Ucrania, un puñado de instantes literarios
La historia de la república invadida por Putin fue motivo de inspiración para escritores como Nabokov, Chaves Nogales, Clarice Lispector, Mandelstam, Bulgákov o Ajmátova
12 marzo, 2022 00:10Compadezco a quien tenga que adentrarse en la historia de Ucrania. Para empezar, durante siglos nadie supo exactamente dónde empezaba y dónde terminaba Ucrania. Y por si fuera poco, el topónimo de Ucrania es un invento relativamente reciente que empezó a ser usado por los intelectuales románticos –Tarás Shevchenko, Iván Frankó– que soñaban con una autonomía ucraniana dentro del Imperio Zarista y con el uso del ucraniano como lengua de cultura en toda la región. Pero el problema seguía siendo el mismo: ¿dónde estaba Ucrania? ¿Dónde empezaba y dónde terminaba? Difícil saberlo. En los mapas antiguos –hasta comienzos del siglo XX– lo que ahora es Ucrania estaba dividido en territorios autónomos que hoy en día nos suenan a Tintín o a una pesadilla bufonesca de Gógol. Unos territorios pertenecían al Imperio Austro-Húngaro y otros pertenecían al Imperio Ruso.
En unos se hablaba ucraniano y en otros se hablaba ruso. En unos se rezaba en las iglesias católicas de rito oriental y en otros en las iglesias ortodoxas rusas sometidas al Patriarcado de Moscú, pero también había extensas minorías de tártaros musulmanes y de judíos y de protestantes y de armenios y de ortodoxos de rito griego. Determinados territorios –Moldavia, Besarabia, Galitzia, Crimea– no se sabía muy bien a quién pertenecían, aunque estaban sometidos a la influencia cultural de Rumania, Polonia, Lituania o de la vieja tradición cosaca de los clanes nómadas que no entendían de fronteras.
Veamos algunos nombres de lo que alguna vez fue y no fue Ucrania. República de las Dos Naciones. Reino de Galitzia y Lodomeria. Rus de Kiev. Rutenia Transcarpática. Voivodato de Volinia. Gran Ucrania. Rusia Menor. Gobernación de Besarabia. Voivodato de Leópolis. Hetmanato Cosaco. Gubernia de Podolia. Kanato de Crimea. República Ucraniana del Lejano Oriente. Principado de Pereiáslav. Gran Ducado de Bucovina. Voivodato de Tarnopol. República Popular de Ucrania. Región del Donbás. Gubernia de Járkov… Podríamos añadir docenas de nombres más.
¿Dónde está Ucrania?
En el verano de 1918, tras la Revolución Bolchevique, el nuevo gobierno soviético estaba negociando con la Rada Central Ucraniana que acababa de proclamar la independencia de la República de Ucrania. Pero ¿dónde empezaba y dónde terminaba la República de Ucrania? Nadie lo sabía. Los independentistas ucranianos propusieron utilizar los mapas lingüísticos. Donde se hablase ucraniano, eso sería Ucrania, dijeron. Como prueba, los ucranianos presentaron los mapas de la Comisión Dialectológica de Moscú. Pero los límites lingüísticos que establecían aquellos mapas eran singularmente imprecisos. La delegación soviética no se fiaba y tuvo una idea: consultemos con los lingüistas, ellos sabrán decirnos. Y entonces, el jefe de la delegación soviética, Christian Rakovski –que era búlgaro–, llamó al joven Roman Jakobson.
“¿Son fiables esos mapas, camarada?”, preguntó Rakovski. “No, no son fiables –contestó Jakobson–. Esas fronteras lingüísticas son simples hipótesis de trabajo y no pueden usarse como evidencias históricas”. “Muy bien, camarada. Quiero que hoy mismo elabore un informe. Pero necesitamos que un profesor eminente lo firme. ¿Quién es el mejor dialectólogo?”, preguntó Rakovski. “Bueno, hay tres profesores importantes. Se llaman Ushákov, Dúrnovo y Sokólov. Son los mejores”. “Pues vaya inmediatamente a buscarlos –ordenó Rakovski–. Necesitamos que nos firmen el informe”. Jakobson se puso a buscar como loco a aquellos tres profesores. Pero era verano y ninguno estaba en Moscú. Con muchas dificultades logró encontrar a Ushákov. El viejo profesor le dijo que aquel mapa dialectológico estaba lleno de errores y que era imposible establecer las fronteras con arreglo a aquel mapa. El profesor firmó el informe y Jakobson se lo llevó al comisario Rakovski.
