Caricatura que representa al político británico William Gladstone disfrazado de Macbeth y batiéndose en duelo / WELCOME IMAGES

Caricatura que representa al político británico William Gladstone disfrazado de Macbeth y batiéndose en duelo / WELCOME IMAGES

Filosofía

Las democracias sin dioses

La desmesura de la vida pública en las sociedades democráticas va en aumento. Cada vez hay más políticos que usan un lenguaje agresivo y desprecian la verdad

24 mayo, 2020 00:10

Los griegos tenían una palabra de difícil traducción: hybris. Hace referencia a la pérdida del sentido de la medida y a veces se ha traducido por desmesura. Pero era más que eso. La hybris se daba en aquellos personajes, con frecuencia públicos, dispuestos a traspasar todos los límites para lograr los propios fines, sin importarles cometer excesos e injusticias. Algunos griegos creían que los dioses castigaban la hybris haciendo que el mundo evolucionara en sentido opuesto y se restableciera el equilibrio roto. Pero las democracias actuales no tienen dioses y no puede esperarse que corrijan los excesos, la hybris de personajes como Trump, Bolsonaro, Salvini, Boris Johnson o Erdogan, por citar sólo algunos casos de los que ya han llegado al poder a través de las urnas. Quizás tiene razón Richard Rorty cuando dice que “cada cierto tiempo, los fundamentalistas y los demagogos sin escrúpulos logran salir de sus jaulas y conducir a las masas al frenesí”. Por supuesto, también hay autócratas excedidos. Pero una dictadura es, por definición, el reino de la arbitrariedad: la ausencia de otra norma que no sea la voluntad del déspota. En ella todo es exceso.

La desmesura que se percibe en las sociedades democráticas es preocupante porque, además, va en aumento. Cada vez hay más políticos que muestran su gusto por el lenguaje agresivo, incluso soez, en paralelo al desprecio hacia la verdad. Y convierten luego sus insultos e invectivas en actuaciones que ponen en peligro a sus oponentes. Para ellos no hay conciudadanos que discrepan, sino enemigos. Y en un sistema político que imita a ese fútbol perverso al que sólo importa la victoria, se aplica la regla de aquel entrenador que gritaba: “Al enemigo, ni agua”. Pero en la convivencia no hay enemigos. A lo sumo, son rivales.

'El presidente conquistador', ilustración de Joseph Keppler

'El presidente conquistador' (1881), ilustración de Joseph Keppler

El caso más llamativo es el del periodista Jamal Khashoggi, asesinado por agentes saudíes que actuaban al margen de su gobierno, según la versión oficial, o inspirados por ese mismo gobierno, según la creencia más extendida. El crimen fue terrible, pero en Arabia Saudí pasan cada día cosas casi tan graves, aunque menos aparatosas. Lo verdaderamente abominable es el consentimiento cómplice, a través de la pasividad y el silencio, de las democracias occidentales. En tiempos pasados, el lenguaje belicista, la descalificación sistemática, quedaba para los extranjeros. Se distinguía entre los propios (los del mismo territorio) y los otros.

Los griegos y romanos los llamaban bárbaros, es decir, aquellos que tenían una lengua incomprensible para los seres civilizados, que eran ellos. Habrá quien piense que eso ya no pasa, que nadie considera hoy bárbaros a los extranjeros. No es cierto. Incluso hay quien califica de bárbaros a los propios connacionales. Por ejemplo, Jair Bolsonaro, presidente de Brasil y dado a la desmesura, se refirió a las comunidades indígenas de la Amazonia con lo que debió creer que era un elogio: “El indio está convirtiéndose cada vez más en un ser humano como nosotros”. Peor que bárbaro: no es que no hable el idioma de la civilización, es que no forma parte del género humano.

'Duelo a garrotazos', de Francisco de Goya (1820)Duelo a garrotazos (1820), de Francisco de Goya

El actual primer ministro británico, Boris Johnson, escribió hace algún tiempo que el mundo musulmán (todo, sin distinción) vive en siglos pasados respecto a Occidente. Los reconocía humanos, pero atrasados, igual que a los habitantes de China, cuya cultura, dijo, es o copia de la occidental o menos que nada. Un eurocentrismo reproducido al referirse a Barack Obama como “medio keniano”, empleando la expresión como insulto. ¿Qué otra cosa puede ser un africano sino inferior a alguien formado en Eton? Ya había explicado, siendo alcalde de Londres que el problema de África no era que que los ingleses la hubieran colonizado sino que se hubieran ido. También llamó “mierdas” a los franceses o “enfermera sádica” a Hillary Clinton y se refirió al líder turco Erdogan como un “formidable gilipollas” y “pajillero follacabras”, sin preocuparse de los opositores encarcelados en Turquía. Puro racismo selectivo, se diría. Al que era líder laborista, Jeremy Corbyn, sólo lo llamó “gallina” y “nenaza”. 

Usar “nenaza” como insulto está cerca de las descalificaciones de Bolsonaro a los homosexuales, hasta el punto de afirmar que prefería un hijo muerto que un hijo gay. Quizás la capacidad de insultar es, como cierto brandy, “cosa de hombres”, además muy machos; va asociada a un machismo espectacular. Trump, que decía agarrar a las mujeres “por el coño” es en esto émulo de Berlusconi, quien presumía de ligar con jovencitas, ocultando que era pagando. Trump dijo de Hillary Clinton: “Era la favorita, iba a ganar, pero fue golpeada por un pene de gran tamaño [se refería al de Obama]  y perdió”.

