Disquisiciones sobre la España conservadora (y posible)
Valentí Puig incide en 'Dioses de época', la última entrega de sus diarios, en la idea de una vía política moderada, con reformas, que nadie parece querer defender
16 enero, 2022 00:10Saul Bellow es un buen referente. Hay otros, claro. Pero Bellow representa la firmeza, el anclaje en la tierra. El autor de Jerusalén, ida y vuelta se atrevió a rivalizar con lo políticamente correcto, y se le echaron encima. Tuvo la osadía de señalar, ¡vaya disparate!, que los papúes no tenían a un Proust, ni los zulúes a un Tolstoi. Tuvo problemas en la academia, en los ámbitos universitarios de Estados Unidos en los años 90, aunque él mismo explicó que lo que deseaba era descubrir a grandes literatos en otras culturas. Bellow, pese a todo, es aquel mástil al que se agarra un autor como Valentí Puig, por “su inmensa vocación de ser y estar, de superarse y marcar territorio”. Y sirve como guía para escribir sobre España, sobre sus transformaciones desde los noventa hasta justo antes de la crisis económica de 2007-2008, con la defensa de una ideología liberal-conservadora posible.
Marcada España con un acento progresista, inevitable tras una larga dictadura de derechas, además de otros calificativos, --aunque la base de la política económica establecida a finales de los años 50 ha mantenido una continuidad pasmosa— la actitud conservadora se ha denostado. El mundo se ha transformado, pero en España todo lo que no fuera una apuesta por lo nuevo, por las formas más rabiosas, por lo supuestamente de izquierdas o antisistema, ha ido quedando en la cuneta.
Valentí Puig, (Palma, 1949), da cuenta de algo prodigioso, que no se percibe en su justa medida porque la narración de lo contemporáneo no puede contar con la necesaria perspectiva. En su último trabajo, Dioses de época (Destino), Puig –con obra en castellano y catalán, siempre con una enorme atención al detalle-- abraza el periodo comprendido entre 1993 y 2006, que resulta ser determinante para la suerte de España.
No ahorra el autor una crítica afilada a señores de la cultura, como Jorge Herralde, de quien duda sobre la profundidad de sus lecturas. También deja en la estacada a supuestos sabios locales que se consideraban internacionales, como el filósofo indio-catalán Raimon Panikkar, y se queja de que las autoridades públicas sean capaces de asumir la pequeñez de sus supuestos mandarines culturales. En este caso hay que dejar que sea Puig quien lo diga con sus palabras: “Que en Cataluña haya bibliotecas públicas con el nombre de personajes tan insignificantes y doctrinales como Jaume Fuster y Joan Triadú da una idea de hasta qué punto una cultura se encoge y se autolimita especializándose en el culto a la mediocridad institucionalizada”. Esa es una tónica en el libro de Puig, que analiza y censura la política de los gobiernos nacionalistas en Cataluña, tripartito incluido, que ha ahogado la propia vitalidad de la cultura en catalán.
El meollo, sin embargo, aunque con una relación muy determinante de Cataluña, se centra en la evolución de la política española y en lo que pudo haber sido. El liberal-conservadurismo, la corriente en la que se siente a gusto Valentí Puig, solo ha respetado a un presidente socialista, a Felipe González, aunque el aparato político y mediático de ese flanco lo castigó en su momento como a ningún otro. Pero se admite que tuvo un proyecto modernizador y que clavó España a los destinos de Europa. Rodríguez Zapatero y ahora Pedro Sánchez ni se contemplan.
Contra las 'águilas imperiales'
Sin embargo, en lo que incide Puig es en algo más delicado y que resulta siempre un embrollo: en una idea moral que el país podría haber seguido, en una apuesta sin fisuras por reformas continuas, a la manera de Popper, en la idea de ‘comprar’ del adversario político lo mejor de su catálogo, y en dejar siempre a la intemperie a los extremos. Si eso se consiguió, con muchos esfuerzos –aunque con algunas importantes grietas— en la lucha antiterrorista, se podía haber mantenido en el momento culminante de la reciente historia de España: los atentados del 11M en 2004, que se convirtieron –para ese espacio político del liberal-conservadurismo-- en una afrenta todavía no asimilada. Valentí Puig sugiere que el PSOE debió ponerse al lado de José María Aznar, porque en los primeros momentos lo lógico era pensar que la autoría de la tragedia era de ETA.
Puig se queda ahí, porque sus reflexiones se paran en 2006, con el referéndum del Estatut en Cataluña, que recuerda que tuvo una abstención del 48,85%. La lección de Puig, que se mueve profesionalmente en esos años entre dos medios, ABC, El País, y, de nuevo, ABC, y entre Barcelona y Madrid, es que todo pudo haber sido de otra manera, si el gobierno ‘moderado’ del PP hubiera tenido continuidad.
