Johnny Cash
Fabricó sus mejores discos justo al final de una larga carrera, algo insólito en un mundo en el que la decadencia se ve asociada a la edad, y se pasó la vida pendiente de Dios
3 enero, 2022 00:00Johnny Cash (Kingsland, Arkansas, 1932 - Nashville, Tennessee, 2003) siempre estuvo allí. Cuando mi generación cayó a muy temprana edad en manos de los Beatles y de los Stones, nuestro hombre ya llevaba pateándose los escenarios de Estados Unidos desde los años 50 y había conocido personalmente a Elvis y a Jerry Lee Lewis. En los 60 ya era prácticamente un dinosaurio y, además, como lo suyo no era el rock –aunque lo rozara a menudo, puede que involuntariamente–, sino el country y el góspel, fuimos legión los que nos demoramos más de la cuenta en prestarle atención. Sí, tenía grandes canciones como I walk the line o Ring of fire. Y había algo en esa voz grave y severa que te llamaba la atención, pero nunca encontrabas el tiempo y las ganas para profundizar un poco en sus cosas. Yo solo lo logré durante sus últimos años, cuando publicó los que me parecen sus discos más impresionantes, esos seis volúmenes de American Recordings, grabados desde 1994 hasta su muerte, que le produjo Rick Rubin (Nueva York, 1963), ese señor de luenga barba y sonoridades espartanas (yo diría que los álbumes de Paco Ibáñez, si llegara a oírlos, se le antojarían sobre producidos) que entendió a Cash como nadie hasta entonces, ayudándole a fabricar seis discos de una solemne autoridad, tanto musical como moral, que constituyeron un insuperable testamento por entregas. Para mí, Johnny Cash fabricó sus mejores discos justo al final de una larga carrera, algo insólito en un mundo en el que la decadencia se ve especialmente asociada a la edad (en su caso, además, se le diagnosticó en 1997 una enfermedad neurodegenerativa conocida como síndrome de Shy-Drager con la que tuvo que pechar durante sus últimas grabaciones).
Nacido en el seno de una familia de impecables meapilas americanos, Johnny Cash se pasó la vida pendiente de Dios y buscando la redención hasta en sus peores momentos, cuando vivía a base de alcohol y anfetaminas, un infierno de que salió, según él, gracias a su mujer, June Carter (de la célebre institución musical The Carter Family) y al Señor, al que no dejó de tener presente jamás, llegando a impostar su voz de forma muy convincente: personalmente, estoy seguro de que si Dios existiera y nos dirigiera algún día la palabra, lo haría con la voz severa, solemne y, en el
fondo, melancólica de Johnny Cash.
Hubo una época, no muy lejana, en la que me pasaba los días enganchado a los American Recordings. De repente, un tipo al que había escuchado de manera esporádica se convirtió en mi alimento musical (y espiritual) cotidiano. Rick Rubin consiguió hazañas tan difíciles como que Cash grabara versiones de Nine Inch Nails (Hurt) o Depeche Mode (Personal Jesus), grupos con los que a nadie se le habría ocurrido relacionarlo, y esas versiones superaban con creces al original porque ni Trent Reznor ni Dave Gahan han sentido el temor de Dios como Cash, pese a sus conocidas angustias existenciales. Con esos seis discos, Johnny se despidió de la música y del planeta Tierra. Yo diría que son los que más y mejor definen al Cash sepulcral, de la misma manera que sus álbumes grabados en directo en las prisiones de Folsom y San Quintín reflejan perfectamente al cantante en su juventud. Se le conocía como The man in black porque siempre vestía de negro. Como un enterrador. O como un cura, como la versión bondadosa, aunque no menos atormentada, de Robert Mitchum en La noche del cazador. Aunque en las pocas tiendas de discos que van quedando lo siguen situando en la sección de country, Johnny Cash siempre será un género en sí mismo. Y una de las mejores compañías posibles para almas atribuladas que ni siquiera tienen el consuelo que a él le ayudó siempre a tirar adelante: creer en Dios.