'Performance' musical en el espacio de Martin Creed en el Centro Botín de Santander

'Performance' musical en el espacio de Martin Creed en el Centro Botín de Santander

Letras

Martin Creed hace todo cuanto puede para que te sientas bien

Este "artista pluridisciplinar" recurre a cualquier medio para conseguir sus objetivos: desde conciertos teatralizados de sus propias canciones a murales de pintura en alegres tramas

19 mayo, 2019 00:00

En el año 2001 vi en Londres la exposición de los finalistas del Turner, y la verdad es que la única pieza que ha resultado inolvidable (para mí) y de hecho la que ganó el premio de ese año y disparó al artista a la celebridad era una que se titulaba Las luces encendiéndose y apagándos, que consistía exactamente en lo que dice el título: en la alternancia de la luz que se encendía, permanecía encendida iluminando durante unos segundos una habitación completamente vacía, y luego se apagaba y permanecía durante unos segundos a oscuras.

Supongo que esta somera descripción basta para invitar al lector a especulaciones, meditaciones infinitas sobre referencias bíblicas, filosóficas y teóricas sobre el “cubo blanco” e imágenes mentales estimulantes; o quizá más bien para irritarle profundamente pues sé que hay mucha gente, entre ellas algunos amigos, incluso algún amigo cuya inteligencia y sensibilidad respeto, que no consideran cosas como aquella un experimento atrevido y excitante y una invitación al viaje mental y sensorial sino más bien “una tomadura de pelo”, y se sienten “estafados” e irritados ante gestos a la vez pueriles y pretenciosos. Luz encendida, luz apagada.

Parte de la crítica consideraba que aquella obra (también llamada “Obra nº 127”, pues el autor, Martin Creed (Londres, 1968) titula todas sus piezas o instalaciones con estos enunciados numéricos y claramente descriptivos, y creo que va por la cuatro mil y pico), era “dura”, es decir de un conceptualismo seco e ininteligible. Le preguntaron al autor por ese tema y Creed explicó que encender y apagar la luz es “tratar de que algo suceda en una habitación. En aquel momento no me gustaba la idea de meter algo en ella como diciendo: mira, mira lo que hay, mira lo que he puesto”. Desde aquel vaciado total --que por cierto tenía el efecto colateral de anular todas las obras de los demás aspirantes al Turner, las borraba incluso de mi memoria-- han pasado muchos años y ahora Creed más bien llena las salas y hasta las satura, como en la Obra nº 200, La mitad del aire en un espacio dado, donde la habitación está efectivamente ocupada hasta la mitad de su volumen por globos hinchados, como un chikipark delirante para adultos. (Algunos artistas del movimiento cinético de los años sesenta proponían al espectador juegos parecidos con sus sentidos).

Chafarrinones de pintura, objetos minimalistas, conciertos teatralizados de sus propias canciones, performances, murales de pintura en alegres tramas repetitivas, Creed, “artista pluridisciplinar” recurre a cualquier medio para conseguir sus objetivos, entre los cuales uno de los que proclama como principales es sentirse un poco mejor y hacer que también el espectador se sienta mejor, como en ese neón magnífico de “WATHEVER” (lo que sea) o de obras como la 975, que dice en letras rosas Everything is going to be alright (Todo irá bien)  y que cuelga en lo alto de un edificio de ladrillos destartalado y suburbial o en un espacio cerrado.

El Centro Botín de Santander le contrató el pasado año para dar un taller, y acabado el mismo se llevó a uno de los participantes para trabajar en su equipo como músico. A su vez el centro adquirió una de sus obras, como es práctica habitual de la institución. He tenido ocasión de ver su intervención como invitado al congreso de periodismo cultural de la fundación Santillana, que se acaba de celebrar en ese centro. Consiste en varias piezas que se derraman por los alrededores del centro (las letras de neón de colores que cuelgan de los árboles en los jardines de Pereda componiendo la palabra “AMIGOS”), por la “piel” exterior de la sede --el icónico edificio de Renzo Piano--, por la resonancia de unas voces en los ascensores, por los uniformes del personal “intervenidos” con chafarrinones de pintura, y finalmente en el interior: cuarenta murales grandes y pequeños distribuidos en una vasta sala exenta, generosamente iluminada solo por luz natural, de manera que las diarias variaciones climáticas exteriores cambian la apariencia de la exposición; exposición que en realidad no es sino el marco, el fondo de las performances musicales que se celebran varias veces al día, con una duración de cuarenta minutos, interpretadas por un conjunto de cuatro músicos --guitarra, violín y dos voces-- que evolucionan por el espacio disfrazados por Creed como elfos o personajes de un mundo de cuento, seguidos por los visitantes, que se detienen aquí o allí para interpretar 14 de sus canciones. Una experiencia asombrosa, libérrima, a la que muchos en el público asisten, participando en ella al seguir a los músicos de allí para allá, de un mural a otro, como los niños a un flautista de Hamelin benigno, y sin poder reprimir una sonrisa, en unos casos de incredulidad, en otros de pura dicha.