Isabel Coixet, la fuerza de la perseverancia
La directora, ganadora del Premio Nacional de Cinematografía, representa a una generación de mujeres cineastas por derecho propio y reconocimiento internacional
5 septiembre, 2020 00:10Isabel Coixet es la segunda directora en ser reconocida con el Premio Nacional de Cinematografía. Desde que este galardón se creó, en 1980, ha caído en manos de muy pocas mujeres, ocho en total, casi siempre pasando de largo ante las realizadoras y recayendo preferentemente en actrices. La cineasta barcelonesa lo recogerá justo un año después de que se le concediera a Josefina Molina, una pionera que se abrió camino cuando, como ella misma decía, ningún productor se atrevía a poner dinero en manos de una mujer. Si Molina puede ser vista como una artista adelantada a su tiempo, Coixet representa, junto a Icíar Bollaín o Gracia Querejeta, a la generación de cineastas que lo son por derecho propio, que nunca estuvieron dispuestas a permanecer en un segundo plano ni iban a esperar a un reconocimiento tardío (Molina recibió el Nacional de Cinematografía con 83 años). Cuando en 1987 la directora barcelonesa rodó con 27 años su primer largometraje, Demasiado viejo para morir joven, eran muy pocas las mujeres que se ponían detrás de una cámara. El nombre que más destacaba era el de Pilar Miró, que impulsó una ley para favorecer las óperas primas rodadas por mujeres. Gracias a Miró, a los finales de los ochenta se estrenaron 18 directoras de las que, más tres décadas después, el nombre de Coixet es uno de los que ha resistido. Gracias a su perseverancia.
Si bien todavía existen techos de cristal por romper y, como ella misma ha señalado más de una vez, la igualdad salarial todavía está por llegar, a lo largo de sus treinta años de trayectoria las cosas han cambiado. Cada vez son más numerosas las mujeres que optan por la dirección, algo que se constató en las tres últimas ceremonias de los premios Goya, donde los galardones a mejor dirección novel recayeron en tres cineastas, Carla Simón, Arantxa Echevarría y Belén Funes, todas, además, responsables de los guiones. Y es que, como hizo desde sus inicios Coixet, lo importante no es solo dirigir, sino contar historias propias, ser autoras, no intérpretes.
Lectora empedernida, siempre ha dicho que lo que más la fascina del cine es el poder narrar sus propios guiones, a través de los cuales indaga en vidas aparentemente insignificantes, pero que precisamente por su pequeñez poseen una grandeza que las hace trascender. Hannah, la protagonista de La vida secreta de las palabras es una superviviente de la guerra en la antigua Yugoslavia, una víctima de las torturas y las violaciones que se produjeron durante el conflicto que, a pesar de todo lo vivido, sale adelante, trabajando como enfermera en un pozo petrolífero en medio del océano. Este personaje representa la violencia que sufrieron miles de mujeres durante el último conflicto en Europa, una guerra que Coixet retrató de forma todavía más descarnada en su documental, Viaje al corazón de la tortura.
Hannah nos remite también a Ann, protagonista de Mi vida sin mí, una joven de veintitrés años y dos hijas que, al descubrir que no tardará en morir por culpa de un cáncer, decide vivir intensamente el tiempo que le queda. Ambas son mujeres que revelan una gran fuerza ante la adversidad de sus circunstancias: mientras que Hannah es perseguida por un pasado lleno de dolor, Ann ve cómo la enfermedad le niega el futuro. La primera lidia con el tiempo pretérito y la segunda con unos años que no vivirá, pero ninguna tira la toalla. Como tampoco lo hace la protagonista de La librería, película basada en la novela de Penélope Fitzgerald: cumpliendo el deseo de su marido, Florence Green abre una pequeña librería en la localidad inglesa de Hardborough a principios de los años cincuenta.
Los obstáculos no serán pocos, pero Florence no solo no desiste en su propósito, sino que, sin prejuicios morales y ajena a las críticas, busca despertar el interés y la curiosidad de sus vecinos por los libros. No dudará en vender la entonces recién publicada Lolita, la novela de Nabokov que tanto escandalizó y que muchos tacharon, entonces y ahora, de inmoral. La perseverancia de Florence con sus ideas es comparable a la tenacidad de Elisa y Marcela, protagonistas de la película homónima. Dos mujeres gallegas que, a principios de siglo, quisieron vivir su amor y, para ello, una de ellas decidió adoptar la identidad masculina, gracias a la cual pudieron casarse y convertirse en el primer matrimonio homosexual de España. Perseguidas por la ley y por la intolerancia de sus vecinos, Elisa y Marcela padecieron cárcel y exilio porque no estaban dispuestas a renunciar a un amor que no podía decir su nombre y que nada tenía de condenable.
Todas estas protagonistas, a las que podríamos añadir Wendy, la estrella de Aprendiendo a conducir, Ryu, de El mapa de los sonidos de Tokio, o Consuela Castillo, de Elegy, reflejan la mirada de Coixet sobre las mujeres, a las que retrata en sus películas con sus contradicciones, sus intimidades, sus anhelos, sus miedos y sus fortalezas. No son perfectas, porque son complejas y porque en sus vidas influyen también sus circunstancias, el tiempo y el lugar que les ha tocado vivir.
El mundo femenino explorado por Coixet es universal. El jurado del Premio Nacional ha señalado su compromiso con determinadas causas, si bien éste nunca se ha antepuesto a la exploración de índole formal, a la indagación de nuevas formas narrativas y a la experimentación con nuevos lenguajes a través de los cuales contar aquello que no suele ser relatado. Cartas a Nora, un corto dentro del proyecto Invisibles, es un buen ejemplo: Coixet nos descubre el chagas, una enfermedad mortal de la que apenas se habla y que sufren miles de personas en Hispanoamérica a la vez que relata la historia de una mujer inmigrante que abandona su país para venir a España, cuidando ancianos y niños. Su labor, desapercibida por nuestra sociedad, es puesta de relieve por Coixet, que a través de su cámara dota de visibilidad a quienes no la tienen.
Desde que comenzara a hacer cine, Isabel Coixet ha usado su cámara para mostrar lo invisible. Convirtió a las mujeres en protagonistas y les dio voz. Escribió sus guiones, porque sabía que solo así contaría esas historias que hasta entonces nadie había llevado al cine. Porque si los productores no se atrevían a poner dinero en manos de las directoras era porque no querían dejar de ser los protagonistas de los relatos, porque no concebían que había otras historias que podían ser narradas desde otra perspectiva. Coixet lo hizo fuera: rodó en Canadá, Estados Unidos, Francia y Japón, donde podía hacer el cine que quería hacer. Perseveró, igual que sus personajes de ficción.