Juan Gil Fernández / @JMSANCHEZPHOTO

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Ensayo

Juan Gil: "La identificación del idioma con una nación es terrible"

Catedrático de Filología Latina y miembro de la Real Academia de la Lengua, acaba de reeditar el tercer tomo de su trilogía dedicada a Colón y el Descubrimiento (Athenaica)

20 mayo, 2019 00:00

Juan Gil Fernández (Madrid, 1939) tiene la cabeza amueblada con ideas que escapan a la metódica holgazanería del pensamiento actual. Este señor con perfil de prior benedictino llena sus días con una curiosidad que le ha llevado a adentrarse en investigaciones diversas sobre el pensamiento, la historia y, sobre todo, la filología clásica, medieval y renacentista, desde sus orígenes indoeuropeos hasta bien entrada la época moderna. Catedrático durante décadas de Filología Latina en la Universidad de Sevilla, tiene sillón en la RAE y está considerado como uno de los grandes expertos en Cristóbal Colón. Sobre el almirante, la editorial Athenaica acaba de recuperar los tres tomos que dedicó a los Mitos y utopías del Descubrimiento, una formidable obra que arroja luz sobre el imaginario cultural que impulsó la aventura en el nuevo continente.    

–El latín medieval, el humanismo renacentista, la historia de América, la Inquisición, las minorías religiosas… ¿Cuál es el detonante de su vida académica, con tantos intereses y, aparentemente, tan dispersos?   

–Mi familia, sin duda. Mi padre hubiera llegado a profesor si no lo depuran en la Guerra Civil. Mi hermana era bióloga, se dedicaba a los virus en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), y mi hermano, catedrático de Griego. Luego está la curiosidad. A mí es lo que realmente siempre me ha impulsado: el deseo de conocer.

–Ha mencionado el episodio vivido por su padre, Juan Gil Collado, condenado en 1939 a una “sanción de inhabilitación absoluta perpetua” por sus ideas. ¿Qué impacto tuvo en usted y en su familia ese hecho?

–Mi padre, conservador del Museo de Ciencias Naturales, se preparaba las oposiciones de catedrático cuando todo se lo llevó por delante la guerra. Pero, en ese sentido, él fue un hombre extraordinario: nunca nos enseñó el rencor. Al revés, siempre se empeñó en que lo que debía de hacerse era buscar una solución entre todos. A día de hoy, del asunto de la memoria histórica, me parece tremendo que aún haya huesos en las cunetas pero todo lo demás… Caramba, la Guerra Civil pasó hace ya muchísimo tiempo. Es agua pasada, salvo para los que intentan volver a un guerracivilismo que, en todo caso, será de hoy, no de hace ochenta años. 

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–¿Por qué llega a la Filología Clásica?

–Porque, en aquellos tiempos, tuve una fortuna tremenda. Estudié en un centro laico, el Colegio Estudio fundado por Jimena Menéndez-Pidal, quien me marcó mucho. Ella sabía enseñar y me inculcó un profundo amor por las letras. Desde el principio me gustó mucho la Edad Media. Me comparaba y leía todos los libros de su padre, don Ramón Menéndez-Pidal, a quien tuve la suerte de conocer. Son hechos que ocurren de niño pero se quedan para siempre. Luego, pues, la Antigüedad clásica es un gancho muy fuerte, incluso en el presente. Por ejemplo, los superhéroes de las películas de hoy sólo son una revisión de los héroes de la Antigüedad clásica. En fin, no hemos aprendido nada.

–Siempre ha defendido que los saberes clásicos nos sirven para entender el presente.

–Basta con constatar que ahora, usted y yo, estamos conversando en el latín de hoy, al que le han añadido palabras árabes, germánicas… Por su vocabulario y por su construcción, estamos aquí hablando en el latín del siglo XXI. 

–¿Por qué ese interés suyo por las minorías? Por ejemplo, los conversos, los españoles en Asia, los portugueses en la Sevilla del Siglo de Oro…

–Quizás sea por lo que le sucedió a mi padre. En cierto modo, yo soy el hijo de un derrotado en la guerra. Pertenecí, pues, a una minoría. De ahí que los perdedores siempre me hayan atraído mucho, y las minorías, por lo general, son las grandes perdedoras de la Historia. Siempre están amenazadas y siempre hay un ogro que quiere resucitar cosas tremendas.  