¿Se usó aquel mapa para establecer las fronteras de Ucrania? ¿O se buscaron otros criterios? Difícil saberlo. En aquel momento –verano de 1918–, casi toda Ucrania estaba ocupada por las tropas alemanas del Káiser. Sobre el papel había un gobierno independiente, el Hetmanato Ucraniano del general Pavló Skoropadsky –un autócrata ultraconservador–, pero en realidad no era más que un gobierno títere al servicio de los alemanes. Ucrania vivía los tiempos caóticos de la guerra civil. Los nacionalistas de Simon Petliura tenían su propio ejército que combatía con la bandera amarilla y azul de la Ucrania independiente. Los anarquistas de Néstor Majnó tenían un ejército que combatía bajo la bandera negra anarquista. Los bolcheviques tenían su propio ejército (el Ejército Rojo) y su bandera roja de la Revolución Soviética. Los zaristas y anti-bolcheviques tenían el Ejército Blanco del general Denikin que luchaba con la bandera imperial del zar. Y los campesinos famélicos tenían su ejército de guerrilleros y combatientes irregulares que luchaba bajo la enseña verde del Ejército Campesino.
Todos esos ejércitos luchaban los unos contra los otros. A veces se aliaban coyunturalmente para enfrentarse a un enemigo común –los rusos blancos o los alemanes o los polacos–, pero enseguida volvían a combatir entre sí con una ferocidad que presagiaba los crímenes inconcebibles de la II Guerra Mundial. Todos esos ejércitos se dedicaban al pillaje y a la destrucción. Todos saqueaban y todos robaban. Y todos perpetraban salvajadas sin nombre en los pogromos sistemáticos que organizaban contra los judíos, a los que culpaban de ser contrabandistas y espías y saboteadores.
En la primavera de 1919, los bolcheviques expulsaron de Crimea a los restos del Ejército Blanco del general Wrangel. Nabokov, cuyo padre era ministro de Justicia en el fantasmagórico Gobierno Blanco de Crimea, contó en Habla, memoria cómo fue la desbandada de los blancos: “Por el espejeante mar de la bahía de Sebastopol, bajo el furioso fuego de las ametralladoras que disparaban desde la playa (las tropas bolcheviques acababan de tomar el puerto), mi familia y yo zarpamos rumbo a Constantinopla y el Pireo en un pequeño y espantoso barco griego, el Nadezhda (Esperanza), cargado de frutos secos”.
Después, en el verano de 1920, el Ejército Rojo derrotó a los independentistas ucranianos de Simon Petliura, que había ocupado media Ucrania con la ayuda del ejército polaco. Petliura tuvo que refugiarse en Polonia y acabó asesinado en París, en 1926, por un poeta judío –Sholom Schwartzbard– que quería vengar a los miles de judíos asesinados en los pogromos. En el verano de 1921, los bolcheviques expulsaron de Ucrania a los anarquistas del Ejército Negro de Néstor Majnó, que tuvo que huir a Rumanía y acabó muriendo de tuberculosis en París. Y por fin, el 30 de diciembre de 1922, cuando ya no quedaba resistencia antibolchevique en Ucrania, la República Socialista Soviética de Ucrania, controlada por los soviéticos, se convirtió en uno de los miembros fundadores de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¿Con qué mapas se establecieron las fronteras de la nueva República Socialista Soviética de Ucrania? ¿Sirvieron los viejos mapas lingüísticos la Comisión Dialectológica de Moscú? Cualquiera sabe.
