El ‘Réquiem’ de Mozart, fundamento de la Europa laica
La última gran misa de difuntos del compositor austriaco, sobre la que el musicólogo José Ángel Marín acaba de publicar una historia cultural en Acantilado, está llena de espejismos, trampas y malentendidos
12 marzo, 2024 14:06El Réquiem de Mozart “es la aparición de un santo en medio de un sarao”, escribe con sagacidad E.T.A. Hoffman, escritor, crítico, tenor y dibujante, al escuchar una misa cantada sonando lejos de los templos. Wolfgang Amadeus Mozart acaba dulcemente con la hegemonía de la voz humana en las ceremonias religiosas. Cuando su Réquiem engrana la música instrumental dentro de la liturgia, Europa se desliza entre los últimos ecos de la Ilustración y el comienzo del romanticismo. El compositor no es un puente entre ambos lados; hunde su contribución en “la comunidad cultural del continente”, en palabras de José Ángel Marín, en El Réquiem de Mozart, (Acantilado). Marín es doctor en musicología, autor de una docena de libros relacionados con la historiografía de la música y mano que mece la cuna musical de la Fundación Juan March.
El secreto de Mozart es siempre su inclasificable estilo. Su tiempo va desde la muerte de Luis XIV (1715) hasta la noche de la Bastilla (1789) o desde la Revolución Gloriosa de Cromwell hasta las guerras napoleónicas. Sea cual sea la vara de medir, hablamos de Mozart, un mundo mágico suspendido sobre la fe de millones de personas; un mensaje encriptado en la música y en el humor, sí hablamos de sus óperas y un derroche de genio en el Réquiem, que seculariza la misa de difuntos y se acerca, en términos de esperanza, a la Novena Sinfonía compuesta en 1823 por Beethoven, que decidió poner música a la 'Oda a la Alegría' escrita por Schiller.
Las partituras de Mozart tratan la crisis de conciencia; sus prototipos anuncian la lucidez; oscilan entre la ironía y la melancolía. El hilo argumental de sus óperas ocurre entre bastidores y se recrea en los equívocos, tal como suele verse en Cossi fan tutte o en La flauta mágica. La sensibilidad a flor de piel de estas piezas se interrumpe aparentemente en la célebre misa de difuntos, escrita e inacabada en tiempo récord, al final de su vida. Pero finalmente, resulta que el mismo Réquiem está lleno de espejismos, trampas y malentendidos.
El Réquiem suena por primera vez en la abadía cisterciense de Viena y en el santuario de María Schutz. A partir de allí, inicia su expansión en Europa y en América. Pero hace falta mucho más para entender la enorme difusión de la pieza vinculada a la editorial de música Breitkopf & Härtel, que traduce los lacrimosa, kyrie o Agnus Dei, del latín medieval al alemán, la lengua en auge del oyente protestante. Podría decirse que las copias del Réquiem salen de los oratorios camino de la ciudadanía para ser leídas y cantadas por fragmentos en los hogares, el mayor logro de difusión desde la aparición de la imprenta de Gutenberg 300 años antes, en Maguncia, perla del Sacro Imperio. A lo largo del último siglo, el Réquiem ha sonado baja batutas tan célebres como las de Bruno Walter, Rudolf Kempe, Herbert von Karajan o Leonard Bernstein, entre otros.
La vida del compositor, que tocaba el piano a los tres años y componía a los cinco, parece una nube de verano, pero su huella crece y crece con el paso de los siglos. Antes de terminar de escribir el Réquiem, Mozart fallece sin epitafio, casi olvidado en Viena, mientras Praga, ciudad amiga, lo llora tras el reciente estreno de la ópera La Clemenza di Tito. El compositor salzburgués ya estaba en boca de todos desde la primera representación de la inolvidable ópera Don Giovanni, en la misma ciudad checa, amada por el músico.
Mozart no es un personaje hamletiano de los que poblaron su tiempo. Frente a la pasión del pistoletazo, antepone el trabajo. Solo a través del tándem decisión-renuncia, alcanza la infinitud, no su simulacro. La nota es su mejor pretexto porque arrebata. Su ethos supera el marco cultural en ciernes del siglo romántico. Muchos años después de su muerte, en 1791, -en Viena y amortajado por el ritual masónico- el compositor reverbera en el ochocientos, en obras como la variopinta Primera Sinfonía de Mahler, expresión de la libertad estructural y años más tarde, en 1913, su inspiración ilumina la Consagración de la primavera de Stravinsky.
Ambos ejemplos acercan la estética mozartiana a las rupturas del presente. El deísmo del músico será rescatado por las élites intelectuales, cuando Einstein, al hablar de Dios, lo llama Das Alte (el Viejo). Como el inventor de la relatividad, el compositor nunca dejó de preguntarse en vida, si su famosa partitura de difuntos sería juzgada algún día por un imperativo categórico. Sin reparar en comparaciones, deshace la densa tradición apostólica de su entorno y se adentra en la interdependencia entre la estética dramatúrgica y la estética musical. Esta últimas son dos componentes del “arte reflexivo, en el que, la primera forma resulta decisiva”, como nos muestra Susan Sontag en Contra la interpretación (Alfaguara).
Su pertenencia a la Francmasonería le convierte en un papista vinculado al bon sens cartesiano -la razón y no únicamente el sentido común- de la cultura burguesa. La fraternidad despierta inicialmente la curiosidad nigromántica de Mozart, pero todo es más sencillo cuando su padre, también músico, le suplica que use el piano para deslumbrar a los miembros de la logia Beneficiencia. Son los años del josefinismo, la doctrina cesarista del emperador José II, que reina entre 1765 y 1790, reformulando las encíclicas de Roma bajo las revisiones ampulosas del imperio austríaco. Algunos años antes, la Iglesia empieza su cerco al movimiento civil, fundamento de hermandad y razón; la obsesión papal contra la masonería se dispara en abril de 1738, cuando el pontífice Clemente XII promulga el primer decreto que suspende a sus miembros: la bula In Emienti.
