Ferran Toutain, escritor, traductor y crítico literario / PABLO MIRANZO

Ferran Toutain, escritor, traductor y crítico literario / PABLO MIRANZO

Filosofía

Ferran Toutain: “La corrección política en el arte no es más que totalitarismo y censura”

El ensayista barcelonés reflexiona sobre la originalidad creativa y su relación con el pasado, los populismos y la tensión entre la cultura colectivista y la democracia liberal

17 enero, 2022 00:10

Profesor de Humanidades en la Universidad Pompeu Fabra y en la Universidad Ramón Llull, Ferran Toutain es crítico literario y ensayista. Escribe en prensa y, junto a Xavier Pericay, ha firmado Venenosa lengua y El malentendido del novecentismo. Tradición y plagio en la prosa catalana moderna. En 2012 publicó en La Magrana y en RBA su trabajo más ambicioso: el ensayo cultural Imitación del hombre, donde reflexiona desde la filosofía y la literatura sobre la naturaleza y la pulsión imitativa en el arte. 

–En el ensayo Mentira romántica y verdad novelesca René Girard señala que la imitación explica tanto de la rivalidad como del amor. Usted va más allá, pues leyéndole una termina convencida de que la imitación está en la base de casi todo.

–Decir que explica tanto la rivalidad como el amor es como decir que lo explica todo, pues ambas cosas constituyen prácticamente toda la experiencia humana. La imitación es indisociable del subjetivismo y también de las respuestas emocionales que damos a las cosas, por cuanto lo que opinamos sin reflexión y lo que sentimos espontáneamente procede de ideas y comportamientos aprendidos y asimilados como propios a lo largo de toda la vida. Sin embargo, existe también una imitación reflexiva que conduce –en su desarrollo– a la creación de un pensamiento y una sensibilidad propias.

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–El mundo clásico crea el concepto de mímesis: primero de la naturaleza; más tarde, de los grandes poetas. La idea continúa bajo la civilización cristiana.

–La imitación es una idea muy valiosa. De hecho, la actividad mimética del ser humano, su capacidad de aprendizaje, es lo que nos ha proporcionado las grandes obras del arte, de la literatura, el pensamiento, la música, y también lo que ha permitido el desarrollo de la ciencia. Pero, en este caso, hablo de una imitación que únicamente logra sus frutos mediante un gran esfuerzo de superación en relación a uno mismo. Esos frutos son lo único original que produce el ser humano: proceden del diálogo creativo con lo que ofrece la tradición en el sentido que da T.S. Eliot a ese concepto, cuando dice que ningún poeta, ningún artista, tiene valor salvo por su relación con los poetas y artistas muertos. Es decir, la tradición cultural fija las normas que permiten la creatividad, pues cuando se crea una nueva obra se modifica toda la historia del arte en tanto que se da una visión distinta de lo precedente y se incide en lo que puede venir después. De esa relación dialéctica con el pasado surge la única originalidad posible y deseable.

–Y luego está esa imitación que implica no tener criterio u opinión propia

–Sí, al lado de esta que comentaba antes existe también una imitación vulgar, indiscriminada, que es la que suele operar en la vida cotidiana cuando, en lugar de invertir la capacidad mimética en el conocimiento, ésta se usa mecánicamente para absorber las ideas, gustos y actitudes que ofrece un entorno social carente de todo conocimiento. Eso es, como usted dice, la anulación del criterio personal, y tiene graves consecuencias en la política y en la transmisión de valores.

Ferran Toutain

–Esto me lleva a la descripción que, en El hombre sin atributos, novela que usted menciona, hace Musil de la fachada de la casa del protagonista: ¿somos un collages de tendencias, ideas, modas… pero estamos carentes de un atributo propio?

