Músicos de cuerda durante un concierto de música clásica

Músicos de cuerda durante un concierto de música clásica

Filosofía

George Steiner y la música

Nada puede impedir que sintamos, pensemos o divaguemos al escuchar música; como dice el pensador francés, la música carece de significado pero su sentido es inagotable

3 diciembre, 2019 00:00

“Nada me da más miedo que la falta de música seria en las vidas de millones de niños. La sustitución de muchas formas de música por la barbarie del ruido organizado. La ensordecedora locura de no dejar que un niño se encuentre con la buena música. De no enseñarle a tocar un instrumento, a ser posible. De no enseñarle a cantar, a ser posible”. Así hablaba George Steiner ante un auditorio de más de mil personas en Ámsterdam en junio de 2010, durante una conferencia organizada por el Nexus Institute y que ahora, con el título de “Mysterium tremendum”, se ha recogido en Necesidad de música (Grano de sal, 2019), un volumen editado en México por Rafael Vargas Escalante que recopila, en una primera edición mundial en español, los mejores artículos, reseñas y conferencias de Steiner sobre música. 

Aunque se ha dedicado, fundamentalmente, al estudio de la literatura y el pensamiento, con especial atención al problema de lo trágico y a la cuestión del lenguaje considerado a la luz de la traducción, en sus libros George Steiner siempre hace referencias luminosas a la música, que le ha acompañado como un lenguaje para él inaccesible pero al mismo tiempo primordial. “La música”, como escribió en Errata (1974), “consigue sacarme de mí mismo o, más exactamente, me ofrece una compañía mejor que la propia. Escuchar música en compañía del ser amado es alcanzar una condición privada, casi autista, y al mismo tiempo extrañamente unida a otro”. En este libro, lleno de erudición, sagacidad, riesgo interpretativo y severidad crítica, Steiner aborda un problema que ha fascinado a los mejores pensadores europeos, desde Platón hasta Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche o Adorno: ¿qué hacemos con la música?, ¿se puede hablar de ella en términos discursivos, más allá de la descripción técnica que nos impone su estenografía? 

Hace años, un grupo de amigos, entre los que estaban Félix de Azúa, Jordi Ibáñez Fanés, Javier Fernández de Castro y el difunto Juanjo Olives, organizábamos unos seminarios de música exigentes y bastante intensos, en los que no faltó alguna que otra escena tragicómica propia de las novelas de Iris Murdoch. La discusión casi siempre se encallaba cuando Juanjo Olives, director de orquesta de estricta formación fenomenológica, abortaba cualquier aproximación infiel a una partitura, ya fuera visceralmente emocional o puramente metafísica. Nosotros protestábamos e insistíamos en nuestros dislates de oyentes legos. Y Juanjo, con gesto cada vez más adusto y desesperado, se aferraba a su negativa con una intransigencia y un fervor intimidantes, fruto de una pasión que le había llevado a un ejercicio radical de su oficio, algo que ahora, con esa coherencia que la muerte suele imponer al desastre de la vida, se nos aparece en toda su justa e inalienable verdad.

Juanjo pertenecía a la escuela de Celibidache, para quien no había ninguna definición de la música, que a su juicio estaba “fuera del pensamiento”. Y era precisamente en esa intemperie donde nunca dejábamos de merodear juntos, como mendigos en torno a un templo. Juan Benet abordó esa misma cuestión en un ensayo magnífico, Op. Posth., dedicado al Schubert tardío y donde, confesándose también él “oyente lego”, hizo una descripción de la música como lenguaje sin referente, unívoco, que satisfacía plenamente a Juanjo. Sin embargo, Benet, en su ensayo, al mismo tiempo que especula acerca de la falta de contenido eidético de la música, incurre en un delito de lesa partitura y se pierde en divagaciones acerca del significado, por ejemplo, de la sonata 16 de Schubert o evoca una conversación con un amigo que incide en el mismo problema:

“Recuerdo que una vez un amigo (Luis Martín-Santos), ante una audición que le proporcioné de la Sinfonía en Do mayor de Schubert, me dijo cómo su segundo tiempo le remitía a la estampa de la retirada de un derrotado escuadrón de caballería, bajo la lluvia. Y a pesar de que luego discutimos y traté de persuadirle para que no se dejara llevar por el vicio de oír música haciendo continuas referencias a estampas visuales –porque de esa forma no podría extraer un placer mucho más intenso– desde entonces siempre que escucho ese segundo tiempo veo la retirada de ese escuadrón, dándome la espalda, con los capotes caídos, hasta los estribos, goteando el agua”.

