El fantasma de Flandes
El litigio entre Holanda y España por la crisis del coronavirus resucita el choque cultural entre el Norte y el Sur de Europa. Las guerras religiosas son ahora financieras
26 abril, 2020 01:00El verdadero crisol de las naciones, en contra de lo que se piensa, no es la cultura. Es la guerra. El combate. Las batallas políticas y las luchas patrimoniales, que en el fondo vienen a ser casi lo mismo. La identidad cultural sólo es un instrumento más supeditado a la vocación de dominio, lo que explica que todos los nacionalismos, cuya larga sombra amenaza de nuevo el proyecto europeo, manipulen los hechos históricos y reescriban a capricho el concepto mismo de cultura para intentar dotar así de un sustento presuntamente indiscutible sus litigios de interés, su recurrente egoísmo.
Las relaciones entre Holanda y España enfrentadas ahora en el seno de la Unión Europea a raíz de la discusión sobre cómo dar una salida financiera a la crisis del coronavirus, que ha hecho saltar por los aires la tradicional ortodoxia comunitaria sobre la deuda pública, llevando al proyecto europeo al callejón sin salida que es una crisis de solidaridad, son un buen termómetro de esta máxima. Los vínculos históricos entre los Países Bajos –concepto que es mucho más amplio que la identidad holandesa, referida a los territorios administrados por la estirpe Orange-Nassau– y las sucesivas monarquías hispánicas son largos, ricos y fecundos, como es lógico y natural entre países que han mantenido una larga relación de cohabitación durante tres siglos. Durante este periodo, que nos retrotrae a un pretérito en común, hubo mucho y de todo: amor y odio, colaboración y disputas. Contradicciones propias de los enfrentamientos extremos, donde aparece uno de los rasgos que identifican la hermandad: el deseo de desvincularse de lo que está estrechamente unido.
Cuidado con el lujo (1663), un lienzo del pintor holandés Jan Steen donde se retrata un hogar de los Países Bajos.
La tormenta actual, que es fundamentalmente política, resulta incomprensible si obviamos que acontece sobre un sustrato cultural, heredado, amplificado e instrumentalizado, cuyo papel es capital. Lo que antaño eran guerras de dominación ahora son litigios de deuda. La artillería del choque presente es monetaria; el campo de batalla son los mercados financieros. Pero la incomprensión entre el Norte y el Sur de Europa viene de antiguo. Y no se entiende si no tenemos en cuenta la mentalidad dominante en ambos mundos: el primero, marcado por el protestantismo, los dogmas del calvinismo, la industrialización temprana y el vigoroso poder del comercio; el segundo, caracterizado por el poso católico, la preponderancia de la cultura agraria y la noción familiar de la riqueza, trabada con el obstinado ejercicio de la propiedad.
Retrato de Erasmo of Rotterdam (1523) pintado por Hans Holbein El joven
La chispa que ha hecho saltar el fuego entre la Europa del Norte –Holanda va de la mano con Alemania– y la del Sur –Italia y España, unidas por los quebrantos del COVID-19, o Grecia, si nos retrotaemos en la crisis económica de 2008– han sido las palabras del ministro holandés de Finanzas, Wopke Hoekstra, sugiriendo que había que investigar la razón por la que ni España ni Italia cuentan con recursos propios para hacer frente solas a la pandemia. No se trata de la primera vez que desde Holanda se verbaliza esta censura. Todavía resuena el conflicto provocado, durante la crisis del euro, por el holandés Jeroen Dijsselbloem, entonces presidente del Eurogrupo. En una entrevista con el diario Frankfurter Allgemeine Zeitung, Dijsselbloem acusó a los países de la Europa meridional de gastarse en “copas y mujeres” el dinero prestado para rescatar sus economías.
El político holandés, que fue elegido para el puesto con el respaldo de Alemania, usaba un inequívoco tono moral para desligarse del pacto de ayuda mutua que hasta entonces se consideraba parte del proyecto europeo. Su mensaje era nítido: la solidaridad tiene sus límites. Y los marca la Europa del Norte. Viniendo de un supuesto socialdemócrata, no dejaba de ser un aviso a navegantes. Una década más tarde el mismo mensaje, venido además desde el mismo sitio, vuelve a poner en crisis a la UE, con la diferencia de que se produce después del drama del Brexit.
Mapa histórico de los Países Bajos
Que Holanda, alineada con las tesis de Merkel, sea el nuevo ariete de la austeridad europea en un momento en el que lo que se debate no es únicamente una crisis financiera, sino un apocalipsis sanitario y social, donde no sólo existen pérdidas económicas, sino víctimas mortales, resucita los viejos fantasmas de Flandes, que era el nombre que en la España de los Habsburgo se daba a las provincias de los Países Bajos que formaban parte de la corona castellana. ¿Estamos ante una venganza servida muchos siglos después de que Holanda se emancipase, tras interminables guerras, de España? ¿Este pulso entre la Europa del Norte y el Mediodía del continente puede destruir los avances de décadas de cooperación continental?