La teoría de aislar a los extremos viaja en las dos direcciones, hacia la izquierda, pero también hacia la derecha y en el seno del propio PP. Puig deja constancia –porque lo vivió como invitado en muchas sesiones-- de la pujanza y la importancia de los think tanks conservadores norteamericanos y, en general, anglosajones. Bebe Puig de esa tradición, pero identifica a las “águilas imperiales” que se quieren imponer, con vientos ultraliberales. Son, según Puig, los recien llegados, los “convertidos a la fe”, que, también en España, quieren cambios bruscos, sin tener en cuenta ni la cultura política ni la tradición. Y no son pocas las expresiones que dedica a Esperanza Aguirre, a quien no toma para nada en serio su supuesto liberalismo y tacha por exhibir maneras autoritarias impropias. De nuevo la moderación, la necesaria vía reformista que podrían compartir una buena parte --¿sigue en pie?-- del PSOE y el grueso de lo que fue el PP.
El conservador, el que se equivoca en las apariencias –lo admite Puig al juzgar severamente a dos jóvenes, en distintos momentos del libro-- aparece con toda su crudeza cuando se refiere a los cambios sociales de la sociedad española. Pero surge para advertir de lo que podrá suceder –y así ha sido. Tras señalar la libertad de practicar el sexo en la calle, del deambular de las parejas homosexuales, constata: “Pensé entonces que con cambios de costumbres tan acelerados cualquier día iba a aparecer un movimiento de extrema derecha. Acción-reacción: una de las pocas leyes indeclinables”. Y eso ha sucedido, con un peso no menor aportado por el proceso independentista en Cataluña.
Puig habla del poder, del intelectual que se acerca y sale trasquilado. Lo ve como una ley inexorable. Siempre tiene las de perder. Lo mejor, por tanto, es guardar una necesaria y obligada distancia. ¿Su obsesión en todos aquellos años? Escribir y escribir, periodismo y narrativa, ensayo y poesía. Y lograr buena información con esa cercanía al mundo político y económico, material, incluso, para alguna novela.
El pulso moral, pese a todo, vuelve a surgir. Puig hablaba de forma frecuente con Jordi Pujol. También con Aznar. Y refleja el cinismo al que obliga la política democrática, un jardín en el que mejor no entrar con todas sus consecuencias. Pujol, según Aznar, --como le comunica a Puig-- está de acuerdo con el giro atlantista del presidente del Gobierno. Y defiende, en privado, que Aznar apoye a Estados Unidos en la guerra contra Irak. Pero le advierte de que no lo reflejará. No puede, de ningún modo, incomodar a sus bases nacionalistas. Puig también recuerda que Pujol se abstuvo en el referéndum de la OTAN, decisión que también adoptó Manuel Fraga, con el único objetivo de desgastar al gobierno socialista de Felipe González. ¿Cómo se puede entender en dos grandes políticos atlantistas de primera hora? Es un reproche sustentado, necesario. ¿El juego democrático obliga a ese comportamiento?
El refugio, con De Maistre
La tentación es grande. Valentí Puig admite el peligro, pero también la dicha. ¿No nos pide el cuerpo encerrarnos en la tradición, en las lecciones de Joseph de Maistre y en el latín de la “religión de nuestros padres”? Puig no está por eso, pero lo piensa, tiene la valentía de constatar esa querencia cultural, porque es humana, porque intelectualmente debemos poder hacer ese ejercicio.
Contra los excesos, Valentí Puig deja otra perla para la reflexión, para que la propia sociedad catalana se mire en el espejo. Y no había llegado todavía el momento de la exaltación independentista. Por eso hay que detenerse en esto, en el momento en el que se protestaba contra la implicación de España en la guerra de Irak:
“Comenzaron las caceroladas pacifistas. Por la noche tam-tams y bongos, todos los elementos de percusión primitiva, se sumaban a las cacerolas. Era más que la crítica a una intervención militar: renacía la Barcelona insumisa a todo. Daba gusto ser la ciudad más procastrista, más comprensiva con ETA, más antiamericana y más antigubernamental. Un triunfo moral, gratis. La Barcelona mimética convergía con la Barcelona cíclicamente turbulenta, inquieta, levantisca hasta que llega al límite y luego no sabe cómo recuperar el orden y acaba asintiendo a quien aporta un exceso de orden”.
Valentí Puig es fiel a su tradición, a su apuesta ideológica, desde la racionalidad, y se agarra a Bellow, para mostrar que hay una España posible. ¿Y qué pasa si se trata de una tradición liberal-conservadora? Muchos otros podrían o deberían recoger esa apelación.