Kant y la política sin imperativos
La moral de la Ilustración, basada en la razón, ha desaparecido de la política española, donde las conductas públicas y privadas buscan el interés en lugar del deber
4 octubre, 2020 00:10El discurso de lo particular, uno de los ejes (ficcionales) de la política española desde hace al menos dos siglos largos, es un terreno excelentemente abonado para la inmoralidad. De esta máxima se infiere una interrogación: ¿Vivimos en un país cuya vida pública ha renunciado por completo a los principios morales? En realidad, basta formular la pregunta prescindiendo del adjetivo: ¿Existen los principios en la política española? En teoría, sí. Todos los líderes políticos dicen actuar movidos por convicciones y reglas morales. De ser cierto viviríamos en un país ejemplar. Salta a la vista que no es el caso: España, que ya salió herida de la crisis de 2008, que devino en económica pero cuyo verdadero origen es ético, como explicó en sus novelas Rafael Chirbes, se hunde en el naufragio de la pandemia sin que por ningún sitio se aviste un asidero para no caer en el abismo. ¿Cómo hemos llegado a este punto?
Las causas de la actual decadencia, equiparable a la de 1898, cuando se perdieron las últimas colonias de ultramar y los escritores del 98 se preguntaban qué somos –lo trascedente hubiera sido desentrañar cómo somos–, no son sencillas, sino diversas. Entre ellas podemos mencionar el brusco cambio cultural que supuso nuestra singular forma de acceso a la democracia –una concesión de las élites, cuyo celebrado pacto, a pesar de sus evidentes beneficios, expresa la imposibilidad lograr una hegemonía alternativa a la que impuso la Historia– y su posterior desarrollo, que culmina con un modelo de Estado –asimétrico primero, disolvente ahora–, un sistema de partidos políticos cerrado (en cuyo interior los usos democráticos son formales, no naturales) y un ulterior relevo generacional que, lejos de mejorar a sus ancestros, asume prácticas desligadas de cualquier corsé moral y se mueve por la ambición y la satisfacción; esto es: por el deseo. No hablamos, por supuesto, de ninguna moral religiosa ni metafísica, sino de una moral ilustrada, progresista y fieramente humana.
El discurso de nuestra clase política replica –pobremente– algunas de las ideas que caracterizaron la Ilustración, pero sus hechos se sitúan en las antípodas. Hace cinco años, en un debate en un foro universitario, Pablo Iglesias y Albert Rivera (era el momento en el que ambos fingían encarnar el reformismo del bipartidismo, una apariencia que duró un suspiro) citaron a Immanuel Kant, el filósofo prusiano, como uno de los referentes de sus correspondientes proyectos de renovación política. Iglesias, al mencionarlo, confundió el título de la obra mayor del pensador de Königsberg –Crítica de la Razón Pura– y Rivera se quedó mudo cuando Alsina, que ejercía como moderador, le preguntó qué obra concreta había leído para apoyar su afirmación. “Ninguna”, dijo el exdirigente de Cs. No hicieron falta más preguntas: ninguno conocía la filosofía kantiana, cumbre del pensamiento de la Ilustración.
¿Ignorancia o impostura? Ambas cosas. El pensamiento de Kant, formulado en el siglo XVIII, es una extraordinaria guía para entender una de las grandes patologías de la democracia española: la ausencia de cualquier tipo de orden moral, del signo que sea. Casi nadie practica en la vida pública ninguna de sus ideas, sintetizadas en el estupendo volumen que firma de Pere Lluís Font, profesor de la Autónoma de Barcelona, en el libro Immanuel Kant, seis ensayos y un diálogo ultratumba (Arpa). El pensamiento del filósofo prusiano, un riguroso pietista que creó todo un sistema de ideas guiado por el afán de libertad, al que Font dedica in extenso su monografía, predica unos principios morales cuya traslación puede ser indistintamente individual y colectiva. La tesis de partida es que el ser humano es un sujeto libre –influido por sus circunstancias, pero no necesariamente esclavo del determinismo– y que, por tanto, puede elegir su destino y definir por sí mismo su conducta.