–Sí, pero, abundando en lo que plantea, el collage se puede componer con gracia y con talento o uno lo puede armar sin criterio estético, sin ni siquiera darse cuenta de que los materiales que usa para crearlo no son una obra propia. Ya que cita a Musil, me gustaría decir que El hombre sin atributos es un libro que habla de los inconvenientes que causa la imitación vulgar en el funcionamiento del mundo. Es un tratado de la estupidez humana. La imitación irresponsable y la estupidez son la misma cosa

–Pero si, como afirma el escritor Witold Gombrowicz, “ser hombre significa imitar al hombre”, ¿la imitación es, para bien y para mal, lo que nos define?

–Musil, Gombrowicz…las obras de estos dos escritores muestran con precisión el fenómeno mimético en su manifestación más vulgar, pero me atrevería a decir que prácticamente no hay ninguna obra importante, sobre todo a partir del Renacimiento, que directa o indirectamente no lo ponga en evidencia al describir la actitud de un personaje, sus pretensiones sociales o sus opiniones sobre el mundo. Es algo que aparece de manera visible en Cervantes, en Shakespeare, en toda la tradición moderna occidental. 

Los grandes escritores escapan en sus obras de la condición de imitadores en tanto en cuanto son conscientes de ella y la muestran ante nuestros ojos. Sí, es posible salir del círculo vicioso de la imitación mediante el pensamiento y el arte, que son también formas de imitación, pero lo son por una asimilación creativa de los modelos que ofrece la tradición cultural. La ausencia absoluta de imitación lleva a enmudecer, que es a lo que aspiran el negativismo de Cioran o la actitud de la protagonista de Persona, la extraordinaria película de Ingmar Bergman. Llega a enmudecer porque niega lo humano. En efecto: ser hombre significa imitar al hombre.

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–Su ensayo podría definirse sobre un tratado moral sobre la libertad del individuo. Ante la pulsión imitadora que nos define, ¿cuál es la fuerza emancipadora? 

–La libertad solo es posible dentro de los límites señalados. La fuerza emancipadora se encuentra en la capacidad de elección. Cuanto más alto es el conocimiento que uno se procura, más grande es esa fuerza. Hagamos un homenaje al gran Antonio Escohotado, quien no se cansó de advertir que el estudio es el único camino que lleva a la libertad. 

–En su ensayo sobre la imitación reflexiona sobre cómo la ideología lo impregna  todo. ¿Es precisamente gracias a nuestra tendencia imitar la explicación por la que  ciertos movimientos políticos se hacen fuertes? ¿Entendemos mejor el auge de los populismos teniendo en cuenta esta pulsión imitadora?

–Por supuesto. El populismo es la repetición ad nauseam de los lugares comunes que constituyen en un momento dado lo que se llama opinión pública. Es decir, lo que se busca con el populismo es una sociedad ajena a la razón, orgullosa de recitar y oír recitar una y otra vez lo que cree que es su propio pensamiento, cuando en realidad no es otra cosa que los prejuicios que ha adquirido por imitación. Que esos prejuicios se defiendan y se quieran imponer con la agresividad que contemplamos es porque los sujetos que los ostentan los perciben como parte esencial de su identidad.

–Habla que estamos en un momento de hiperimitación. Resulta paradójico que esto suceda cuando, desde la autoayuda hasta el campo político, se haga énfasis en la individualidad y la singularidad. ¿Cómo entiende esta contradicción?

–Esto es muy interesante porque muestra hasta qué punto el ser humano tiende a vivir en la fantasía. La idea de singularidad, de originalidad, se encuentra muy arraigada en la imaginación de la sociedad posmoderna. Se constata claramente en los jóvenes. Yo he sido profesor de Humanidades y Comunicación durante más de veinte años y cuando preguntaba a mis alumnos qué era lo que valoraban en un libro, una película o en cualquier producto cultural la respuesta siempre era la originalidad, la innovación. Sin embargo, en general no podían soportar nada que no coincidiera exactamente con sus prejuicios morales y estéticos. Esa paradoja se observa en las modas: uno se tatúa para ser original a pesar de que los tatuajes ya casi parecen obligatorios. Lo mismo ocurre con el arte llamado contemporáneo, que lleva cincuenta años repitiendo los mismos lugares comunes y presentándose como el súmmum de la vanguardia.

