Al infierno con Neruda (y 3)
Casi todo es comprensible en este mundo imperfecto, poblado por seres imperfectos. Salvo quizá una cosa, quizá una cosa es imperdonable: abandonar a una mujer dejándola al cargo de una hija enferma
1 septiembre, 2024 00:00Tengo a Neruda por un poeta natural, que llevaba la lengua española en la masa de la sangre y que producía versos como otros respiran, lo cual es envidiable pero peligroso. En general, personalmente, prefiero los poetas ahogados, que no encuentran su honestidad en la espontaneidad y el impromptu, por más melodioso que éste sea, sino precisamente en lo contrario, en la desconfianza de sí mismos y la lucha consciente con el verso y la idea. En Neruda, que se presentaba como una manifestación de la voz de la naturaleza y sus venas minerales, y portaestandarte del espíritu del tiempo, cantor de los agravios (reales) sufridos por los pueblos suramericanos expoliados por la codicia de los del norte, esas convicciones a todas luces injustificadas le hacían tropezar reiteradamente en el kitsch utilitario, el kitsch redentor, el kitsch comunista, infatuado como estaba, precisamente gracias a ese don de la palabra que le asistía, en el a priori, muy propio de los tiempos que le tocó vivir, y que él encarnó como paradigma único, de que en la voz del poeta inspirado (o sea, él mismo) habla la humanidad, que es tanto como decir la verdad y la justicia.
El poeta como ángel. De esta manera lo leí, lo leímos ávidamente cuando éramos jóvenes. Luego ya descubrimos que la verdad de las cosas no habla en verso.
Según una cita muy citada, Gabriel García Márquez, que también debería figurar –pero me da pereza, me cae francamente antipático- en esta serie de artículos sobre grandes escritores que fueron pequeñas personas, “Pablo Neruda fue el más grande poeta del siglo XX”. En su “Diccionario de autores latinoamericanos” César Aira sostiene que “el cinismo de Neruda le permitió vivir sin sentir miserias ni dolores, aunque se los infligiera a otros. Creo que era muy propio de aquellos izquierdistas de antes (y de ahora), tan infatuados con su postura de Amigos del Pueblo que se lo podían permitir todo, desde el adulterio hasta el champagne. De cualquier modo, la calidad literaria corre por un canal distinto al de la moralidad”.
Efectivamente, nos puede gustar el foie, pero no necesitamos conocer al pato. Sin embargo, antes de decir la última palabra sobre Neruda como pato, para no volver nunca más, espero, sobre este tema tan desagradable, hablemos ahora de su foie. De continuo en la obra del “más grande poeta del siglo XX” aparece la moral socialista, didáctica y propagandista como un kitsch estomagante, como en sus consejos a los poetas: “Que se oiga en vuestro canto/ un rumor de ríos y un rumor de martillos”.
Cuando las revelaciones del XX congreso del PCUS (1956) manifestaron la verdadera naturaleza y la obra de Stalin y su régimen Neruda reconoció (por ejemplo, en su poemario “Fin de mundo” -1968-) el error de su estalinismo militante, cometido por puro amor, y rescatado por el amor. Pelillos a la mar. “Para los pueblos fue mi canto/ escrito en la zona del mar/ y viví entre el mar y los pueblos/ como un centinela secreto/ que defendía sus batallas/ lleno de amor y de rumor:/ porque soy el hombre sonoro,/ testigo de las esperanzas/ en este siglo asesinado./Cómplice de la humanidad/ con mis hermanos asesinos.” O bien: “Ay la mentira que vivimos/ fue el pan nuestro de cada día./ Señores del siglo veintiuno,/ es necesario que se sepa/ lo que nosotros no supimos,/ que se vea el contra y el por,/ porque no lo vimos nosotros,/ y que no coma nadie más/ el alimento mentiroso/ que en nuestro tiempo nos nutría.” El poeta es un ser angélico, inocente, no tiene ninguna culpa ni responsabilidad en haberse dejado engañar, ¡él canta, melodioso! Por desgracia, cuando hay que dar cuenta del error, la voz sale prosaica…
Al César, lo que es del César, he elogiado los desencantos de su poemario “Estravagario” de 1958. Al César lo que es del César:
NO TAN ALTO
De cuando en cuando y a lo lejos hay que darse un baño de tumba.
Sin duda todo está muy bien y todo está muy mal, sin duda.
Van y vienen los pasajeros, crecen los niños y las calles, por fin compramos la guitarra que lloraba sola en la tienda.
Todo está bien, todo está mal.
Las copas se llenan y vuelven naturalmente a estar vacías y a veces en la madrugada, se mueren misteriosamente.
Las copas y los que bebieron.
Hemos crecido tanto que ahora no saludamos al vecino y tantas mujeres nos aman que no sabemos cómo hacerlo.
¡Qué ropas hermosas llevamos! ¡Y qué importantes opiniones!
Conocí a un hombre amarillo que se creía anaranjado y a un negro vestido de rubio.
Se ven y se ven tantas cosas.
Vi festejados los ladrones por caballeros impecables y esto se pasaba en inglés. Y vi a los honrados, hambrientos, buscando pan en la basura.
Yo sé que no me cree nadie. Pero lo he visto con mis ojos.
