Robert Graves, el rostro en el espejo
El poeta británico, de cuyo nacimiento se cumplen 125 años, logró el éxito literario gracias a sus novelas históricas, pero consagró su vida a la poesía que canta a la Diosa
5 septiembre, 2020 00:20A mitad del siglo pasado, y especialmente en torno a la transmisión en numerosos países de la serie televisiva Yo, Claudio, ya en la década de los setenta, el escritor británico Robert Graves gozó de un gran éxito comercial sumado al prestigio de ser considerado autor de novelas históricas de alta calidad. Esto, que parece fácil si se da con la tecla, no lo es en realidad tanto. Sobre todo porque Graves pulsó más de una tecla en ese género, además de aporrear incansablemente el arte de la poesía y conseguir un sol sostenido (una Luna, por lo que veremos) con su ensayo sobre la creación lírica y la Musa, que tituló, con devoción, La Diosa Blanca (1948): “Una gramática histórica del mito poético” (ya que hemos hablado de poesía, aclararemos que lo de la tecla es metáfora, pues él siempre escribió a mano y fue su secretario quien pasaba a limpio sus borradores antes de ser acribillados con enmiendas).
Las fechas que delimitan la vida de Graves parecen el baile de dígitos de un mecanógrafo insolvente: 1895-1985. También sus años fueron una danza viajera hasta recalar en el que sería su último y prolongado destino, junto con transportes a otras épocas de las que extrajo siempre enseñanzas y sabor. Nacido al final del reinado de la reina Victoria, conoció las trepidantes transformaciones que vinieron y combatió en la Gran Guerra, que lo dejó profundamente conmocionado. En el desarrollo de sus ideas se vio afectado por su propio padecimiento bélico, en el curso del cual fue llegado a ser dado por muerto durante la Batalla del Somme.
La creencia de Graves, por la que se rige toda su obra (al menos la poética y ensayística) es que en los últimos tres mil años se ha producido un cambio en la ordenación social y en su espiritualidad, habiendo sido sustituido el poder femenino (lunar) por el masculino (solar). En este tiempo, el verdadero poeta no ha hecho sino cantar a la Musa, mientras que el poeta espurio se ha acomodado a la tendencia y ha obedecido a Apolo, a la Razón. Los resultados de este último tipo de poeta son ordenados empeños; los de aquel, fulgurantes trances.
Cuando en 1922 se producen las revoluciones de esas cumbres del modernismo en lengua inglesa (La tierra baldía, de T.S. Eliot y Ulises, de James Joyce), él acaba de dejar sus estudios en Oxford (sin licenciarse) haciendo una poesía ortodoxamente georgiana, quiere decirse ajena a la experimentación. Dijo Adiós a todo eso (título de su autobiografía). Se bajó en marcha del tren del mundo moderno y decidió ir a una isla mediterránea trasunto de la Grecia antigua, donde durante mucho tiempo no tuvo electricidad ni teléfono.
Tras abandonar a su esposa, Nancy Nicholson, Graves desembarcó con su amada Laura Riding en Mallorca en 1929, los mismos años en que Pablo Neruda recalaba en Birmania o Ceilán y George Orwell (todavía Eric Blair) regresaba de aquellos confines del mundo. No eran España y sus Islas Baleares menos exóticos que aquellas latitudes en las que, para hacerlas más familiares a los súbditos de Su Majestad, había al menos ginebra, partidos de polo y clubs ingleses. Se instaló en Deyá, en una casa que se hizo construir y que hoy lo conmemora.
Allí fue víctima del matriarcado que encarnaba la estrafalaria y desequilibrada poetisa que lo acompañaba, férula que él pareció abrazar encantado como tributo a su idealizada visión de lo femenino. La Guerra Civil lo expulsó en 1936 del edén con la espada flamígera de las bombas, y ya no regresó hasta diez años más tarde, después de haber recorrido Francia, Suiza, Estados Unidos y su país natal. Antes había escrito Yo, Claudio. De 1934 es la continuación, Claudio, el dios.
Casa-Museo de Robert Graves en Mallorca / GÁRGOLA 87
De nuevo en Deyá escribió la novela bizantina El Conde Belisario (1938). Siguieron El Vellocino de Oro (1944), Rey Jesús (1946) o Los mitos hebreos (1964). En la novela La hija de Homero (1955) atribuye a Nausica la autoría de la Odisea, basándose en la teoría decimonónica de Samuel Butler. Es algo que no sorprende teniendo en cuenta su fervor feminista o a favor de la mujer. Alta divulgación, Los mitos griegos no deja de reeditarse. Atento al detalle, fino en el diálogo y ameno al administrar la acción, como escribió Carlos García Gual, uno de los últimos sabios que nos van quedando, Graves “se desenvuelve muy bien, con enorme soltura, en esas diferentes épocas”.
Tras Riding, su siguiente pareja fue Beryl Hodge. Más adelante demostró tener una dependencia indeclinable de las musas jóvenes para escribir poesía. Ni siquiera se planteó abandonar la adicción como otros dejan el alcohol en una especie de terapia de Bardos Anónimos. Interrumpió la escritura en 1975, al cumplir los ochenta. Pero hasta entonces compuso mucha poesía, y más en la época final. Y tradujo, desde la solidez de su formación clásica oxoniense, a Apuleyo y Suetonio, entre otros.
Las novelas le permitieron pagar holgadamente las facturas. Pero vivir lo hizo para la poesía y para la rara concepción que tenía de esta como una vía hacia la Diosa. La escueta declaración de intenciones póstuma de su lápida declara: “Robert Graves, poeta”. Con Yeats, con quien coincidió en Mallorca en la primera mitad de 1936, tuvo en común la numinosa creencia (cada uno, la suya) en un mundo intransferible, modelado por sus obsesiones. Porque cuando Graves escarba en el sustrato celta o en los cultos de Asia Menor no está haciendo religión o mitología, sino gravesología.