Ambas preguntas tienen su lógica. En la discusión sobre si los países con más margen presupuestario deben o no ayudar a los demás con un instrumento común de deuda avalado institucionalmente por la UE lo que late es una idea de Europa diferente. Casi se diría que divergente en términos culturales. Las estadísticas nos ayudan a situarnos. Holanda y España son contribuyentes antagónicos de la UE. Los Países Bajos aportan 4.845 millones de euros (el 0,62% de su riqueza) al presupuesto comunitario y reciben 2.470 millones (0,32). España, en cambio, obtiene 12.270 millones de euros (1,02 %) y aporta a las arcas de la UE 10.314 millones de euros (0,85%). El saldo beneficia a España y, desde un prisma nacionalista, perjudica a Holanda. Las aportaciones presupuestarias de ambos países, sin embargo, no equivalen a la balanza real de intercambios comerciales, donde los factores a tener en cuenta son más amplios.
Los Países Bajos, igual que Alemania, disfrutan de superávits presupuestarios desde 2016, mientras el nivel de deuda pública en España supera su PIB. No ha dejado de crecer en la última década, con independencia de quién estuviese en cada momento en la Moncloa. Al igual que los electorados de los países del Sur odian el rigorismo presupuestario del Norte, los electores de Holanda o Alemania no son partidarios de compartir los riesgos financieros del Sur, aunque sus países sean mercados donde venden sus productos, porque su rating en los mercados variará sobre la posición actual si aceptan ser avalistas.
Banquete de la Guardia Cívica de Amsterdam por la celebración de la paz de Münster (1648), obra de Bartholomeus van der Helst
La mentalidad holandesa, inventora del tulipán, el microscopio, la idea del hogar como un espacio privado no compartido más que por la familia inmediata y el mercado bursátil, se configura entre mediados del siglo XVI y comienzos del siglo XVIII. Su forja son las sucesivas guerras contra la España imperial de Carlos V –nacido en Gante y, por tanto, un rey de origen flamenco– lideradas por las élites de siete provincias rebeldes que, frente al Antiguo Régimen, se reivindican como una nación moderna sustentada en el poderío del comercio naval en el Mar del Norte, primero, y en América después, donde los pioneros neerlandeses fundarían una colonia que será el germen de la primitiva Nueva York, cuya desconocida genésis urbana cuenta Rosell Shorto en Manhattan. La historia secreta de Nueva York (Duomo).
Vista de la antigua ciudad de Gante, en 1534.
Shorto describe la civilización holandesa de 1608 así: “Los holandeses eran un pueblo marinero para el que contener el avance del mar era un modo de vida. Eran comerciantes y marineros cuyo foco de interés estaba fuera: en otras tierras, en otras gentes, en productos foráneos. Al igual que en sus puertos circulaban mercancías extranjeras, se advertía la presencia de ideas foráneas. Afirmar que se ensalzaba la diversidad resulta anacrónico, pero en la Europa de entonces los holandeses destacaban por su relativa aceptación de lo extraño. En el siglo XVII la república holandesa aportó refugio intelectual o religioso a Descartes, Locke o los peregrinos ingleses. El filósofo Baruch Spinoza surgió de la vigorosa comunidad judía de Amsterdam”.
Esta visión de los territorios gobernados por la estirpe de Orange es claramente idealista. Obvia, por ejemplo, a las víctimas del dogmatismo calvinista, cuyos métodos no desmerecían de la Inquisición católica, y cuya presencia en los Países Bajos, entre otros factores, obedece a que, al contrario que el luteranismo, que no cuestionaba el poder político, sino el religioso, los seguidores de Calvino animaban al levantamiento contra España, que compartía sus intereses en Flandes con la corona castellana.
La excomunión de Spinoza (1907), pintura de Samuel Hirszenberg
El elemento religioso –protestantismo en el Norte de los Países Bajos; catolicismo en las provincias del Sur– marcaría una de las grandes diferencias internas entre los territorios de la herencia de la primitiva casa de Borgoña. La otra sería el idioma: el flamenco (neerlandés) en contraposición al francés. Los holandeses no representaban ninguna excepción en una Europa atomizada en lo político y lastrada por los constantes conflictos de intereses, aunque la sobriedad de carácter exigida por sus creencias religiosas –que obligaban a la contención y a la abstinencia–, les ayudaran mucho durante el conflicto con España, cuyos tercios morían por la sífilis tanto como por las heridas del campo de batalla.
El calvinismo, lejos de ser una doctrina tolerante, como explica Stefan Zweig en su formidable Castellio contra Calvino (Acantilado), hostigaba determinadas prácticas de la cultura católica –destruía pinturas e imágenes religiosas porque consideraba que las iglesias debían ser templos desnudos de ornamentación– y practicaba, en el ámbito político, un cierto paternalismo cuya concreción era la imposición del criterio de disciplina social. Max Weber sostenía la tesis de que el desarrollo capitalista está vinculado a esta mentalidad calvinista, antagónica al modelo de la secular cultura agraria predominante en ese momento en la España donde no se ponía el sol.