Contra la democracia, Jason Brennan

Como ya vieron los griegos: actitudes sin límite que no siempre son castigadas por los dioses. Tampoco por los votantes. La democracia, según Bertrand Russell, tiene una gran virtud: ninguno de los cargos electos es más tonto ni malvado que aquellos que, sabiendo como son, los votan. La hybris es también de los ciudadanos. Ahora, además del bárbaro, está el enemigo interior. Estos días se ha oído a un diputado español llamar “criminal”, y “miserable” a otro diputado (no es la primera vez que se utilizan términos tan gruesos) y el líder de la oposición ha tildado de “proetarra”, es decir proterrorista, al propio gobierno. Este descubrimiento del enemigo interior es la herencia cristiana que reclamaban las derechas al elaborar la Constitución europea: las religiones dividen el mundo en tres bloques: los fieles, que comparten la creencia; los infieles o paganos, ignorantes, y los disidentes o herejes. Frente al infiel cabe comprensión y la conversión; frente al hereje, que conoce la verdad y la rechaza, sólo cabe el fuego purificador que, como sostenía la Inquisición, evita la condena de su alma.

No es casual que hayan surgido pensadores con voluntad democrática que propugnan una revisión de los sistemas electorales que propician esa desmesura. El filósofo estadounidense Jason Brennan, profesor en la Universidad de Georgetown, se define, en la línea de Robert Nozick, como defensor a ultranza de todas las libertades individuales (incluido el derecho a la propiedad privada) y en su libro Contra la democracia no defiende las dictaduras pero critica los defectos de los actuales sistemas electivos. En su opinión, la política, lejos de promover la convivencia pacífica y favorecer el acercamiento de los individuos, “nos separa, nos embrutece y nos corrompe, y nos convierte en enemigos cívicos” al tiempo que “nos convierte en enemigos de los demás”. 

Esto explicaría la evolución del discurso político racional y racionalista hacia el insulto y los llamamientos emocionales. “El sufragio universal incentiva que la mayoría de los votantes tome decisiones políticas de forma ignorante e irracional, e impone esas decisiones a gente inocente”, afirma Brenan, para quien la mayoría de los ciudadanos y votantes democráticos son nacionalistas ignorantes, irracionales y desinformados”.

The Late Great Planet Earth, Hal Lindsey

No es la primera vez que se dan dirigentes políticos populistas con rarezas. Ronald Reagan asumía el calendario de días favorables o desfavorables que elaboraba Joan Quigley, la astróloga de su mujer. El fiscal general de su gabinete, John Meese y los secretarios de Defensa, Caspar Weinberger, e Interior, James Watt, creían seriamente en las ideas difundidas en The Late Great Planet Earth, de Hal Lindsey (con Carole C. Carlson), que anunciaba el apocalipsis inminente provocado por el bíblico Gog, de la tierra de Magog (la Unión Soviética). Lo verdaderamente nuevo es la desfachatez y la desvergüenza. Reagan mantenía sus convicciones en el ámbito privado. Los políticos actuales presumen de sus osadías. Como Trump o Bolsonaro, mintiendo, insultando o apoyando medicamentos de eficacia dudosa, como si su saber procediera de los dioses y los colocara por encima del resto de los humanos. 

Hybris era también una diosa, madre de Coro, el desdén. Hoy, el discurso de muchos dirigentes políticos (Trump, Putin, Netanyahu, Orban, Boris Johnson, Salvini, Le Pen, Casado) expresa desdén, desprecio (hacia los demás y hacia los hechos), y transmite agresividad hacia los rivales, considerados enemigos. Justo lo contrario de lo que debiera ser la política: diálogo y búsqueda del bien común, aún reconociendo las diversas interpretaciones que pueda tener esa expresión. Estas actitudes, en el límite previo a la violencia, traducen una visión de la política que conduce al autoritarismo: olvidar el diálogo y aplicar la mano dura.

Axel Honneth, Reconocimiento

Defender el diálogo supone la creencia en la igualdad, basada, después de todo, en el dominio del lenguaje. La definición del hombre como animal racional reproduce la de Aristóteles: un animal que tiene logos, palabra que significa lenguaje y también razón. Es, claramente, una declaración igualitaria y democrática que traduce lo que Axel Honneth (sucesor de Habermas al frente de la Escuela de Francfort) llama en su último libro (Reconocimiento) el “reconocimiento” del otro como igual, capaz de juzgar mis actos y con el que debo entenderme para convivir. El reconocimiento, la defensa del discurso y de la razón, excluyen el insulto, la hybris, la desmesura. No sugieren que no existan, pero proponen la confianza ilustrada en que la educación eliminará esas tendencias para evitar que el mundo vuelva a ofrecer el panorama que describía Diderot: “He visto al deísta armarse (...) contra el ateo; el deísta y el ateo atacan al judío; el ateo, el deísta y el judío se unen contra el cristiano; el cristiano, el deísta, el ateo y el judío se oponen al musulmán” hasta conseguir que “la mitad de la nación se bañe piadosamente en la sangre de la otra mitad”. Diderot se rebelaba frente a esa sangrienta desmesura y proponía un mandato que fuera asumible por todos: “Sólo hay una virtud, la justicia; sólo un deber, ser feliz; y un corolario, no exagerar la importancia de la propia vida”.