Klemperer y Barenboim, una estirpe musical
Warner Classics edita los conciertos íntegros de Beethoven que dirigió un Otto Klemperer de ochenta años con un Daniel Barenboim de veinticinco como solista, dos músicos de la diáspora que encarnaban la restitución artística de una tradición musical
3 julio, 2023 19:00“El Dr. Klemperer nunca estuvo interesado en la belleza del sonido por sí mismo sino en la articulación meticulosa de su integridad, especialmente en lo que respecta al balance, el ritmo y la claridad”. Son palabras de Hugh Bean, el que fuera durante tantos años primer violín de la Philarmonia, la orquesta londinense creada por Walter Legge y dirigida por Otto Klemperer durante su largo Indian summer en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo.
El testimonio del concertino –un músico que por cierto trabajó a las órdenes de todos los grandes, desde Furtwängler hasta Thomas Beecham– viene a la memoria ahora que el sello Warner está reeditando algunas de las mejores grabaciones de Klemperer, entre ellas uno de los hitos de sus últimos años, los conciertos de Beethoven con Daniel Barenboim como solista.
Fue en 1968, cuando Klemperer ya había cumplido los ochenta y Barenboim apenas los veinticinco. Los dos eran judíos, aunque Klemperer se había convertido al catolicismo en su juventud para poder interpretar honestamente a Bach, según propia confesión. Cuando conoció a Barenboim, sin embargo, el director ya había vuelto a su credo natal. El pianista había nacido en Buenos Aires y muy pronto había emigrado con sus padres a Israel.
Los dos eran, por así decirlo, músicos de la diáspora. Klemperer había sufrido en sus propias carnes el nazismo y nunca quiso regresar a Alemania, considerándose para siempre un ausländer Deutscher. Barenboim empezaba entonces una fulgurante carrera como pianista en el seno de la vieja Europa y su encuentro con Klemperer supuso algo así como la restauración de un vínculo perdido, la restitución vital y artística de una estirpe musical que había sido desterrada del viejo continente durante décadas.
Klemperer se fascinó con el talento precoz y desbordante del joven Barenboim, que por entonces estaba empezando a grabar su primera integral de las sonatas de Beethoven. El pianista y su esposa, la prodigiosa chelista Jacqueline du Pré, se hicieron muy amigos del viejo maestro, que de alguna manera rejuveneció gracias a aquel estallido de genio y entusiasmo que transmitía la pareja.
Barenboim y Klemperer, además, sostuvieron un intenso diálogo paternofilial acerca de muchas cuestiones relativas al judaísmo y el arte. Por aquella época, por ejemplo, Barenboim era aún muy reticente con respecto a la música de Mahler, que había sido maestro de Klemperer en su juventud. Klemperer le ayudó a entender mejor su obra y a empezar a manejarse en sus meandros interpretativos: “La única sinfonía de Mahler que no es buena es la quinta”. Esa fue, sin embargo, la primera que Barenboim quiso dirigir. Aus Trotz, como él mismo ha dicho, por terquedad.
Imaginar aquellas conversaciones podría dar para una obra de teatro. Y de hecho, escuchar estos conciertos supone de alguna manera revivir ese diálogo, puesto que la personalidad de uno y otro, el empaque y la majestuosidad de Klemperer, su sabiduría lo mismo que su temple, tratan de imponerse al espíritu travieso, brillante y osado de Barenboim, que en ocasiones parece querer zafarse de la severa batuta del anciano.
Eso es lo que hace de estos conciertos una grabación única, irrepetible, aunque no sea la mejor en términos de coherencia y perfección. En ocasiones, es el propio Klemperer el que parece dejarse arrastrar por la alegría de Barenboim, especialmente en los movimientos rápidos, como en el Allegro del número 2, donde el acompañamiento de la orquesta es de una asombrosa sutilidad servicial.
En los movimientos lentos, en cambio, como en el canónico del Emperador, las virtudes de uno y otros se compenetran de forma memorable. Barenboim se adapta –se nota incluso la contención– al aliento de Klemperer, que siempre deja respirar a la orquesta, con tempi amplios y suntuosos, cuya morosidad permite apreciar todos los matices.
El director era particularmente exigente con respecto a las maderas, que se esforzaba en destacar por encima de las cuerdas y de los metales, habitualmente hegemónicos en la paleta sinfónica. Esa atención hace que la sonoridad del teclado y de la orquesta adquiera en los pianissimos una delicadeza pocas veces oída en este concierto.
La ejecución del cuarto, el más revolucionario que escribió Beethoven, con ese inicio del piano in media res, como una conversación ya empezada, es particularmente feliz. El vigor y la frescura de Barenboim gobiernan el ánimo de la pieza en el primer y largo movimiento, Allegro moderato, que Klemperer parece escuchar con apenas disimulada nostalgia.
La orquesta deja solo al pianista, que exhibe toda su capacidad virtuosística así como ya su considerable intimidad con el compositor. En el segundo movimiento, Andante con moto, mucho más breve, orquesta y piano establecen un juego de tensiones que va de la gravedad contundente de las cuerdas a la extrema humildad del solista, cuya voz, sin embargo, termina por imponerse, acallando poco a poco al acompañamiento, que parece batirse en retirada para dejar espacio al monólogo del piano, que de pronto adquiere una incandescencia inesperada que continuará en el chisporroteante Rondó final.
Nirgends brennen wir genauer, como dijo Ernst Bloch tras asistir al revolucionario montaje de Fidelio con el que Klemperer inauguró su mandato al frente de la Kroll Opera en 1927, en el Berlín vanguardista de la República de Weimar, “en ningún lugar ardemos con tanta exactitud”. Ese ardor exacto es lo que seguía vivo entre la juventud de Barenboim y la vejez de Klemperer.