Es un hecho cierto que, según Richard Henry Tawney, autor de Religion and the Rise of Capitalism (1926), mientras los calvinistas holandeses empezaron pronto a conocer la prosperidad gracias a su iniciativa, España, Italia y Portugal, las grandes culturas católicas, sufrían un estancamiento a pesar de su fulgurante expansión colonial. La España imperial surgida tras la Reconquista, donde la mentalidad medieval se prolonga más allá de su estricto tiempo histórico, se alimentaba de la vieja épica, la evangelización y la codicia por el oro; la prosperidad holandesa prefería el ahorro, el comercio y el materialismo mundano. Holanda, durante su edad dorada, fue la zona de Europa con mayor densidad de población, la más urbanizada y con las mejores relaciones comerciales –a través del Mar del Norte– con Inglaterra o la Hansa (la liga que unía a Alemania con los países escandinavos y el Báltico).
Retrato de grupo de la milicia de Amsterdam (1633), un lienzo de Frans Hals y Pieter Codde
Estas prósperas relaciones, más que la estricta mentalidad religosa, parecen ser la causa de la temprana riqueza holandesa. Así lo afirma, por ejemplo Amintore Fanfani en Catolicismo, protestantismo y capitalismo (1935), donde explica la revolución que implicó el traslado de las antiguas rutas marítimas del Sur –las del Mediterráneo– en beneficio del Canal del Norte. El calvinismo predicaba una moral del sacrificio y austeridad, pero el desarrollo comercial relajaba estas exigencias ante la evidencia suprema de las ganacias. Pura realpolitik.
El desarrollo comercial, basado en la ideología de la burguesía urbana, hace de Holanda uno de los primeros laboratorios del capitalismo en Europa, donde la tolerancia religiosa era más bien la consecuencia del pragmatismo económico, que aconseja no guerrear con aquel que puede reportarte beneficios. El calvinismo predicó durante muchos años la pureza de la hoguera –lo haría hasta dos siglos después del nacimiento de la república holandesa– pero las élites comerciales practicaban la tradición del antiguo erasmismo que, desde el punto de vista cultural, influyó –y mucho– en los círculos intelectuales de España.
Amsterdam, la capital de Holanda, es la condensación geográfica, la metáfora urbana perfecta, de esta cultura basada en el intercambio marítimo y en un capitalismo temprano, mientras que España, anclada entonces en la Contrarreforma, y a pesar de las corrientes intelectuales que pretendían modernizar el país, lideradas por algunos de nuestros grandes humanistas, fijaba su futuro, y también el resultado de las famosas guerras de religión, a la suerte de sus prestamistas –genoveses unos, alemanes otros– y al mantenimiento a sangre y fuego de un imperio colosal pero difícil de conservar.
En este tiempo, Holanda fue una aliada perfecta para los ingleses en su competición contra España. En 1651, Oliver Cromwell llega a proponer a La Haya una fusión política entre ambos países que los holandeses rechazan, temerosos de ser devorados por Gran Bretaña tanto como de permanecer bajo el absolutismo castellano. Desde el punto de vista español, Flandes, los territorios de los Países Bajos bajo su dominio, serán una herida constante durante tres siglos. Sin embargo, el papel central que Carlos V primero, y su hijo Felipe II, después, jugaron en la política europea de su tiempo no hubiera sido el mismo sin su protagonismo en esta parte del Norte del continente. Las similitudes entre Holanda y España como sujetos políticos no son escasas. Los Países Bajos, al igual que España durante la Reconquista, se construyeron a sí mismos gracias a las seculares guerras contra los Hasburgo. Su etapa de esplendor coincide con la decadencia de los dos grandes imperios ibéricos y durará hasta que el imperio inglés y el francés prevalezcan.
El escritor Cees Noteeboom
Estos siglos de enfrentamiento y colaboración nos han dejado un patrimonio cultural compartido: el sabio erasmismo y el realismo como motivo artístico capital, presente tanto en la pintura holandesa –que frente al modelo italiano, tan dado a idealizar el mundo que pinta, interpreta la realidad con una fidelidad portentosa– como en la mejor literatura española. La fascinación holandesa con España, pese a todo, sigue viva. Perdura en el tiempo. Basta leer lo que Cees Noteeboom, el soberbio escritor de viajes, un holandés residente en Mallorca, escribe sobre nosotros en El desvío a Santiago (Siruela):
“España fue para mí una desilusión la primera vez que la visité, en 1953. Bajo el mismo sol mediterráneo de Italia, la lengua parecía dura, el paisaje árido, la vida tosca. No fluía, no era agradable, era de alguna obstinada manera vieja e intocable. Debía ser conquistada. Ahora ya no pienso así. Tengo la sensación de que el carácter y el paisaje españoles están en consonancia con aquello que me incumbe, con cosas conscientes o inconscientes de mi propio ser, con quien yo soy. España es brutal, anárquica, egocéntrica, cruel; España está dispuesta a ponerse la soga al cuello por disparates, es caótica, sueña, es irracional. Conquistó el mundo y no supo qué hacer con él, está enganchada a su pasado medieval, árabe, judío y cristiano, y está allí con sus caprichosas ciudades acostadas en esos infinitos paisajes vacíos, como un continente que está unido a Europa y no es Europa. Es un amor para toda la vida, nunca termina de sorprenderte”.