mayoría de los catalanes tenía incorporada en su retina y en su corazón la idea de “pueblo español”. Tarradellas podía vitorear a España. Él había conocido una España no franquista en su juventud. Sin embargo, las jóvenes generaciones solo conocieron la España franquista, y Franco daba los palos envueltos en la bandera española. De tal manera que a muchos de los perseguidos por el “caudillo” se les antojó odioso el concepto ensalzado por su perseguidor. Como los pensamientos van hilados, contemplar la idea “España” suponía recordar al dictador.
El franquismo lanzó sobre el paisanaje una extraña ecuación: “España es igual a Franco” (o “quien critique a Franco es antiespañol”, o “los valores españoles son los del Caudillo”, etc.). Anuló el imaginario de la España libre y democrática. El dragón secuestró la doncella y se apropió tanto de ella que muchos creyeron que su vestidura eran escamas. Muchos aún confunden al dragón con la chica. Y va siendo hora de liberar a la muchacha. La mejor manera de enterrar al ya muerto dragón es reencontrarse con ella.
Volvamos al balcón: el desvanecimiento del concepto “España” (por culpa de su apropiación por la vieja dictadura) provoca un vacío, primero afectivo y luego sensorial; y este vacío es cubierto por otra imagen omnipresente: la de “pueblo catalán”. Es comprensible que el nacionalismo aparte la mirada ante el objeto “España”, pues él no lo quiere ver y no ve nada, porque teme que una determinada idea de España eclipse la idea que tienen ellos de Cataluña. Ambos conceptos nos son propios, como nos son propios ser humanos y europeos, pues concéntrica es su disposición. No son incompatibles, a no ser que caigamos en la excluyente cosmovisión nacionalista.
Mientras los que apostamos por la convivencia no incorporemos con naturalidad en el discurso político el concepto “pueblo español”, el nacionalismo llevará la batuta
Ahora bien, desconcierta que entre los que apuestan por valores como la convivencia, el progreso y los derechos civiles de todos los ciudadanos de España se aparte también la mirada. España no tiene quien la mire.
El secesionismo puede plantear sin ambages su proyecto maximalista: el otro ser que podemos contemplar desde nuestro balcón (“pueblo español”) está muy difuminado, no hay, pues, derechos, ni intereses, ni afectos perjudicados por el nacionalismo. En el escenario solo existe el objeto “pueblo catalán”. De tal modo que los nacionalistas no tienen conciencia (ni buena ni mala) de que están afectando a 47 millones de conciudadanos. Pueden suprimir el voto de 40 millones de personas y, al mismo tiempo, proclamar que su postura es radicalmente democrática, porque en su pantalla emocional los demás españoles no existen. ¿Dónde está el pueblo español al que vitoreaba Tarradellas?
No solo eso. Cuando el nacionalista contempla al objeto “Cataluña” ve tan solo una proyección de él mismo, es decir, ignora totalmente a la Cataluña no nacionalista. Por ello no tiene tampoco ningún tipo de inconveniente en suprimir el programa mínimo del catalán no nacionalista, porque no lo ve como sujeto. En su posición egocéntrica tan solo existe él. Es maximalista e intransigente, pero en su egoísmo, se lamenta de que los demás no cedan permanentemente ante él.
Mientras los que apostamos por la convivencia no incorporemos con naturalidad en el discurso político el concepto “pueblo español”, el nacionalismo llevará la batuta. Las apelaciones a la ley son huecas si no llevan aparejada la idea de qué sujeto es el autor y el beneficiario de la ley. Y ese sujeto somos todos, los 47 millones de españoles. Ningún combate político se gana estando ausente. Por eso concluyo como Tarradellas: ¡Visca Catalunya i els altres pobles d´Espanya!