La llamada de la Tierra
Clarice Lispector nació en una pequeña localidad ucraniana, Chechelnik, en 1920, cuando todavía se vivía el caos de la guerra civil. Una leyenda familiar aseguraba que la madre de Clarice, Mania, había sido violada por un grupo de soldados un año antes, durante uno de los habituales pogromos contra aldeas judías. De resultas de la violación, Mania contrajo la sífilis. ¿Qué soldados violaron a Mania? Nadie lo sabía. Podían haber sido nacionalistas de Petliura (los más antisemitas), pero también podían haber sido soldados blancos de Denikin o soldados del Ejército Rojo. O quizá desertores de cualquiera de estos ejércitos. O tal vez campesinos armados que vigilaban sus escuálidas cosechas y combatían su frustración y su rabia violando a las mujeres judías.
Según la leyenda –que nadie ha podido confirmar del todo, pero que pudo ser verdad–, Mania se quedó embarazada de Clarice –a la que llamó Chaya, Vida en hebreo– porque la rudimentaria medicina rural de la época decía que un embarazo podía curar los efectos más graves de la sífilis. Clarice –que antes fue Chaya, la niña ucraniana nacida en Chechelnik– siempre creyó que vino al mundo para curar la sífilis de su madre, violada por una banda de soldados durante un pogromo. Cuando Chaya Lispector tenía dos años, toda su familia emigró a Brasil. Allí, Chaya se convirtió en Clarice y toda su familia se cambió el nombre para adaptarse a las costumbres brasileñas.
Muchos años después, a comienzos de los años 60, Clarice fue a ver a su exmarido, que había sido nombrado embajador de Brasil en Varsovia. Una noche, en una recepción, Clarice comentó que ella había nacido en Ucrania. Al oírlo, el embajador soviético la invitó a viajar con él a Ucrania para que pudiera ver su pueblo natal. “Solo hay que cruzar la frontera y mañana mismo podemos estar en Chechelnik”, le dijo. Pero Clarice Lispector se negó. Prefería no volver a Ucrania. Lo único que hizo Clarice fue subir a la azotea del edificio y desde allí dejó vagar la vista. Un enorme bosque de árboles negros le señalaba la lejana frontera de Ucrania.
Mientras miraba aquella masa de árboles oscuros, Clarice Lispector sintió la poderosa llamada de su tierra natal. Pero no se movió de allí. No podía. Ella se sentía brasileña y no quería traicionar a su tierra. Clarice no volvió a Ucrania, pero es posible que Ucrania haya sido durante siglos y siglos esa llamada que surgía de un oscuro bosque perdido en mitad de ninguna parte. Aquella llamada invisible, aquella masa oscura de árboles, aquella lejanía, aquel vértigo extraño: aquello que nunca podría caber en los mapas dialectológicos, aquello que sólo se adivinaba al otro lado del bosque, aquello que nunca se podría tocar con las manos, aquello, aquello era Ucrania.
Cuando Kiev era Casablanca
Durante los años de la guerra civil rusa, entre 1917 y 1922, Kiev fue una especie de Casablanca repleta de espías, contrabandista, refugiados, desertores, burgueses que huían de los bolcheviques y aristócratas que se jugaban todo lo que tenían porque sabían que en cualquier momento podían perderlo todo. Y el maestro Juan Martínez, un bailaor flamenco de Burgos, estaba allí con su pareja, la Sole. Martínez bailaba en los cabarets y hacía de crupier en los casinos. Si entraban los soviéticos, tenía que sacarse el carnet del sindicato y convertirse en el camarada artista de circo. Si entraban los blancos o los independentistas, se ponía un frac, volvía a los casinos y se dedicaba a traficar con las joyas que los oficiales desesperados se jugaban en las noches interminables de farra.
