Delicias de Oriente
La editorial Reino de Cordelia recupera en español la famosa traducción que el británico Edward FitzGerald hizo de las ‘Rubaiyat’ de Omar Jayam
12 marzo, 2020 00:00Omar Jayam fue un poeta, astrónomo y matemático nacido en Persia en 1048 hace la friolera de casi mil años. Se dice que fue discípulo del Viejo de la Montaña, quien fundaría la Secta de los Asesinos, y su obra en verso fue citada por otros, pero no llegó a ser muy conocida hasta 1859. Se consagró ese año gracias a las versiones de Edward FitzGerald, aristócrata que estudió español y farsi, y que recibió una edición que su maestro, uno de esos lingüistas glotones de lenguas como solo cabe imaginar en el siglo XIX, le envió desde Calcuta. FitzGerald, que escribió cosas propias y tradujo a Calderón, entre otros, no tuvo éxito al principio, pero al poco Dante Gabriel Rossetti, Swinburne y demás prerrafaelistas quedaron cautivados por estas Rubaiyat. Desde entonces, su nombre está ligado inseparablemente al de Jayam.
Borges explico así esta fusión: “Un milagro acontece: de la fortuita conjunción de un astrónomo persa que condescendió a la poesía, de un inglés excéntrico que recorre, tal vez sin entenderlos del todo, libros orientales e hispánicos, surge un extraordinario poeta, que no se parece a los dos”. Efectivamente, animal mitológico, el poeta de las Rubaiyat se nos antoja mezcla de visitante de caravasar y de erudito en un college, ciudadano de adopción de Samarcanda o estudiante en Cambridge. Esta fusión, lejos de enturbiarse con demasiadas manos, se enriquece ahora en la editorial Reino de Cordelia con la colaboración de Victoria León, que ha vuelto en español bellísimo los versos de Jayam y de FitzGerald, haciéndolos también suyos y nuestros.
El poeta persa Omar Jayam / A. VENEDIKTO
Los temas de las Rubaiyat son variados. Como Li Po en China, el persa hace también exaltación del vino, habla de la transitoriedad de todo y toca la metafísica, no con una doctrina cerrada sino variable que la aleja de dogmatismos. Hay que tener en cuenta que las estrofas que vertió FitzGerald constituyen solamente una parte de las muchas que Jayam compuso, a las que hay que sumar otras apócrifas.
Luis Alberto de Cuenca sitúa muy bien el contexto de estos cuartetos en su prólogo. Victoria León, que este año ha dado una excelente muestra de endecasílabos blancos en su primer libro Secreta luz (Premio de Poesía Hermanos Machado), exhibe ahora el poder de sus alejandrinos, también sin rima. Creo que acierta. Aunque en las Rubaiyat originales riman el primer, segundo y cuarto verso (Pessoa mantuvo esta estructura al escribir sus no muy conocidas imitaciones), esto podría originar algunos ripios.
Edward FitzGerald
“Mejor un gorrión vivo que un águila disecada”, escribió FitzGerald. Y aquí el gorrión canta, gorjea estupendamente, que es de lo que se trata: “Mirad cómo mil brotes florecen cada día / al tiempo que otros mil se esparcen por la tierra. / Este mismo verano que ha traído las rosas / sacerdotes y reyes por igual va a llevarse”. Y lo hace con palabras que a menudo recuerdan el carpe diem: “¡Llenad la copa, entonces, y os diré nuevamente / que el tiempo se desliza veloz bajo los pies! No ha nacido el mañana. El ayer ya está muerto. / Pero, ¿qué ha de importarnos, si es tan dulce el ahora?”
Los alejandrinos le otorgan un aire modernista (aunque sin excesos) que no desmerece del de Rubén Darío cuando en la “Sonatina” se pone exótico: “O en el que es soberano de los claros diamantes, / o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz”. Además, permiten con holgura trasladar el contenido léxico del pentámetro yámbico inglés, dada la diferencia de sílabas existente entre las palabras de esa lengua y la nuestra.
Si no son traducidas directamente de la lengua persa, estas Rubaiyat tienen la ventaja de ofrecer no lo que Jayam escribiera, sino la muy influyente versión de FitzGerald. ¿Son lícitas las traducciones indirectas? Sí, cuando se hacen de otras que han adquirido un estatus reconocido. Así, uno quiere leer las Rubaiyat que impactaron a T. S. Eliot a los catorce años. O percibir el poder de las versiones osiánicas de Macpherson que leyó Goethe, que son las mismas que trastornan a su joven y cuitado Werther, aunque no fueran exactamente los originales que el escocés dijo traducir.
Un párrafo al menos merece la calidad formal de la edición, su calidez y mimo en los detalles: las guardas, la camisa, las ilustraciones de Willy Pogány, las letras capitales al comienzo de cada cuarteta que imitan signos del alfabeto árabe, el bello colofón, el grosor del papel. Todo ello traduce muy bien, en vista y tacto, la excelencia de las Rubaiyat. De haber sido bilingüe la edición, habría sido perfecta. Con todo, el texto funciona tan bien en español que es fácil olvidar que los versos no se compusieran ab novo en nuestro idioma.
Las etimologías falsas atentan contra la filología pero soplan a favor de lo poético. Estaría bien que las lluvias de estrellas que conocemos como Perseidas las atribuyéramos no a Perseo –la constelación que recibe el nombre del semidiós griego– sino al poeta persa Omar Jayam: salpicaduras de un vino blanco que saltan de su gozosa copa. Y aquí se decantan y cantan muy bien.