Los 'señores pájaros' de Jiménez Lozano
La editorial barcelonesa Días contados publica una antología con 273 fragmentos en verso y prosa extraídos de la obra del Premio Cervantes 2002, ilustrados con los dibujos de Ramiro Férnandez Saus, sobre la ornitología
11 marzo, 2024 19:00Existe una larga tradición de culto a los pájaros en la historia de la literatura (y más en la de la poesía, si es que esta es aquella cosa, literatura, y no otra superior, más alada y aérea, como las mismas aves). El lenguaje de los pájaros es una obra del siglo XII compuesta por el persa Farid al Din Attar que lleva la ornitología al campo de la mística. El germánico Sigfrido trató de hablar con los pájaros, siguiendo su idioma, y de esa mitología, con la de Wotan u Odín y sus dos cuervos Wagner extrajo la piedra angular de esa gran catedral pagana que es El anillo del nibelungo.
En el romanticismo inglés hay ejemplos preciosos en el ruiseñor de Keats, en la alondra de Shelley, en el albatros de Coleridge, en los varios que recorren los cielos de aquel poeta rural y observador, John Clare. Una antología de esa ornitología poética reunió hace ya bastantes años (luego reeditada) José María Álvarez bajo el título de Ruiseñores de Inglaterra. Poe se atormentó con un ave que tocaba con el pico en la ventana de su hogar, que venía desde la otra orilla…
Ahora, la singular editorial barcelonesa Días Contados ha publicado un libro no menos precioso, Señores pájaros, en donde se reúnen 273 fragmentos en verso y prosa de José Jiménez Lozano, Premio Cervantes 2002, espigados de sus diarios, relatos, libros de poemas y toda su abundante bibliografía, una verdadera bandada de obras como un mar de estorninos en evolución volandera cielo arriba. Lo arropan un prefacio de Andrés Trapiello (quien también ha escrito excelentes poemas sobre el tema volátil) y un puñado de dibujos de Ramiro Férnandez Saus.
Jiménez Lozano fue un católico que cubrió para la prensa el Concilio Vaticano Segundo (esas crónicas acaban de salir también en Renacimiento) y que era capaz de leer y hablar en latín, como los latines hermosos, incipientes de nuestra tradición poética que revolotean por las estrofas de Guillermo de Aquitania, hará pronto de eso mil años. Retirado a su pueblo, con vida sencilla pero simultánea a sus puestos de responsabilidad en El Norte de Castilla (periódico del cual llegaría a ser director como Miguel Delibes), Jiménez Lozano observaba a diario la naturaleza circundante y la que mismamente se adentraba en su jardín: pájaros, muchos pájaros había en una y otra. Y en sus escritos consignó esas parvadas (así se dice en el México de Juan Rulfo) de asombros o milagros sueltos, que tanto hermosean ahora, escogidos, estas páginas.
Sin duda, los pájaros tienen algo de ángeles, y en alguien religioso como él han de adquirir una trascendencia que en cualquier caso ya es bastante en la contemplación. San Juan de la Cruz habló de la tórtola como trasunto del alma, y empleó ese diminuto cordial: “tortolilla”, que viene volando desde el romance de Fonte-frida: “do todas las avecicas / van tomar consolación, / si no es la tortolica / que está viuda y con dolor”.
En un romance habla también san Juan de la “avecica”. Jiménez Lozano quita el diminutivo y se pone serio, muy respetuoso y llama de usted a las aves: “Señores pájaros”. Los hay a mansalva posados en las página del libro o planeando sobre ellas: estorninos, petirrojos, garzas, perdices, gorriones, ruiseñores, golondrinas… Pero también grullas nocturnas, pájaros desnortados, cuervos en asamblea.