–“A los de Letras nos han arrebatado todo, hasta los títulos: doctor es el médico; letrado, el abogado”, aseguró en su discurso de aceptación del Honoris Causa por la Universidad Complutense. ¿Podría decirse que también los humanistas son una minoría?

–Se han quedado con todo. Hay facultades de Humanidades donde, pronto, no se impartirá ni latín ni griego. Podrán seguir llamándose así, pero le aseguro que será otra cosa.

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–¿Qué nos estamos perdiendo, en su opinión, con la reclusión de las lenguas clásicas de los planes educativos?  

–Ha sido trágico. El latín era la lengua de cultura. No pertenecía a nadie y, al mismo tiempo, era de todos. Pero, a lo largo del siglo XVIII, algo cambia definitivamente desde Francia: L’Encyclopédie se redacta en francés y sus grandes sabios escriben en francés. Sin embargo, Linneo todavía usa el latín con buen criterio. ¿Se imagina los taxones en sueco? La lengua única en ciencia se podría haber conservado, pero el imperio trata siempre de imponer su lengua. Lo intentó Francia; después, Inglaterra y ahora, Estados Unidos, que parece que se va a quedar porque no me imagino escribiendo con ideogramas chinos… Sería una locura. Fue una pena que la lengua europea de cultura, la que usó Kepler, Copérnico, Grocio, Descartes o Leibniz, por ejemplo, sucumbiera ante una ambición.

–Sobre su disciplina, la Filología, ha señalado que muchas veces se pierde en abstrusas disquisiciones teóricas ignorando los textos. ¿Por qué?         

–Porque me aburre soberanamente escribir sobre libros y entrometerme en polémicas de calado filológico. A mí sólo me interesan los textos, que están ahí palpitantes de vida, llenos de enseñanzas, repletos todavía de enigmas por resolver. Qué me importa lo que dice alguien sobre Sófocles; que podrá ser valioso, sí, pero seguro que menos que sus tragedias. Lo importante son los textos y hay que volver a ellos. 

–Desde su sillón en la Real Academia, ¿qué estado de salud le adivina al idioma?

–No es precisamente malo. Ya le gustaría a la mayoría de las lenguas europeas tener la salud de la nuestra, porque hay que pensar que, gracias a nuestros amigos americanos, somos no sé cuántos cientos de millones. No estamos mal; eso sí, sometidos a un influjo del inglés tremendo, pero tampoco pasa nada. En los siglos XVIII y XIX fue el francés, del que estábamos hasta la coronilla. Larra, por ejemplo, se burlaba de que todo estaba escrito en francés: la comida, los vestidos… El fenómeno irrita un poco, pero al idioma no le hace daño. Lo absorbe y se queda tan contento.      

–El eufemismo, lo políticamente correcto e, incluso, la obsesión por el lenguaje inclusivo, ¿son amenazas? 

–Más que una amenaza o que sea o no correcto, es aburrido. Por lo menos, ya hay algún político que se empieza a corregir y dice españolas y españoles porque hay que comenzar por lo que excluye y es claro que es el género femenino; el masculino, aquí, es neutro. Pero seguramente los políticos lo hagan porque de esa manera ganan un minuto hablando y se ahorran responder a los periodistas una pregunta más.   

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–Ha afirmado que se lo pasa muy bien en la RAE. 

–Es divertido trabajar con las palabras. Y, sinceramente, aprendo mucho. Somos personas de diferentes campos que se reúnen a hablar de palabras. El novelista la enfoca de una manera; el científico, de otra; el arquitecto tiene otra opinión… Es realmente muy enriquecedor. En mi comisión hemos estado trabajando en la terminología del cine y el teatro y, ahora, andamos con la científica. Ahí guardo silencio a veces porque tengo poco que decir ante las opiniones de mis compañeros.  

–¿Qué siente cuando descubre que la lengua se utiliza, en ocasiones, a modo de frontera?

–La intransigencia, la intolerancia, la identificación de un idioma con una nación es terrible. Pero también es preocupante que el sistema educativo no le dedique más atención a las lenguas oficiales de España. No digo que un niño tenga que saber catalán, gallego o, desde luego, vasco pero, al menos, sería interesante introducir nociones fonéticas para que se sepa pronunciar correctamente. Hemos tenido una educación que nunca ha prestado atención a las lenguas minoritarias de España. Ni siquiera con la democracia.  