Chaves Nogales lo contó en El maestro Juan Martínez que estaba allí (1934). Durante mucho tiempo se discutió si el bailaor fue un invento de Chaves y si el libro fue una portentosa falsificación literaria. ¿Era posible que aquel bailaor medio gitano que vivía en París pudiera haber vivido todo lo que contaba en el libro? ¿Era posible que hubiera visitado los cuarteles de la Cheka en Kiev después de una escabechina de contrarrevolucionarios? ¿Era posible que hubiera huido por los pelos de Odesa en un barco perseguido por un guardacostas soviético? ¿Era posible que hubiera sobrevivido a la terrible hambruna de 1921 vendiendo alhajas de contrabando?
Eso no lo sabemos, pero lo que sí sabemos es que el bailaor Juan Martínez existió y que murió en Nueva York en 1961, ya que su obituario se publicó en The New York Times. Ahora bien, está claro que Chaves Nogales noveló las confesiones del bailaor, que vivió en Rusia entre 1916 y 1921, para darles el toque inequívoco de un maravilloso folletín. Y qué folletín. Chaves conocía bien la Rusia soviética –la había visitado en 1928, viaje que narró en La vuelta a Europa en avión–, y es seguro que añadió muchas cosas de su propia cosecha. Pero al margen de estas posibles manipulaciones, hay algo que sin lugar a dudas pertenece a la experiencia del pícaro y mentiroso y buscavidas maestro Juan Martínez.Si alguien quiere conocer el misterio de Ucrania, ese misterio que Clarice Lispector llegó a atisbar desde una azotea, mientras su mirada se perdía por un bosque de árboles negros, lo que tiene que hacer es leer El maestro Juan Martínez que estaba allí.
Hay capítulos, además, que resuenan con un eco inquietante en estos días. Hace un siglo, en 1920, justo al final de la guerra civil rusa, cuando los soviéticos habían expulsado de Kiev a los independentistas de Petliura –los petliuras, los llamaba con socarronería el maestro Juan Martínez–, el bailaor y la Sole regresaron a la ciudad. “¿Qué ha pasado aquí?”, nos preguntamos al entrar en Kiev por primera vez bajo la dominación bolchevique. Acostumbrados a ver aquella ciudad rica y aristocrática con sus comercios fastuosos, sus parques, sus palacios y su vida intensa, que era el orgullo de Rusia, nos encontramos de súbito con una población miserable, sin luz, sin escaparates, las grandes mansiones cerradas a piedra y lodo, las calles desiertas, los escasos transeúntes esquivándose los unos a los otros, todos mal vestidos, con un aire triste de mendigos. Me dio la impresión de que todos los habitantes de Kiev se habían disfrazado de mendigos como obedeciendo a una consigna".
Mijaíl Bulgákov
Mijaíl Bulgákov podría haber sido uno de esos ciudadanos de Kiev disfrazados de mendigos con los que se cruzó el maestro Juan Martínez en el verano de 1920. Bulgákov, nacido en Kiev, había luchado como oficial médico en el ejército blanco de Denikin. Su familia vivía en el número 13 de la Bajada de Aleksiévski, en el corazón de Kiev. Bulgákov –un ucraniano de cultura rusa– odiaba a los bolcheviques, pero odiaba todavía más a los independistas ucranianos. Tras la derrota de los blancos, Bulgákov se fue a Moscú con la esperanza de publicar sus relatos. En 1925, una revista literaria aceptó publicar su novela La guardia blanca, en la que contaba la guerra civil rusa vista a través de una familia de oficiales blancos, los Turbín. Evidentemente, los Turbín eran los propios Bulgákov.
Lo que cuenta Bulgákov en La guardia blanca se parece mucho a lo que contó Chaves Nogales en El maestro Juan Martínez: el caos de la guerra civil en Kiev durante la desbandada de los blancos en el invierno de 1918, y el ambiente de pesadilla que se apoderó de los burgueses de la ciudad ante la llegada inminente de los bolcheviques. Hay una remota posibilidad de que Chaves Nogales leyera la traducción francesa de La guardia blanca, que se publicó en París en 1927, pero no hay nada seguro.