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–¿Somos gregarios pero nos creemos singulares? ¿Reivindicamos la singularidad de nuestra identidad y, en el fondo, somos una parte más de la masa?

–Exactamente. Vivimos en una sociedad colectivista, y aquí aparece un conflicto grave, porque la democracia liberal se creó precisamente para proteger al individuo frente a las presiones de lo colectivo. Lo que ocurre es que el ser humano tiende a vivir en una realidad paralela. Lo explica muy bien el filósofo francés Clément Rosset en Lo real y su doble. Lo ideológico, lo imaginario, lo abstracto pesan mucho más en nuestras vidas que lo material y concreto. Eso explica que la sociedad sea ferozmente gregaria y al mismo tiempo valore la singularidad por encima de todo. Lo primero es lo que es; lo segundo, lo que cree ser, y es esta disociación lo que hace que esas realidades paralelas, la propiamente real y la imaginaria, se vivan sin ningún sentimiento de contradicción.

–En su ensayo habla del papel de la literatura, que ha profundizado en el concepto de la imitación. En tanto que crítico literario, quería preguntarle sobre el papel de la literatura y su propia pulsión imitadora.

–La literatura es fundamentalmente conocimiento. Junto con la filosofía y el arte, ha desempeñado siempre un papel liberador por su interés en descorrer el velo de lo que ocultan las convenciones sociales. Ahora bien, hoy en día pasa por literatura algo que está fuera de la tradición porque, en lugar de descorrer el velo, lo que hace es exaltarlo, halagar los prejuicios sociales mediante la propaganda ideológica o sentimental. No toda la literatura sigue este camino, por supuesto. Todavía hay escritores conscientes de su oficio, pero sí que se publican muchos libros de esa naturaleza que se aclaman como si fuesen grandes obras y que, a mi modo de ver, son antiliterarios.

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–Usted que fue asesor lingüístico, ¿cómo afecta esta pulsión mimética a nuestra manera de hablar y escribir?

–No descubro nada nuevo si digo que el lenguaje anda a la par con el pensamiento. Cuanto más profundo es el conocimiento de una lengua más precisas, más matizadas y  más definidas son las ideas que nos hacemos de las cosas. Impresiona ver la degradación de las lenguas que todo profesor sensible a la naturaleza del lenguaje observa entre las nuevas generaciones. En general, limitan su capacidad de expresión a los registros coloquiales, y la escuela no resuelve este problema; más bien, lo agrava dando por buena tal limitación. Pero lo peor de todo son los clichés que difunden desaforadamente los medios y los políticos. Quien no usa el lenguaje para pensar, sino para repetir los sintagmas carentes de sentido que se ponen de moda en un determinado momento entre los miembros de su tribu ideológica, le otorga la misma función que tiene gritar una consigna o agitar una bandera, una función puramente identitaria.

–¿La literatura y la pintura son más esclavas de lo moral/políticamente correcto de lo que lo eran hace solo un siglo?

–Sin duda. En cierto sentido, estamos mejor que nunca. Hoy en día formalmente existe más libertad de expresión y acceso al conocimiento de lo que ha habido en épocas anteriores, pero la presión social, una fuerza contraria a la autonomía del individuo y de la que ya advertían los primeros pensadores del liberalismo, se ha convertido en una forma de dictadura porque ocupa las instituciones y su voluntad de acallar todo lo que no se corresponda con la estupidez imitativa. La corrección política no es más que totalitarismo y censura y ha llegado a las artes y a la literatura. No hay más que ver lo que ocurre en Estados Unidos, donde se retiran obras de los museos y libros de las bibliotecas. En España hay quien pretende lo mismo. Y no son pocos los artistas, los escritores y los cineastas que se dejan contaminar por estas ideas ridículas, negando así la propia naturaleza de su oficio.