–En la última edición del Congreso Internacional de la Lengua, celebrado en marzo en Córdoba (Argentina), usted señaló que la enseñanza del español nunca estuvo entre las prioridades de sus gobernantes, ni siquiera en el Descubrimiento.

–La enseñanza del idioma estaba en esos momentos en manos de los frailes o de la Compañía de Jesús y es terrible descubrir cómo, durante mucho tiempo, nadie sabía qué pensaban los indios, que eran millones, salvo los religiosos. El actual presidente de la Academia, Santiago Muñoz Machado, ha estudiado muy bien el tema en su libro Hablamos la misma lengua: España llevó su idioma a América, pero no lo impuso.

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–¿Qué le lleva a un filólogo como usted a adentrarse en la investigación histórica y a hacerlo, además, desde una perspectiva original, la de las construcciones culturales, como se lee en la trilogía ahora reeditada por la editorial Athenaica Mitos y utopías del Descubrimiento

–Todo empezó porque siempre he creído que en la Historia son fundamentales los mesianismos y los movimientos apocalípticos. A raíz de la lectura en un libro de Marjorie Reeves de que Cristóbal Colón estaba convencido de reconstruir el Templo de Jerusalén, me decidí a estudiarlo y leer sus escritos, y a animarme a ver qué datos había sobre el asunto en el Archivo de Indias. Con la investigación descubrí un mundo inmenso. Colón es una mezcla de creencias judías, o judeocristianas, y mitologías de la Antigüedad. Él está intentando explicar un mundo que nada tiene que ver, por supuesto, ni con los judíos ni con los griegos y romanos, basándose en claves de estas dos tradiciones.

–Defiende usted que Colón fue un mal gobernante, pero un excelente escritor.

–Colón es un hombre que escribe muy bien. La descripción de la tempestad en el cuarto viaje, por ejemplo, es fantástica. O los relatos del Diario de a bordo o las conversaciones con Guacanarí cuando él le da el bonete rojo… Es, sin duda, un gran escritor.

–¿Compartían Colón y Magallanes, pese a la diferencia de años, los mismos impulsos culturales?

–Todos los grandes navegantes y descubridores hacen todas estas cosas por curiosidad o por ambición, pero hay algo más. Ellos están convencidos de que van a lograr algo más. Para Colón, a mi ver, era la cosa judía del segundo templo; para Magallanes, la extensión del cristianismo tanto que, de repente, se pone a predicar y hacer milagros. Ambos llegan a creerse que son el brazo de Dios

–¿La gesta de la primera circunnavegación de la Tierra es portuguesa, española o ibérica?  

–Sin Magallanes, quizás, no se hubiera hecho un viaje que ya intentaron otros como Juan Díaz de Solís, quien no llegó a completarlo porque murió en el Río de la Plata. Magallanes fue, sin duda, un gran navegante pero, si no llega a morir, su idea era volver por donde había venido. De ahí que, si vamos a conmemorar la vuelta al mundo, hay que recordar a Juan Sebastián Elcano. Así lo he dicho y lo he dejado por escrito en un periódico portugués. 

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–Ha estudiado también la Inquisición: una huella imposible de borrar.

–Echarle la culpa después de tantos años parece disparatado, pero hay cosas que quedan en el carácter. Por ejemplo, la poca afición a escribir. No nos gusta escribir. Se ve en la política. Hoy todos escriben, o se lo escriben más bien, pero en el siglo XIX pocos lo hacen. Quizás Alcalá Galiano y alguno más… Me da rabia. Qué queda, por ejemplo, de los viajes de Colón y de Magallanes: los escritos. Colón era italiano y escribía, y del viaje de Magallanes nos queda la crónica de Antonio Pigaffeta, que era italiano también. En fin, los españoles no hemos sido dados a escribir. Es una pena. Entre las armas y las letras, diría que hemos tomado las armas y hemos dejado las letras, pero hemos sido siempre así. Tenemos cierto miedo a que la curiosidad nos arrastre demasiado lejos. 

–¿A qué se está dedicando ahora como investigador?

–Trabajo en una segunda edición de mi obra sobre los mozárabes, publicado en 1973. Es un esfuerzo importante. Espero que pueda ver la luz pronto, muy pronto.