Un anillo sobre una partitura

Un anillo sobre una partitura

La anécdota no deja de ser, por parte de Benet, el reconocimiento de un fracaso pero también la constatación de una necesidad. Nada puede impedir que sintamos, pensemos, divaguemos o relatemos cada vez que escuchamos música. La música, como dice Steiner, carece de significado, pero su sentido es inagotable y proteico. Para justificar su derecho a la exégesis musical, Steiner trae a colación dos citas que son muy oportunas y exactas. En una, Arnold Schönberg privilegia el conocimiento de algo que es frente al análisis de algo que ha sido hecho, una afirmación que recuerda a aquella distinción que hacía Walter Benjamin entre el historiador y el crítico y según la cual, si la obra es una hoguera, el primero analiza la madera y las cenizas mientras que para el segundo sólo la llama conserva el enigma de lo que aún está vivo. En la otra cita es Kierkegaard, quien se expone y se defiende: “Aunque siento que la música es un arte que requiere experiencia en grado sumo para justificar que uno tenga una opinión sobre ella, aún me consuelo con la paradoja de que, incluso en la ignorancia y en los meros indicios, hay también una especie de experiencia”. 

En sus artículos y reseñas, Steiner se acerca casi siempre a la música dando rodeos a través de cuestiones literarias, filosóficas, históricas y biográficas. A menudo comenta óperas –de Verdi, de Wagner, de Schönberg, de Britten–, aprovechando su erudición, sin igual en el panorama crítico europeo, en materia de teatro. A mitad del libro, como interludio, se ha incluido una conversación dramatizada (“Polifonía de las ideas”) entre un poeta, un músico y un matemático en la que Steiner celebra la maravilla de los tres lenguajes con los que el hombre ha sido capaz de representarse y averiguarse: “Cuando producimos un soneto de Shakespeare, cuando componemos una Misa en si menor, cuando luchamos a lo largo de los siglos con la conjetura de Goldbach o el problema de los tres cuerpos, logramos trascendernos. Entonces, en verdad, no hay “mayor maravilla que el hombre”. Steiner se hace eco aquí de la definición que Sófocles dio del ser humano en el coro de Antígona: “Hay muchas cosas maravillosas, pero nada tan maravilloso como el hombre”. El adjetivo que Sófocles utiliza, deinós, significa a la vez “maravilloso, asombroso, terrible, espantoso, inquietante”. Hölderlin lo tradujo por el exacto “Ungeheure”, que da la idea de algo a la vez espantoso y formidable. Kafka utilizaría el mismo adjetivo para describir a su bicho.

En la conferencia a la que me refería al principio y a la que se ha dado el título de “Mysterium tremendum” –las palabras con las que Nietzsche describió el último acto de Tristan e Isolda–, Steiner arriesga más que en ningún otro texto y se pregunta por qué tres de los mitos más antiguos que nos hablan sobre música son brutales, crueles y sangrientos. Tanto el fascinante e inagotable mito de Marsias, en el que el sátiro pierde la competición musical contra Apolo y es condenado por ello a ser desollado vivo –Tiziano recreó el suplicio en una de sus últimas telas–, como el mito de las sirenas y su deletéreo canto –sobre el que Kafka escribió su particular versión– y el de Orfeo y su descuartizamiento, con todo lo que ha engendrado en la tradición occidental, nos hablan de la relación entre la música y la muerte, entendida como experiencia sólo humana. 

Steiner se pregunta si los avances científicos y tecnológicos van a cambiar nuestra mortalidad, precisamente aquello que Sófocles señalaba en su coro como lo único que el hombre no había sido capaz de solucionar. La eutanasia regulada y extendida, dice Steiner, puede cambiar las formas metafísicas, tradicionales y clásicas de la muerte. Pero ¿nos quitarán nuestras mortalidades individuales? ¿Está el avance de la ciencia relacionado con la decadencia del arte? Steiner cita a Heidegger: “Nadie puede morir por ti, debes aferrarte al privilegio de tu propia muerte”.

Para Steiner es ahí donde radica la verdadera importancia de la música, en su capacidad de trascendencia, ligada a nuestra inevitable mortalidad, a ese abismo que Hölderlin vio abrirse entre dioses y hombres: “Los que se están muriendo deben sobre todo cantar”, como dice un verso suyo de “Grecia”. Es el nunc dimittis de Simeón pero sin posibilidad ya de salvarse. Los que se están muriendo (“Sterbende”, dice Hölderlin, pensando seguramente en los brótoi griegos) seguimos siendo todos nosotros. La música nos lo recuerda, a pesar de las ilusiones de inmortalidad y dominio absoluto que nos embriagan. La música nos interpreta. Por eso, al final de su conferencia, Steiner, siempre candorosamente combativo, afirma: “No dejaremos que nos arrebaten esa experiencia abrumadora, ese privilegio del ser, que es la gran música”.