En cualquier caso, cada libro tiene una atmósfera propia. El de Chaves es la narración descarnada de un pícaro muy listo y muy descarado. El de Bulgákov es la novela casi expresionista de un artista que está retratando el final de una época a través de la desintegración de su propia familia. Los Turbín –los Bulgákov– no tenían sitio en la nueva sociedad. Y dentro de muy poco tiempo iban a llegar los tiempos de los antropófagos (como los llamaba Anna Ajmátova), cuando Bulgákov le enviaba cartas desesperadas a Stalin rogándole que le dejara salir de Rusia. Algunas de esas cartas eran tan agrias y tan desesperadas que Bulgákov las firmaba como Tarzán. Bulgákov, por supuesto, no se atrevía a enviar estas cartas y corría a esconderlas en el cajón. Stalin admiraba el talento de Bulgákov, pero odiaba que un mequetrefe insolente se atreviera a firmar una carta como Tarzán.
Yo te saludo, Tierra Negra
En 1935, después de haber sido desterrado por haber escrito un epigrama satírico contra Stalin, el poeta Osip Mandelstam pasó tres años de exilio en la ciudad de Voronezh, en la inmensa llanura central rusa que linda con Ucrania. La tierra era allí la suculenta, la grasienta tierra negra –Cherno Ziem– que produce las famosas cosechas de cereales que han hecho tan codiciada la rica tierra negra de Ucrania. Tres años antes, en 1932, la colectivización forzosa de la agricultura decretada por Stalin había causado una hambruna indescriptible en Ucrania. La gente, a escondidas, la llamaba Holodomor, aunque nadie se atrevía a nombrarla en público.
Mandelstam había visto a los campesinos famélicos en Crimea y en el Kubán, pero sabía que nadie en la Unión Soviética se atrevería a hablar de aquella hambruna porque hacerlo constituía un crimen contrarrevolucionario castigado con la muerte o con un envío al Gulag. Pero si Mandelstam escribió su poema contra Stalin, que se atrevió a leer sin ningún temor a todos sus amigos y conocidos, fue porque no quería que aquella hambruna y el régimen criminal que la había provocado quedaran silenciadas para siempre. Alguien tenía que decirlo. Alguien tenía que hablar.
Y por eso Mandelstam fue condenado al exilio y luego fue enviado a un campo siberiano, donde murió en diciembre de 1938. Pero Mandelstam creía que la poesía era un arado que podía extraer los surcos más profundos del tiempo sepultado bajo tierra. Esa era la misión de la poesía: remover la tierra negra y sacar a flote todo lo que había quedado enterrado allá abajo. Y un día de abril de 1935, cuando vio a un campesino labrar la tierra con un arado en los campos de tierra negra cerca de Voronezh, Mandelstam compuso un poema, ‘Tierra Negra’, que terminaba con estos versos: “Qué bien le sienta al arado la grasienta tierra. /Qué serena la estepa, vuelta ya hacia abril. /Yo te saludo, tierra negra. Sé valiente, vigila. / Y haz un habla oscura con la labor del silencio”.
Babi Yar
En el caluroso verano de 1942, un oficial alemán de las fuerzas de ocupación –el coronel Paul Blobel– llevó en su coche al jefe de policía Max Thomas, de visita en la zona, a pasar el fin de semana en su acogedora dacha de las afueras de Kiev. Cuando se hacía de noche, el coche pasó junto a un gran barranco. En las laderas del barranco, la tierra parecía haber sido removida hacía muy poco tiempo. Salía un humo muy raro del suelo, un humo acre y espeso, y de vez en cuando se veían extraños montículos de tierra que salían propulsados hacia arriba como si la tierra estuviera hirviendo. Era como si debajo de la tierra removida de aquel barranco hubiera un volcán. “¿Qué es esto?”, preguntó el jefe de policía Thomas. “Ah, esto es Babi Yar –contestó sonriendo el Standartenführer Paul Blobel–. Ahí he hecho enterrar a los 30.000 judíos que hemos matado durante este verano”.