Hay que darse un baño de tumba y desde la tierra cerrada mirar hacia arriba el orgullo.
Entonces se aprende a medir. Se aprende a hablar, se aprende a ser. Tal vez no seremos tan locos, tal vez no seremos tan cuerdos. Aprenderemos a morir. A ser barro, a no tener ojos. A ser apellido olvidado.
Hay unos poetas tan grandes que no caben en una puerta y unos negociantes veloces que no recuerdan la pobreza. Hay mujeres que no entrarán por el ojo de una cebolla y hay tantas cosas, tantas cosas, y así son, y así no serán.
Si quieren no me crean nada.
Sólo quise enseñarles algo.
Yo soy profesor de la vida, vago estudiante de la muerte y si lo que sé no les sirve no he dicho nada, sino todo.
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Sobran la mitad de los versos, pero en los demás, y en el tono, hay emoción pura y expresión lograda, formidable.
Esto también me parece emocionante, por citar sólo un poema de esa mina de diamantes que fue Neruda:
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MUCHOS SOMOS
De tantos hombres que soy, que somos, no puedo encontrar a ninguno: se me pierden bajo la ropa, se fueron a otra ciudad.
Cuando todo está preparado para mostrarme inteligente el tonto que llevo escondido se toma la palabra en mi boca.
Otras veces me duermo en medio de la sociedad distinguida y cuando busco en mí al valiente, un cobarde que no conozco corre a tomar con mi esqueleto mil deliciosas precauciones.
Cuando arde una casa estimada en vez del bombero que llamo se precipita el incendiario y ése soy yo. No tengo arreglo. Qué debo hacer para escogerme?
Cómo puedo rehabilitarme? Todos los libros que leo celebran héroes refulgentes siempre seguros de sí mismos: me muero de envidia por ellos, en los filmes de vientos y balas me quedo envidiando al jinete, me quedo admirando al caballo.
Pero cuando pido al intrépido me sale el viejo perezoso, y así yo no sé quién soy, no sé cuántos soy o seremos. Me gustaría tocar un timbre y sacar el mí verdadero porque si yo me necesito no debo desaparecerme.
Mientras escribo estoy ausente y cuando vuelvo ya he partido: voy a ver si a las otras gentes les pasa lo que a mí me pasa, si son tantos como soy yo, si se parecen a sí mismos y cuando lo haya averiguado voy a aprender tan bien las cosas que para explicar mis problemas les hablaré de geografía.
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Y a Dios, lo que es de Dios. Matilde Sánchez reconstruyó hace unos meses, para el diario argentino Clarín, la historia de “Cómo Pablo Neruda abandonó a su hija hicrocefálica”. Remonta la historia a 1930, en Indonesia, cuando el joven Neruda, cónsul honorario en la isla de Java, conoce a María Antonia Hagenaar, “Maryka”, que vive sola con su madre. Se casan.
En 1934, Neruda es enviado al consulado chileno en Madrid, donde los poetas del 27 le reciben con gran hospitalidad y admiración. Ese mismo año publica en Madrid Residencia en la tierra y conoce a quien será su segunda mujer, la argentina Delia del Carril, rica y librepensadora, afiliada al Partido Comunista Francés. “Delia le lleva 20 años al chileno y el romance será instantáneo”, cuenta Matilde Sánchez. En agosto de 1934 Maryka da a luz. La niña es hidrocefálica.
Los primeros meses de su vida fueron difíciles, según cuenta en carta a una amiga: “La chica se moría, no lloraba, no dormía, había que darle comida con sonda, con cucharita, con inyecciones y pasábamos las noches enteras, el día entero, la semana, sin dormir, llamando médico, corriendo a las abominables casas de ortopedia donde venden espantosos biberones, balanzas, vasos medicinales, embudos llenos de grados y reglamentos. Tú puedes imaginar cuánto he sufrido”. Así describe a la desdichada criatura: “Mi hija, o lo que yo denomino así, es un ser perfectamente ridículo, una especie de punto y coma, una vampiresa de tres kilos”. No se lo podrá acusar de haberse puesto sentimental con la desgraciada.
Aquella época tempestuosa, la lucha política, con sus exigencias, la sublevación militar de Franco y la Guerra Civil, y al mismo tiempo el éxito fenomenal de su poesía y su trabajo diplomático absorben al poeta. A los dos años abandonó tanto a la niña como a su madre y no las volvió a ver nunca más. Se fue con Delia del Carril, de cónsul a París, mientras aquellas sobrevivían como podían en Holanda, donde Maryka tenía familia, por supuesto sin recibir ayuda de ninguna clase del poeta. La niña murió a los ocho años. De este asunto no habla el poeta en sus memorias “Confieso que he vivido”…
Casi todo es comprensible en este mundo imperfecto, poblado por seres imperfectos. Salvo quizá una cosa, quizá una cosa es imperdonable: abandonar a una mujer dejándola al cargo de una hija enferma. Ahí el premio Nobel de literatura, el cantor total, se hizo merecedor de algo peor que el calificativo de “cínico” que le dedica César Aira. Se hace acreedor a las calderas de Pedro Botero. ¡Al infierno con Pablo Neruda!