La industria de los redentores profesionales
Convendría preguntarse en qué momento exactamente una parte de la sociedad española empezó a confundir el derecho constitucional de portar una bandera, la que fuere, con la certeza de tener siempre la razón. Evidentemente, se trata de dos cosas absolutamente distintas. Cualquiera puede salir a la calle a reclamar de forma pacífica y civilizada lo que considere conveniente –es uno de los derechos fundamentales protegidos por cualquier democracia– y, otra, radicalmente diferente, presumir sin dudar que lo que se demanda es justo y necesario (por decirlo en términos evangélicos) de forma automática, como si realmente existiera una relación causa-efecto entre pedir algo y obligatoriamente obtenerlo.
La historia, que para Cicerón era maestra de vida y para Cervantes la madre de la verdad, nos enseña justo lo contrario: muchas de las causas sociales más nobles tuvieron que luchar contra la incomprensión o fueron perseguidas no solo por sus planteamientos, sino porque, al manifestarse, funcionaban como un espejo, mostrando verdades que la mayoría circunstancial de cada momento no quería ver. Desde los años sesenta del pasado siglo –y ha llovido bastante desde entonces– el sortilegio de considerar justa cualquier demanda por el hecho de ser reivindicada por una minoría –que casi siempre aspira a convertirse en lo contrario– adquirió la condición de dogma.
El debate, que es uno de los síntomas de que una sociedad está intelectualmente viva, se transformó así en un pasillo inquisitorial donde o comulgas con lo políticamente correcto –que nada tiene que ver con lo moralmente justo– o serás anatemizado por hordas de buenistas que, igual que los curas, han decidido que sus creencias son las únicas verdaderas y aquel que no las profese, por las buenas o por las malas, debe ser un Giordano Bruno en el Campo de Fiori.
Vivimos tiempos desconcertantes, donde practicar la libertad de criterio, no digamos ya la de pensamiento, se ha convertido en una actividad de riesgo. No vale con ser una persona, es necesario además convertirse en un infatigable activista. Pensar con independencia se ha vuelto una práctica punk. Argumentar lo que se cree se considera una molestia infinita. El personal considera que dedicar su tiempo a discurrir sobre cualquier asunto es una pérdida de tiempo. La reflexión es el pasado: el debate público se reduce a asentir o negar, sin matices. Ser coherente es una frivolidad anacrónica.
En paralelo, y para asombro de tirios y troyanos, un día sí y otro también oímos a políticos, tertulianos y vendedores de humo –se empieza siendo lo primero; se pasa a continuación a ser lo segundo– decir que cualquier cuestión pública es “un problema complejo” y, por tanto, no puede resolverse más que dedicándole tiempo y atención. Bajo esta fórmula retórica (por ser benignos) se oculta la mayor de las patrañas: el pánico a emitir una opinión propia con total libertad. En apariencia, nada impide, más bien todo lo contrario, enunciar tus juicios en cualquier espacio público; lo que sucede –y este es el signo característico de este momento– es que casi nadie que aspire a prosperar en la vida (en términos sociales, se entiende) se atreve a decir su verdad, salvo cuando ésta viene amparada por el furor de una mayoría (real o, en su defecto, virtual). El sentido común, sin embargo, nunca ha dependido del número, sino de la inteligencia, que es la que construye los juicios de los verdaderamente sabios.
Históricamente, cuando el conocimiento era un patrimonio restringido a las élites, que lo administraban en función de su conveniencia, la dialéctica social solía establecerse entre una verdad superior –la doctrina del poder de turno– y los efectos que ésta tenía, generalmente nocivos, entre los particulares, de forma que podían darse al menos tres supuestos: aceptación, disidencia o discusión, no siempre pacífica. Rara vez silencio. Ahora sucede lo contrario: los debates comunales se han transformado en un desfiladero donde, si de partida no haces una reverencia ante las masas indignadas (por cualquier capricho o delirio), puedes ser abatido sin piedad. Está prohibido parecer malo, que no es lo mismo que serlo.
La industria de los redentores profesionales es la mayor multinacional que existe en este mercado (persa) de las ideas en el que cohabitamos periodistas, intelectuales, políticos y demás ralea, por adaptar a nuestros días la impertinente, pero certera, fórmula del gran Baroja. Pareciera que el único consenso cierto de este tiempo extraño, marcado por el regreso súbito de miedos seculares y atávicos, presentados ahora bajo la forma de epidemias, censuras y rigorismo (mental), consistiera en dejar de pensar y hablar con libertad. Lo cual equivale a inmolarse en vida. Aunque se siga respirando.