Retrato de Immanuel Kant (1768) pintado por Johann Gottlieb Becker
La ética de Kant no ofrece recetas cerradas, a la manera de los antiguos breviarios de sabiduría teológica. Su indudable modernidad consiste en articular conceptos para que cada uno ejerza su libre albedrío en función de una ley moral superior cuyo origen es la razón, en lugar del interés, la conveniencia o la apetencia particular. Paradójicamente, su doctrina moral, formulada en la Metafísica de las costumbres (1785) y más tarde en la Crítica de la Razón Práctica (1788), parte de la noción de la buena voluntad. No existe político en España que no invoque este mismo término a la hora de exponer sus promesas e intenciones. En un sentido muy diferente, por supuesto. La buena voluntad de Kant nada tiene que con el buenismo (infantil) que enarbolan nuestros próceres, para los que tener buenas intenciones es condición suficiente para alcanzar el poder y disfrutar la comprensión popular.
Desear hacer algo bueno no equivale a hacerlo. La supuesta bondad no garantiza la eficacia ni tampoco los éxitos políticos. Ni siquiera es sinónimo de prudencia o inteligencia, aunque no queda demasiado lejos de la temeridad. Según Kant, la buena voluntad no es la simple formulación de un deseo (lo que implica la voluntad personal de obtener una satisfacción) sino la voluntad de adoptar una decisión con independencia de sus resultados, guiados únicamente por un deber que no es tanto jurídico –el que emana de la ley sancionada– como moral, cuya característica esencial es que renuncia a las inclinaciones personales o colectivas. Se trata de una moral formalista, no finalista o, por así decirlo, autónoma en relación a los resultados concretos de cualquier acción. Una moral que no busca provecho alguno y cuyo objeto es alcanzar la coherencia con una convicción racional.
Nada de esto se practica en la política española contemporánea, donde los partidos imponen su beneficio al interés general y los gobernantes aspiran a un cesarismo alérgico a cualquier norma ética. La buena voluntad de Kant no es equivalente al vicio de proclamar la bondad propia. Es otra cosa: un método de contención, hacer las cosas por principios, aunque éstos contradigan nuestros deseos y casi siempre nos impidan alcanzar la felicidad. Es la ley moral la que debería guiar la conducta de los individuos y de la sociedad. Algo inexistente en la vida pública española, donde se relativiza la legislación vigente –que en teoría es la expresión última de las decisiones democráticas– o se indulta a quienes la violan con el argumento de la distensión o el diálogo constructivo. Un auténtico delirio.
¿Cómo podemos definir el deber moral? Desde luego, no por mayoría (real o ficticia). Desde el punto de vista de la Ilustración no existen más que dos maneras. Primera: formulando la ley moral en virtud de su condición universal. Y segundo: aplicándola a partir de la creencia de que todos los individuos somos un fin, en lugar de meros instrumentos. El populismo, que incluye las múltiples formas del soberanismo, practica lo contrario: utiliza la desgracia y los sentimientos primarios como herramientas para imponer a la sociedad una hegemonía que necesariamente debe restringir no ya la libertad de acción, sino la de pensamiento. “¿Me es lícito cuando me hallo apurado” –escribe Kant– “hacer una promesa con el propósito de incumplirla?”. La respuesta que se da a sí mismo el filósofo prusiano es la siguiente: “Basta con que me pregunte si mi máxima puede ser considerada una ley universal (…) ¿Cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se encuentra en un apuro? Bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer una mentira, no puedo desear una ley universal de la mentira”.
La legalidad universal de las acciones es el fundamento del conocimiento moral. Dicho en otros términos: no es moral hacer a los demás las cosas que uno no desea para sí mismo. La política española se conduce desde hace mucho tiempo por el principio opuesto: la confrontación hipócrita en función de una honradez que se niega a los adversarios, pero que tampoco se practica en casa, y que, frente a lo que piensan los ingenuos, no debemos dar por supuesta. La autonomía de la voluntad no es lograr lo que uno quiere, necesita o desea. Es optar por lo que se considera moralmente correcto, sin que el beneficio esté presente en la ecuación. La ley moral, para Kant, es un mandato, un imperativo categórico que, en vez de perseguir ventajas, lograr beneficios, intentar quedar bien o lograr más votos se reduce a una máxima tan infalible como escasa: Haz lo que debas (no lo que se te antoje).