Hace veinticinco años, bajo la llovizna verde y el césped trasparente, junto a la bandera fría y el flameante mar, en el galés castillo de Caernarfon dimos el bore da (“buenos días”) al guardia que custodiaba el museo de los Royal Welch Fusiliers, el regimiento en el que sirvió Graves. En una de las vitrinas, o en la pared, ya no recuerdo, lucía su fotografía, uno de los más destacados miembros de la unidad junto con su querido amigo Siegfried Sassoon. Graves alcanzó la estrella de capitán, pero en la estimación crítica a su obra poética muchos le escatiman los galones de teniente. Una cosa es segura: si un escritor no innova, tiene mucho perdido en la batalla por encontrar un hueco en los manuales de literatura. A Graves le ha sucedido esto, por más que en su día llegara a vender una elevada cantidad de ejemplares de sus poemas.
Miró con desdén el movimiento modernista, y no ahorró juicios severos sobre Pound o Eliot. Si de los dos escribió despectivamente, del primero tuvo la peor de las impresiones al conocerlo hacia 1920 (él afirma que en 1922, pero ese año Pound no pisó Inglaterra) en los aposentos de T. E. Lawrence (¡Lawrence de Arabia!) en All Souls, el Colegio de Todas las Almas (Oxford) que ha dado título a una novela de Javier Marías. Aquella reacción química se manifestó en el lanzamiento de bombas fétidas verbales en varias ocasiones. A Eliot, poesía aparte, siempre le quedó agradecido por haber sido, según él, el único editor londinense con agallas para publicar su más que extravagante libro La Diosa Blanca.
De los poetas norteamericanos de su época solamente estimó a Robert Frost, conservador como él en la forma y cultivador de la rima, arraigado igualmente en un retiro rural. Con todo, Graves tuvo también veleidades rupturistas al inicio de su carrera, bien que desde una pose irónica, como cuando en el poema “A pesar” declara: “Mis rimas ya no volverán a estar en formación / como soldados prusianos que desfilan”. Lo hizo rimando: en los citados versos, arrayed y parade. Pronto desertó de ese ejército irregular de las rimas vestidas de camuflaje y volvió a disponer sus estrofas con uniforme de gala.
Sus poesías completas copan un volumen de 898 páginas que jalonan la trayectoria comenzada en 1916 con Over the Brazier hasta llegar a los poemas añadidos en 1975 al conjunto y los aún no recogidos entonces: juvenilia, poemas dispersos y póstumos. Comienzan en las durísimas circunstancias de la Gran Guerra; finalizan con poemas de amor y sobre la vejez.
Su retiro balear apenas dejó huella en su obra (en una de las raras ocasiones habla del siroco en Deyá, el xaloc, y termina dando voz al Diablo: “Bah, un viento local que no es mi mensajero), aunque en 1935 escribió con Laura Riding una extensa Carta de Mallorca. Los recuerdos del Gales que fue escenario de su infancia o de la Irlanda de la que procedían su padre y su abuelo, obispo anglicano de Limerick, tampoco abundan, aunque sí urdió algunas versiones de poemas medievales, y numerosas recreaciones de los mitos griegos, en las que en pies yámbicos danzan Eurídice, Afrodita o Galatea. Se atrevió a componer cinco epigramas en latín, y un poema de circunstancias en español con motivo de la Olimpiada de 1968 en México.
Graves tenía un grado de inmadurez, perceptible en su atuendo desenfadado: un poco a lo García Calvo, con la camisa abierta (él, solamente una) y pañuelo al cuello. Persiguió musas jóvenes y, a pesar de la diferencia de edad, casi siempre más centradas que él. Pocos poetas han entendido mejor a los niños en los pocos poemas que les han dedicado (no poemas infantiles, sino evocaciones de su psique realizadas desde la edad adulta). Pero si fue poeta, sobre todo, por encima de cualquier otra cosa lo fue del amor. En su haber tiene joyas como esta: “Amor a primera vista, algunos llaman por error / al descubrimiento de gemelos desamparos”. O los muy conocidos versos: “Ella dice su amor medio dormida / en la profunda noche / con palabras entrecortadas que susurra en voz baja, / como la tierra se agita en su sueño invernal / y hace brotar hierbas y flores / pese a la nieve, / pese a la nieve que cae”.
Emotivo especialmente es su autorretrato “El rostro en el espejo”. El poeta, afeitándose, se mira: ojos grises, nariz rota, aguileña, pelambre canosa, frente arrugada. Y cierra, en la tercera y memorable estrofa: “Me detengo con la navaja en ristre, / frunciéndole el ceño, mofándome / del hombre del espejo cuya barba / requiere mi atención, y otra vez le pregunto / por qué sigue dispuesto, con la presunción de un mozo, / a cortejar a la reina en su dosel de seda”.
Retrato anónimo de Robert Graves (1920) publicado en The Borzoi
No es tan importante enumerar las mujeres y musas de Graves como fijarnos en el patrón común a estas últimas: en general, chicas con padres que abandonaron a sus madres, necesitadas de una figura de autoridad masculina. Sucesivamente cuatro de ellas ocuparon la inspiración del poeta en sus últimas décadas. La Diosa de muchos rostros (como el héroe de Campbell) fue su obsesión. A servirla –a servirlas– dedicó versos y años. Como confesó en 1963 a Kinsgley Amis, escribir sin parar era un dictado de su neurastenia, impulso que no podía dejar ni un solo día.