La escena no está sacada de una novelita barata de temática nazi –Burbujas en el Infierno–, sino que la contó la historiadora austríaca Gitta Sereny en Into That Darkness (1974), su biografía de Franz Stangl, el comandante nazi de los campos de Sobibor y Treblinka. Fue el propio Stangl quien se la contó a Gitta Sereny. Después de la guerra, Stangl huyó a Siria y más tarde a Brasil, pero fue localizado por el cazanazis Simon Wiesenthal y extraditado a Alemania en 1967. Gitta Sereny mantuvo largas entrevistas con Stangl en la cárcel de Düsseldorf. Condenado a cadena perpetua, Stangl murió de un ataque al corazón en la cárcel.
Anna Gorenko
Anna Ajmátova se llamaba en realidad Anna Gorenko –un apellido inequívocamente ucraniano– y nació a las afueras de Odesa, frente al Mar Negro, en junio de 1889. Aunque sus raíces eran ucranianas, Ajmátova pertenecía a la élite rusificada que menospreciaba la cultura de Ucrania por considerarla vulgar y provinciana. De hecho, la familia de Ajmátova vivía en Tsarskóye Seló, a las afueras de San Petersburgo, y para ella, Rusia era únicamente San Petersburgo y Moscú. En 1912, cuando Ajmátova publicó su primer libro de poemas, su padre, el ingeniero naval Andréi Gorenko –asesor colegiado de grado 8–, le pidió que no deshonrara el nombre de la familia publicando un librito con su apellido real.
“No quiero que deshonres a nuestra familia firmando un librito de poemas con nuestro apellido”, le dijo. Ajmátova recordó a una remota antepasada de la familia –quizá más quimérica que real, la princesa Ajmátova de un oscuro kanato del sur de Crimea–, y decidió firmar su primer libro de poemas con ese nombre: Ajmátova, la hija del kan Ajmat, descendiente del mismo Gengis Khan. En ese momento, elegir un nombre asociado con los tártaros fue un rasgo de rebeldía. La poeta culta y sofisticada de San Petersburgo elegía el nombre de una princesa semi bárbara para jugar a la provocación.
Pero en Rusia no conviene jugar demasiado con los símbolos. Dos décadas más tarde, un nuevo Gengis Khan apareció en la vida rusa, y de pronto, Ajmátova se encontró haciendo cola frente a la cárcel de las Cruces, en Leningrado (el nombre de San Petersburgo había sido proscrito), porque su hijo había sido detenido y enviado al Gulag con la peregrina acusación de ser espía y colaborador y contrarrevolucionario. Los humanistas de la Revolución se habían vuelto antropófagos.
La resistencia
A pesar de Petliura, a pesar de los pogromos, a pesar de las bandas de soldados que violaban mujeres judías, a pesar de las monstruosas burbujas de tierra de Babi Yar, ahora hay un presidente judío en Ucrania. Es un hombre valiente, quizá uno de los pocos políticos valientes que queden en Europa. Empezó actuando en las televisiones como si fuera un pícaro de poca monta como el bailaor Juan Martínez, pero ahora ha demostrado ser un hombre tan valiente como Osip Mandelstam o su viuda Nadiezhda Jazina, que había nacido en Kiev y que era también ucraniana. Y Ucrania resiste.
La Ucrania que nadie sabía dónde estaba. La Ucrania de los mapas inciertos. La Ucrania de Petliura y Wrangel y un barco de refugiados que se llamaba Nadezhda (Esperanza). La Ucrania en la que el bailaor Juan Martínez veía a los oficiales zaristas empeñando las joyas de la familia. La Ucrania de Bulgákov y Ajmátova. La Ucrania de la hambruna y de los campesinos que araban la rica tierra negra. La Ucrania que canta y resiste bajo la nevisca y el frío y el hambre. La Ucrania que nadie sabía dónde estaba pero que ahora todos sabemos dónde está. Ucrania, esa Ucrania. “Yo te saludo, tierra negra. Sé valiente, vigila. / Y haz un habla oscura con la labor del silencio”.