Alguien (no queda claro quién ha realizado la selección, se supone que los responsables de la editorial) ha sacado a estas aves de los cuadernos y libros en que estaban inscritos, de esas antiguas jaulas, y ahora son fragmentos como alpiste o grano disperso que un buen viento reúne, como huellas de patas que se pierden en la nieve, como plumas desprendidas, y cuán hermosas, de sus organismos. Como señala Trapiello: “Son aves que ha visto de cerca, como el gorrión, o más o menos de lejos, como la garza, la avutarda o la oropéndola, que son criaturas esquivas, pero con todas ellas ha mantenido a lo largo de los años una buena amistad. Nada que ver con los nenúfares famosos del poeta modernista que había mucho de ellos sin haberlos visto nunca”.
La experiencia es, sí, de primera mano, y de una espontaneidad, de una inmediatez (espacial y temporal) que hace que este escritor tan franciscano que fue Jiménez Lozano se asemeje a los monjes budistas japoneses o a los de la primitiva Iglesia céltica, en Irlanda. Tienen un aire de familia con los haikus y tankas, de Basho o Issa, y con la poesía de la naturaleza de Suibhne (o Sweeney) y los copistas de manuscritos que dejaban de vez en cuando una glosa, una epifanía, junto a los textos que iluminaban, como en el delicioso poema de Foxá 'Monje raspando un pergamino' (que no sé si será pecado citar por la Ley de Memoria Democrática).
Jiménez Lozano podría vivir aislado en su pueblo de Alcazarén (que suena también a pájaro, como alcaraván), pero nunca está solo. Lo acompañan no únicamente los representantes de esta múltiple pajarería; también, los escritores que han sentido amor por esta, verbigracia Emily Dickinson, a quien recuerda en el centenario de su muerte (y que, justo es decirlo, también Trapiello viene reivindicando desde hace décadas, antes de que se pudiera de moda entre nosotros).
Como ella, el poeta castellano no sigue modelos rígidos en métrica, y aunque haya muchos versos que pueden escandirse también los hay otros, muy numerosos, que son libres en todos los sentidos. En las asociaciones de ideas y en la prosodia. Así en el muy breve 'Evolución', anota: “Pequeño gorrioncillo, has sido dinosaurio. / Te doy las gracias / por ser ahora tan minúsculo”. ¿Se puede escribir algo más hondo y perfecto? Sobre la misma ave es también esta absoluta obra maestra, no pese a su concisión, sino gracias a ella: “Un gorrioncillo muerto / pesa lo que un ángel en la mano; / como una montaña inmensa, / en el ánima”. Esto último recuerda a un fragmento del Talmud que la poeta colombiana Sonia Chocrón, de origen sefardí, me comunica en un mensaje: “Cada brizna de hierba tiene su ángel que se inclina sobre ella y le susurra: crece, crece”.
Como buen poeta, como poeta hondo, el de Alcazarén consigue plenamente el correlato objetivo que preconizara Eliot, la correspondencia entre hechos de la naturaleza o del entorno de un lado y de otro los pertenecientes a la esfera íntima de la voz que se expresa: “¡Qué silenciosos, tras la helada, / están los pájaros! ¡Silencio! / También ha helado en tu alma”. La fe religiosa, aquí en el relato del evangelio sobre el nacimiento de Cristo, aflora de este modo: “Grullas en Navidad / pasan chillando por la noche. / No hay albergue”.
Los pájaros (nada que ver con la amenaza de Hitchcock) serenan, confortan, son signo de atemporalidad en nuestro mundo herido de transitoriedad y fuga en migraciones a la postre más graves que las de las aves. El mirlo que vemos hoy es el de ayer y el de mañana. Jiménez Lozano lo supo. No menos importante es que quisiera compartir con sus lectores, y de forma tan hermosa, la necesaria contemplación de ellos, que puede ser hasta religiosa (sin necesidad de que así sea), en contemplación pareja de verdades sobre el alma humana y, como el cucú que asoma para cantar a sus horas, sobre la asombrosa maquinaria del mundo.