El músico se autoexcluye del enorme debate de su siglo. Se aleja del análisis para centrarse en partituras y argumentos. Pero su sombra le persigue hasta el tiempo de las vanguardias: “El cielo y el infierno quedan aterradoramente unidos en su música, que es pura luz y elogio devoto”, escribe Max Ernst, fundador del dadaísmo y del surrealismo, dos corrientes que se conectan con el hilo místico-litúrgico sobre el que Mozart, dos siglos antes, anticipa lo contemporáneo. Sea como sea, el gran músico introduce una tensión entre religión y sociedad que se gesta en el setecientos y se alarga durante todo el ochocientos.
No es un maestro de cornucopia y memoria; es un creador atemporal que podría haber vivido perfectamente en la posmodernidad. Evita la era del drama y se aleja anticipadamente a la fundación académica de lo romántico, establecida por Beethoven, en la Heroica. Su música se mece siempre bajo una bandera implícita -no es hombre de discursos, sino de creación- aparecida prematuramente en Don Giovanni, la ópera mozartiana que se representó sesenta y ocho veces en el Teatro de la Corte, dirigido por Goethe, en Weimar.
Cuando ha dejado atrás el Sturm und Drang y su último idilio en Marienbad, el gran poeta alemán escribe que “Mozart es una genialidad completamente aislada de toda perspectiva”. La delicia mozartiana ameniza las noches de tertulia y piano de Goethe en el Círculo de Jena, donde recrea madrigales y canciones cortas en la voz de Minna Herzlieb, su última conquista juvenil, mezcla de musa y ardor, una especie de princesa Eulalia de Rubén Darío. Goethe ama la música de Wolfgang Amadeus, pero solo para convertirla en imagen poética. Sobreactúa delante de las damas de ojos negros y largas pestañas, como lo reflejan los pinceles de los prerrafaelistas británicos. La corta vida de Mozart ha sido una eterna juventud; pero Goethe, primer alter ego literario del músico encarnado en Werther, no consigue descifrar el sentido paternal del anagrama erótico. Casi al final de su vida, en Teplitz, el poeta se echa intelectualmente en brazos de Beethoven, como su real complemento artístico.
Cuando irrumpe El Réquiem, los compases de Mozart se hacen imborrables. El compositor vive su creación desde el dolor de la enfermedad que se lo llevará a la tumba. Sabe que la hora más oscura precede a la claridad más perfecta. Dios es una irradiación de vida que abre las esclusas del tiempo, salvando a todo lo que quedó en el olvido. El gran músico del XVIII presiente su cercana muerte; lleva días confeccionando mentalmente un andante religioso, cuando en julio de 1791, un señor de edad madura, der graue bote (el mensajero de gris), desciende de un carruaje y toca a la puerta de casa de los Mozart.
La historia de sobras conocida empieza con el visitante que representa a un noble. Le entrega una carta al músico en la que su noble señor -el conde Franz von Walsegg- desea que escriba un réquiem para honrar a su esposa, recientemente fallecida. El primer biógrafo del compositor salzburgués, Franz Xavier Niemetschek -Mozart:The First Biography- desvela que el músico acepta un anticipo de 50 ducados y se pone manos a la obra, aquella misma noche; siente estar componiendo para su propia desaparición. Ha presentado más de medio centenar de obras sagradas, especialmente en su etapa de músico de capilla del príncipe-arzobispo de Salzburgo. Pero ahora se aísla en Viena, donde vive junto a su esposa, Constanza Weber, los últimos diez años de su existencia. Compone lo definitivo. Ha pensado demasiado en el espacio catedralicio, que tendrá lugar en la coronación de Leopoldo II de Austria. Pero él no será el kapelllmeister, un cargo que recae en su amigo, Antonio Salieri. Y tampoco verá la coronación, tras morir un año antes.
El Réquiem se estrena en Viena en 1793. Con el tiempo, asume el estatus de obra fúnebre insuperable en los decesos del llamado triunvirato: Haydn, Beethoven y Schubert; y mucho más tarde acompaña los cortejos fúnebres de Goethe, Chopin, Rossini o Berlioz. “El Réquiem está en la tonalidad del Re menor, un color oscuro y sombrío con tintes cercanos al terror”, escribe Marín respecto a la textura de la obra. El riguroso experto calibra la tonalidad de la misa de difuntos comparándola con la infausta aria, La venganza del infierno hierve en mi corazón, escrita para el personaje de la Reina de la Noche, en La flauta mágica. En otro fragmento del mismo texto, Marín emparenta el Re menor de la misa con la aparición del comendador clamando venganza, en Don Giovanni.
Mientras elabora su misa de difuntos convertida en obra magna, Mozart piensa que la presunción de resumir y clasificar lo nombrado muestra la arrogancia de Roma, capaz de esconder a los seres humanos detrás de las sagradas escrituras. Entremezcla su rebelión en las notas y las voces del coro del Réquiem, “la obra más sublime”, en palabras del erudito Alexander Oulibicheff, autor de una biografía de Mozart, publicada en francés, en 1843, y traducida al ruso nada menos que por Chaikovski. Casi un siglo después, en 1923, el enorme poeta de lengua alemana, nacido en Praga, Rilke, coloca sus bellas Elegías de Duino, en el inconsciente mozartiano que sobrevuela Europa.