Richard Branson, propietario de Virgin Records / EFE

Richard Branson, propietario de Virgin Records / EFE

Letras

La supertienda de Mr. Branson

La tienda de Branson cerró en 1998, en lo que hoy es un Zara enorme, y dejó atrás un modelo cultural cuando comprar discos suponía un acto de modernidad en la Barcelona olímpica

25 mayo, 2020 00:00

Ahora hay un Zara enorme, pero entre 1992 y 1998, la entrada del número 16 del Paseo de Gracia (esquina con Gran Vía) acogió la tienda de discos más grande de Barcelona, Virgin Megastore, que abrió a bombo y platillo y acabó chapando de manera más bien triste, como el resto de súper tiendas que el magnate británico Richard Branson tenía repartidas por el mundo cuando la gente compraba discos y películas en video. El edificio me resultaba familiar: en su cima había tenido su sede la mítica terraza Martini, el mejor sitio de la ciudad para suicidarse, como sostenía mi amigo Juan Bufill, a la que ya dediqué un capítulo de esta serie y que también cerró, ¡para desespero de los gorrones endomingados que acudían a la presentación de lo que fuera a pillar copas, canapés y croquetas gratis!

Mentiría si dijese que el Virgin Megastore fue mi tienda de discos favorita: la encontraba demasiado grande, gigantesca, no muy bien ordenada…Siempre estuve más a gusto en Castelló, pero lamenté su cierre en 1998 porque intuía que eso conllevaba en cierta medida el fin del mundo tal como lo habíamos conocido (por citar a REM). Los megastores de Virgin cayeron a nivel global, y lo mismo sucedió con Tower Records, cadena que nunca llegó a España, pero que en los viajes a Londres o Nueva York te alegraba mucho la vida. Todas esas súper tiendas basadas en la variedad y la abundancia aplicadas a la música y al cine ya no existen. O solo queda la FNAC, que tengo la impresión de que no se lucra precisamente con los discos y los deuvedés, que van perdiendo espacio, lenta pero decididamente, durante los últimos años…O esa impresión tengo.

Los proyectos elefantiásicos en torno a los discos, algo que ya nadie compra, no podían durar. Pero en 1992, año olímpico en mi ciudad, la inauguración del Virgin Megastore era toda una señal de (aparentes) vanguardia y progreso, una especie de bendición de la modernidad a la ciudad que no tardaría mucho en convertirse en esa meca del turismo que es la mezcla de Manhattan y Lloret de Mar que ahora disfrutamos. La prensa le concedió tal importancia a la inauguración de la súper tienda de Virgin que El País (donde yo colaboraba entonces) me envió a Londres para entrevistar a Richard Branson, quien me recibió con amabilidad y desinterés a partes iguales. Su departamento de relaciones públicas debería haberle dicho que le convenía soltar unas palabritas a los españoles para recordarles que abría sede en Barcelona y el hombre se prestó a ello sin especial entusiasmo (como me informó su secretaria, andaba muy liado con la compra de una compañía aérea).

Fue una conversación breve y absurda. Yo quería hablar con el joven visionario que fundó Virgin Records y se forró con un disco aparentemente imposible de monetizar (Tubular Bells, de Mike Oldfield), pero me topé con un empresario maduro que respondía con vaguedades a las preguntas sobre su pasado porque su pasado le importaba un rábano, estaba intentando adquirir una línea aérea y yo le estaba haciendo perder el tiempo. No conté las veces en que aquel amago de conversación fue interrumpido por alguna secretaria o algún secuaz, pero fueron unas cuantas. Físicamente, Branson estaba en aquel despacho, pero mentalmente se hallaba a una considerable distancia. No tenía ni ganas de contar batallitas. De hecho, parafraseando a Groucho Marx, no sabía si yo existía o si le había sentado mal el almuerzo. La mitad de las preguntas que me había preparado quedaron sin plantearse. ¿Para qué? El Branson que a mí me interesaba ya no existía, así que me despedí amablemente del clon que había tenido el detalle de recibirme y me largué. Ni siquiera me tomé la molestia de sentirme ofendido.

Como ya he dicho, el cierre del Virgin Megastore barcelonés me afectó más por lo que significaba que por la desaparición en sí de una tienda concreta. Empezaban malos tiempos para los devotos del soporte físico para la música, para la última generación de adictos al packaging, para los actuales rockeros de la tercera edad. Me temo que el hecho de que haya un Zara donde hubo una tienda de discos es un signo de unos tiempos que ya no son los míos.